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l egamos aquí. Pero no podíamos soportar que nos pusieran cada noche en dormitorios separados.

Pudiera ser que Netzlin no fuera un guerrero dispuesto, pensé, pero evidentemente era un marido devoto.

Citlali volvió a hablar.

-Cuatl Tenamaxtli, ¿por qué no te vienes a vivir con nosotros hasta que te encuentres en situación de

permitirte tener una vivienda propia?

-Eso es maravillosamente bueno y hospitalario por tu parte, señora mía. Sin embargo, si estar separados en

el mesón era inaceptable para vosotros, tener a un extraño bajo este mismo techo sería aún más

intolerable, sobre todo si tenemos en cuenta que otro extraño más pequeño está a punto de unirse a

vosotros.

La mujer sonrió con afecto al oír aquel o.

-Todos somos extraños en esta ciudad. En realidad tú no serías más extraño de lo que lo ser el recién

nacido que ha de venir.

-Eres verdaderamente gentil, Citlali -le dije-. Pero el hecho es que yo podría permitirme ir a vivir a otra parte.

Tengo un empleo por el que me pagan un salario por lo menos mejor que el de un obrero. Estoy estudiando

la lengua española en el colegio que hay justo al lado del mesón, así que me quedaré al í hasta que me

resulte demasiado cansado.

-¿Estudiando la lengua de los hombres blancos? -repitió Netzlin-. ¿Por eso es por lo que estás aquí, en la

ciudad?

-Eso forma parte del motivo. -A continuación le conté cómo pretendía aprender todo lo posible acerca de los

hombres blancos-. Para poder levantar contra el os una rebelión que sea efectiva. Para echarlos de todas

las tierras del Uníco Mundo.

-Ayyo...

Citlali respiró con suavidad, contemplándome con lo que hubiera podido ser pavor, respeto o admiración... o

quizá la sospecha de que el a y su marido estaban agasajando en su casa a alguien que parecía realmente

loco.

-Así que es por eso por lo que me preguntaste si quería ir a la guerra y a la gloria -dijo Netzlin-. Y ya puedes

ver cuál es el motivo -y me señaló a su esposa- por el que no me siento ansioso de hacerlo. Y con mi

primer hijo a punto de nacer.

-¡Primer hijo! -repitió Citlali riéndose otra vez. Y dirigiéndose a mi, añadió-: Nuestro primer descendiente - A

mi me da igual que sea niño o niña con tal de que esté sano y entero.

-Será un niño -aseguró Netzlin-. Insisto en el o.

-Y desde luego -le indiqué-, tienes razón al no querer correr riesgos en semejante momento. Sin embargo,

quisiera pedirte un favor. Si vuestros vecinos no ponen objeción a el o, ¿podrías concederme el permiso

para utilizar de vez en cuando la cabaña de vapor que tenéis aquí?

-Pues claro que si. Ya sé que el mesón no dispone de ningún tipo de instalaciones para bañarse. ¿Cómo es

que tú te mantienes aceptablemente limpio?

-Me baño en un cubo cuando hace falta. Y luego me lavo la ropa en el mismo cubo. A los frailes no les

importa que caliente el agua en el fuego del mesón. Pero no he disfrutado de un buen baño de vapor desde

que me marché de Aztlán. Me temo que debo de oler tan mal como un hombre blanco.

-No, no -me aseguraron los dos a un tiempo.

Luego, Netzlin añadió:

-Ni siquiera un bruto zacachichimécatí recién l egado del desierto huele tan mal como un hombre blanco.

Ven, Tenamaxtli, iremos a la cabaña de vapor ahora mismo. Y después de tomar un buen baño beberemos

un poco de octli y nos fumaremos un poquietí o dos.

-Y la próxima vez que vengas -me sugirió Citlali- tráete todas tus mudas de ropa. Yo me encargaré de hacer

tu colada de ahora en adelante.

Así que desde entonces pasé tanto tiempo visitando a aquel as dos agradables personas, y su cabaña de

vapor, como me pasaba conversando con Pochotí en el mesón. Y durante aquel a época, desde luego,

continué pasando mucho tiempo con el notario Alonso: por las mañanas en el aula del colegio y por las

tardes en su habitación de trabajo de la catedral. A menudo interrumpíamos nuestra tarea de profundizar en

los antiguos libros de palabras imágenes para recostarnos y fumar un poco mientras hablábamos de temas

que no tenían que ver con aquel o. Mi español había mejorado sensiblemente, hasta el punto de que yo ya

comprendía mejor aquel as palabras que él tenía que utilizar con frecuencia porque, sencil amente, no

había términos equivalentes en náhuatl.

-Juan Británico -me dijo un día-, ¿conoces ya a monseñor Suárez-Begega, el archidiacono de esta

catedral?

-¿Conocerle? No. Pero sí que lo he visto a menudo por los vestíbulos.

-Pues es evidente que él también te ha visto a ti. Como archidiácono, ya sabes, aquí es el encargado de la

administración, el que se ocupa de que todas las cosas pertenecientes a la catedral marchen como es

debido. Y me ha ordenado que te dé un mensaje de su parte.

-¿Un mensaje? ¿A mí? ¿De alguien tan importante?

-Si. Quiere que empieces a ponerte pantalones

Parpadeé y me quedé mirándolo fijamente.

-¿El alto y poderoso Suárez-Begega puede l egar incluso a preocuparse por mis piernas desnudas? Yo

visto igual que los demás mexicas que trabajan por aquí. Del modo como siempre han vestido los hombres.

-Ese es el asunto -me aclaró Alonso-. Los demás son obreros, constructores, artesanos como mucho. Está

bien que el os l even capas, calzoncil os y guaraches. Pero tu trabajo te da derecho... te obliga, según el

monseñor, a vestirte como un español.

-Si él quiere, puedo ataviarme con un jubón ribeteado de pieles, con pantalones bien ajustados, con un

sombrero con plumas en la cabeza, con unas faltriqueras y brazaletes, con botas de cuero labrado, e

intentar pasar por un contoneante español moro -comenté con aspereza.

Reprimiendo una sonrisa, Alonso me corrigió.

-Nada de pieles, faltriqueras ni plumas. Bastar con una camisa corriente, unos pantalones y unas botas. Yo

te daré el dinero para comprártelos. Y sólo hace falta que los l eves puestos en el colegio y aquí. Cuando

estés entre tu gente puedes vestir como te plazca. Hazlo por mi, cuatl Alonso, para que el archidiácono no

ande detrás de mí agobiándome con eso.

Refunfuñé que hacerme pasar por un español blanco era casi tan repugnante como tratar de hacerme

pasar por un moro, pero al final acepté.

-Lo hago por ti, desde luego, cuatl Alonso.

-Este español repugnantemente blanco te lo agradece me contestó con una aspereza equiparable a la mía.

-Te pido disculpas -le dije-. Tú personalmente no eres así. Sin embargo, dime una cosa, si haces el favor.

Tú siempre hablas de españoles blancos o de blancos españoles. ¿Significa eso que hay españoles en

alguna parte que no son blancos? ¿O que hay otras personas blancas además de los españoles?

-Puedes estar seguro, Juan Británico, de que los españoles son blancos. A menos que uno exceptúe a los

judíos de España que se convirtieron al cristianismo. El os suelen ser de tez algo oscura y grasienta. Pero

sí, en efecto, hay muchos otros pueblos de gente blanca además de los españoles: aquel os que habitan

las naciones de Europa.

-¿Europa?

-Es un continente grande y espacioso del cual España es sólo un país. Algo parecido a lo que antes era

vuestro Unico Mundo... un extenso territorio ocupado por numerosas naciones todas el as diferentes entre

sí. No obstante, los pueblos nativos de Europa son blancos.

-Entonces, ¿son iguales en calidad los unos y los otros...? ¿E iguales a vosotros, los españoles? ¿Son

también cristianos? ¿Todos el os son igualmente superiores a las personas que no son blancas?

El notario se rascó la cabeza con la pluma de pato con la que había estado escribiendo.