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colores.

Pochotl parpadeó y dijo:

-¿Qué?

-No importa. Sigue, por favor, cuatl Pochotl.

-Hace aproximadamente doce o trece años que desde ese lugar l amado Cuba l egó Hernán Cortés, el

capitán general de Carlos, para dirigir la conquista de nuestro Unico Mundo. Cortés, naturalmente,

esperaba que el rey lo haría señor y amo de todo lo que conquistase. No obstante, ahora es del dominio

público que hubo muchos dignatarios en España, e incluso bastantes de sus propios oficiales, que tuvieron

celos de la presunción de Cortés. Convencieron al rey para que pusiera sobre él una firme mano restrictiva.

De modo que ahora Cortés sólo ostenta el grandioso pero vacío título de marqués del Val e, de este Val e

de México, y los auténticos gobernantes son los miembros de lo que el os l aman la Audiencia, o lo que en

los viejos tiempos habría sido el Consejo de Portavoces del Portavoz Venerado. Cortés, asqueado, se ha

retirado a sus propiedades de Quaunáhuac, un lugar situado al sur de aquí...

-Tengo entendido que ese lugar ya no se l ama Quaunáhuac -le interrumpí.

-Pues si y no. Nuestro nombre para ese lugar, Rodeado de Bosque, los españoles lo pronuncian

"Cuernavaca" que resulta ridículo. Significa Cuerno de Vaca en su idioma. De todas maneras, Cortés ahora

reside malhumorado en la magnífica propiedad que tiene al í. No sé por qué ha de estar de mal humor. Sus

rebaños de ovejas, las plantaciones de la caña que da azúcar y los tributos que todavía recibe de

numerosas tribus y naciones.., le han convertido en el hombre más rico de Nueva España. Quizá de todos

los dominios de España.

-No me interesan demasiado las intrigas y explotaciones que los hombres blancos traman y se infligen entre

sí -le hice saber-. Ni las riquezas que han acumulado. Cuéntame con detal e el poder que tienen sobre

nosotros.

-Hay muchos que no hal an tan oneroso ese dominio -me comentó Pochotl-. Me refiero a los que siempre

han pertenecido a las clases más bajas: campesinos, obreros y toda esa gente. Levantan tan pocas veces

la vista de sus trabajos que quizá no hayan notado todavía que sus amos han cambiado de color.

Continuó dándome detal adas explicaciones. Nueva España estaba gobernada por los consejeros de la

Audiencia, pero de vez en cuando el rey Carlos enviaba por el mar a un inspector real l amado visitador

para asegurarse de que la Audiencia atendía como era debido sus asuntos. Los visitadores volvían a Vieja

España para informar a un Consejo, el Consejo de Indias. Ese Consejo era supuestamente responsable de

proteger por igual los derechos de todos en Nueva España, tanto de los nativos como de los españoles, así

que podía cambiar, enmendar o anular cualquiera de las leyes hechas por la Audiencia.

-Sin embargo, yo personalmente creo que en realidad el Consejo existe principalmente para asegurar que

se pague el quinto -me dijo Pochotl.

-¿El quinto?

-La quinta parte que le corresponde al rey. Cada vez que se extrae de nuestra tierra una medida de polvo

de oro, un puñado de azúcar, granos de cacao, algodón o cualquier otra cosa, se aparta una quinta parte de

el o para el rey antes de que nadie coja la parte que le corresponde. Las leyes y normas de la Audiencia

hechas en la Ciudad de México, continuó explicando Pochotl, se pasaban a unos funcionarios l amados

corregidores, que estaban destinados en las comunidades más importantes de toda Nueva España, para

que se encargasen de ponerlas en vigor. Y esos funcionarios, a su vez, ordenaban a los encomenderos,

que residían en los distritos, que se rigieran por dichas leyes y se encargasen de que la población nativa las

obedeciera.

-Los encomenderos, desde luego, suelen ser españoles me indicó Pochotl-, pero no todos el os. Algunos

son los supervivientes o los descendientes de los que antes eran nuestros señores. El hijo y dos hijas de

Moctezuma, por ejemplo, en cuanto se convirtieron al cristianismo y adoptaron nombres españoles, Pedro,

Isabel y Leonor, recibieron encomiendas. Lo mismo ocurrió con el príncipe Flor Negra, el hijo del difunto

Nezahualpili, el tanto y tan sinceramente l orado Portavoz Venerado de Texcoco. Ese hijo luchó al lado de

los hombres blancos durante la conquista, así que ahora se l ama Hernando Flor Negra y es un

encomendero acaudalado.

-Encomendero. Encomienda. ¿Qué es eso? -quise saber.

-Un encomendero es aquel a quien se le ha otorgado una encomienda. Y eso es un territorio de tamaño

variable dentro del cual el encomendero es el amo. Las ciudades, pueblos o aldeas que queden dentro del

rea le pagan tributo en dinero o en bienes, todo aquel que produce o cultiva algo está obligado a darle una

parte a él, todo está sujeto a su mando, ya sea construirle una mansión, labrarle los campos, cuidarle el

ganado, cazar o pescar para él o incluso prestarle a la esposa o a las hijas si él así lo exige. O a sus hijos,

supongo, si se trata de una encomendera de gustos lascivos. Una encomienda no incluye la tierra, sólo lo

que hay sobre el a, incluidas las personas.

-Desde luego -dije yo-. ¿Cómo podría alguien poseer la tierra? ¿Poseer un pedazo del mundo? Resulta una

idea inconcebible.

-Pero no para los españoles -continuó explicándome Pochotl al tiempo que levantaba una mano en señal

de advertencia-. A algunos de el os se les concedió lo que se l ama una estancia, y eso sí incluye la tierra.

Incluso puede legarse de una generación a otra. El marqués Cortés, por ejemplo, posee no sólo la gente y

los productos de Quaunáhuac, sino también la misma tierra que hay debajo de toda el a. Y su antigua

concubina malinche, esa que traicionó a su propio pueblo, ahora es l amada respetuosamente por el título

de viuda de Jaramil o y posee una inmensa isla en medio de un río como su estancia.

-Eso va contra toda razón -gruñí yo-. Contra toda naturaleza. Ninguna persona puede reclamar la posesión

ni siquiera del mínimo fragmento del mundo. Los dioses lo pusieron ahí y los dioses son quienes lo rigen.

En tiempos pasados los dioses lo han purgado de gente. Sólo le pertenece a los dioses.

-Pues entonces ojalá los dioses lo purgasen de nuevo de gente. De gente blanca, quiero decir -aclaró

Pochotl al tiempo que dejaba escapar un suspiro.

-Pero lo de la encomienda sí que puedo entenderlo -continué yo-. No es más que lo que hacían nuestros

gobernantes: cobrar tributos, reclutar obreros. No sé de ninguno que exigiera compañeros de cama, pero

supongo que podrían haberlo hecho si hubieran querido. Y puedo entender por qué dices que muchas

personas hoy día no perciben ninguna diferencia en el cambio de amos de...

-He dicho las clases más bajas -me recordó Pochotl-. Lo que los españoles l aman indios rústicos: patanes,

paletos, sacerdotes de nuestra antigua religión y otras personas fácilmente prescindibles. Pero yo soy de la

clase que l aman indios pal os, que somos personas de calidad. Y, por Huitzli, yo sí que alcanzo a percibir la

diferencia. Y lo mismo les ocurre a los demás artesanos, artistas, escribas y...

-Si, sí -le dije, porque a estas alturas yo ya sabía recitar aquel as lamentaciones suyas tan bien como él-.

¿Y qué me dices de esta ciudad, Pochotí? Debe de constituir la encomienda más rica y más grande de

todas. ¿A quién se le concedió? ¿Al obispo Zumárraga, quizá?

-No, pero a veces se diría que le pertenece. Tenochtitlan, perdona, la Ciudad de México, es la encomienda

de la corona. Del propio rey. De Carlos. De todas las cosas que se hacen aquí y de las cosas con las que

se comercia aquí, de cualquier cosa, desde esclavos hasta sandalias. Y hasta el último maravedí de cobre