de beneficio que se obtenga de el o, Carlos toma no sólo el quinto real, sino todo, incluidos el precioso oro y
la preciosa plata que yo había trabajado toda mi vida para...
-Si, sí -repetí.
-Y Además, claro está -continuó-, a cualquier ciudadano se le puede ordenar que deje la ocupación con la
que se gana la vida para ir a ayudar a construir, a cavar o a pavimentar a fin de mejorar la ciudad del rey. La
mayoría de los edificios de Carlos se han terminado ya. Y ésa fue la razón por la que el obispo tuvo que
esperar con tanta impaciencia el comienzo de su iglesia catedral y por lo que aún sigue en construcción. Y
yo creo que Zumárraga fuerza más a sus obreros de lo que lo hicieron nunca los constructores del rey.
-De manera que.. por lo que veo... -dije yo pensativamente- cualquier revuelta habría de fomentarse primero
entre esos hombres l amados rústicos. Agitarlos para que hagan caer a sus amos en las estancias y en las
encomiendas. Y sólo entonces nosotros, las personas de clase más alta, nos volveríamos contra las clases
más altas españolas. El puchero debe de empezar a hervir, como en realidad ocurre con el puchero, de
abajo arriba.
-¡Ayya, Tenamaxtli! -Se tiró de los pelos con exasperación-. ¿Otra vez estás aporreando el mismo tambor
flojo? Yo creía que ahora que eres tan querido para el clero cristiano habrías abandonado esa idea sin
sentido de la rebelión.
-Y me alegro de serlo -dije-, porque así puedo ver y oír mucho más de lo que de otro modo podría hacer.
Pero no, no he abandonado mi resolución. Con el tiempo tensaré ese tambor flojo para que pueda oírse por
todas partes. Para que retumbe. Para que ensordezca con su desafío.
8
Al cabo de poco tiempo yo había adquirido la suficiente comprensión de la lengua española como para
entender la mayor parte de lo que oía, aunque todavía no me atrevía a hablarla en otro sitio que no fuera el
aula del notario Alonso. Así que éste, consciente de el o, advirtió a los clérigos de la catedral donde él y yo
trabajábamos juntos, y también a las otras personas cuyos deberes las l evaban al í, para que no
comentasen nada de índole confidencial siempre que yo estuviese en situación de oírlos. Difícilmente podía
pasarme inadvertido que, cada vez que dos o más hablantes de español se ponían a conversar en mi
presencia, al l egar a cierto punto me echaban una fugaz mirada y luego se iban a otra parte. Sin embargo,
cuando yo caminaba anónimamente por la ciudad podía aguzar el oído sin avergonzarme de el o y sin que
se notase. Una conversación que oí de pasada mientras curioseaba las hortalizas que se exhibían en un
puesto del mercado, fue como sigue:
-No es más que otro condenado sacerdote entrometido -dijo un español, una persona de cierta importancia,
a juzgar por su vestido-. Finge estar derramando lágrimas por el cruel maltrato que se les da a los indios y
lo utiliza como excusa para hacer normas que lo benefician a él.
-Cierto -convino el otro hombre, que iba igualmente ataviado con ricos vestidos-. El hecho de ser obispo no
lo convierte en un sacerdote menos astuto e hipócrita que los demás. Está de acuerdo en que hemos traído
a estas tierras un don que no tiene precio, el Evangelio de la cristiandad, y que por el o los indios nos deben
toda la obediencia y el esfuerzo que podamos sacar de el os. Pero también, dice él, debemos hacerlos
trabajar con menos rigor, pegarles menos y alimentarlos mejor.
-O nos arriesgamos a que se mueran -dijo el primer hombre-, como les pasó a aquel os indios que
perecieron durante la conquista y en las plagas de enfermedades que siguieron... antes de que los
desgraciados pudieran ser confirmados en la fe. Zumárraga hace ver que lo que quiere salvar no son las
vidas de los indios, sino sus almas.
-De modo -continuó el segundo hombre- que los fortalecemos y los mimamos en detrimento del trabajo
para el cual los necesitamos. Luego él los recluta para que construyan más iglesias, capil as y santuarios
por todo el condenado país, y él se queda con el mérito de esa acción. Y a cualquier indio que le desagrade
a él, al obispo Zurriago, puede quemarlo.
Continuaron de aquel a guisa durante un rato, y me sentía complacido de oírlos hablar así. Era el obispo
Zumárraga quien había condenado a mi padre a aquel a muerte horrible. Y cuando aquel os hombres lo
l amaban obispo Zurriago, yo sabía que no era que estuvieran pronunciando mal el nombre, sino que lo que
estaban haciendo era un juego de palabras con él, una mofa, porque la palabra zurriago significa "flagelo".
Pochotí me había contado cómo al marqués Cortés lo habían desacreditado sus propios oficiales. Ahora yo
estaba oyendo cómo cristianos de importancia difamaban a su más alto sacerdote. Si tanto los soldados
como los ciudadanos podían manifestar su desagrado abiertamente y difamar a sus superiores, el o era
prueba de que los españoles no tenían un parecer tan unánime como para que espontáneamente fueran a
presentar un frente sólido y unido ante cualquier desafío. Y tampoco estaban tan seguros de su cacareada
autoridad como para ser invencibles. Aquel os pequeños atisbos del pensamiento y el espíritu de los
españoles me resultaban alentadores; posiblemente me fueran útiles en el futuro, y por el o son dignos de
recordarse.
Aquel mismo día, en el mismo mercado, encontré por fin a los exploradores de Tépiz a los que l evaba tanto
tiempo buscando. En un puesto en el que colgaban por doquier cestos tejidos con juncos y mimbre, le
pregunté, igual que había estado haciendo por todas partes, al hombre que atendía al público si conocía a
un nativo de Tépiz l amado Netzlin y a su esposa l amada...
-Vaya, yo soy Netzlin -me contestó el hombre mientras me miraba con cierta extrañeza y un poco de
aprensión-. Mi mujer se l ama Citlali.
-¡Ayyo, por fin! -exclamé-. Y qué bien oír otra vez a alguien que habla con los acentos de la lengua azteca!
Me l amo Tenamaxtli y soy de Aztlán.
-¡En ese caso bienvenido seas, antiguo vecino! -me saludó con entusiasmo-. Desde luego que da gusto oír
hablarán nahuatl al viejo uso y no al modo de esta ciudad. Citlali y yo ya l evamos aquí casi dos años, y la
tuya es la primera voz que he oído con el sonido de nuestra tierra.
-Y puede que sea la única durante mucho tiempo -le comuniqué-. Mi tío ha prohibido que ningún habitante
de Aztlán ni de las comunidades de los alrededores tenga nada que ver con los hombres blancos.
-¿Que tu tío lo ha prohibido? -repitió Netzlin, que parecía sorprendido.
-Mi tío Mixtzin, el Uey-Tecutli de Aztlán.
-Ayyo, claro, el Uey-Tecutli. Sabía que tenía hijos. Y te pido disculpas por no saber que te tenía a ti por
sobrino. Pero si él ha prohibido familiarizarse con los españoles, ¿qué haces tú aquí?
Eché una rápida ojeada a mi alrededor antes de responder:
-Preferiría hablar de eso en privado, cuatl Netzlin.
-Ya -dijo él guiñando un ojo-. Otro explorador secreto, ¿eh? Pues ven, cuatl Tenamaxtli, déjame que te invite
a nuestro humilde hogar. Espérate aquí mientras recojo mis mercancías. Se está acabando la jornada, así
que probablemente habrá pocos clientes que se l even una decepción.
Le ayudé a apilar los cestos para transportarlos, y cada uno de nosotros levantamos una carga que, toda
junta, tenía que ser un peso considerable para que lo l evase él solo al mercado sin ayuda. Me condujo por
cal es traseras, salimos de la Traza de los hombres blancos y nos dirigimos hacia el sudeste, a una colación