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Nunca lo hice, ni entonces ni nunca, pero me esforcé todo lo que pude por parecer contrito y arrepentido al

día siguiente cuando volví a la clase. Y continué asistiendo a el a por un motivo que no tenía nada que ver

con comparar supersticiones religiosas, ni con sondear los modos de pensar y el comportamiento

españoles, ni con l evar adelante mis planes de revolución. Ahora asistía a aquel a clase sólo para ver a

Rebeca Canal uza y para que el a me viera a mi. Todavía no había hecho yo el acto de ahuilnema ni con

mujer blanca ni con mujer negra, y quizá nunca tuviera ocasión de hacerlo con ninguna de las dos. Pero en

la persona de Rebeca Canal uza, yo Podría, en cierto modo, probar ambas clases de mujer de una sola

vez. Es decir, el a era lo que Alonso había clasificado como mulato "terco", el fruto de la unión entre un moro

y un blanco.

Al haber de momento tan pocas mujeres negras en Nueva España, el padre de Rebeca debía de haber sido

la parte negra del acoplamiento y su madre alguna pelandusca o mujer española perversamente curiosa.

Pero la madre había contribuido poco a la configuración de Rebeca, lo que no era de extrañar; tampoco la

leche de coco vertida en una taza de chocólatl lo aclara en absoluto.

Por lo menos la muchacha había heredado de su madre un pelo decentemente largo y ondulado, no

aquel os rizos de musgo de las moras de pura sangre. Pero en todo lo demás. ayya, tenía la nariz plana y

ancha con agujeros grandes, los labios abultados en exceso y de color púrpura, y el resto de lo que yo

podía ver de el a era exactamente del mismo color que un grano de cacao. Además tuve que suponer que

las hembras moras maduran a muy temprana edad, porque Rebeca era sólo una niña de once o doce años,

e incluso resultaba pequeña para esa edad, pero ya tenía las curvas de una mujer, considerables pechos y

unas nalgas que sólo podían calificarse de protuberantes. Y además las miradas que me echaba ponían en

evidencia las codiciosas valoraciones que hacen las mujeres que están maduras para emparejarse.

Todas esas cosas podía verlas yo por mi mismo. Lo que no podía adivinar era el motivo de su nombre, que

era despectivo, burlón e incluso degradante. No tanto su nombre de pila, Rebeca. Entre las pequeñas y

edificantes historias de la Biblia que nos contaba tete Diego de vez en cuando, ya había mencionado a la

bíblica Rebeca, y la única cosa mala que yo podía recordar de el a era que parecía que se la sobornaba con

facilidad con chucherías de oro y plata. Pero el apel ido Canal uza significa vagancia, bel aquería y lascivia.

Y si ese era el apel ido de la madre de Rebeca.., bueno, ciertamente le encajaba muy bien. Sin embargo,

¿cómo, me preguntaba yo sin cesar, habría adquirido la madre de Rebeca ese nombre antes de meterse en

la cama con un hombre negro?

Sea como fuere, la primera vez que aparecí por el colegio con camisa de manga larga, pantalones y botas

altas de becerro, a aquel a pequeña negra un poco marrón l amada Rebeca Canal uza se le pusieron los

ojos ardientes, posiblemente porque el a siempre había l evado atuendo español y debió de pensar que yo

la estaba emulando, y empezó a seguirme literalmente, a sentarse a mi lado en clase, en el banco que yo

ocupase, fuera el que fuese, y a ponerse de pie junto a mí en las poco frecuentes ocasiones en que yo

asistía a misa. A mí no me importaba. No había disfrutado ni siquiera de una mujer de la cal e desde que

me marché de Aztlán y, aparte de eso, sentía una curiosidad tan perversa como la que debió de sentir la

madre de Rebeca con su negro al pensar: "¿Cómo será?" Yo tan sólo deseaba que Rebeca fuera un poco

mayor y mucho más bonita. No obstante, le devolví las miradas, luego las sonrisas y finalmente acabamos

por conversar, aunque su español era mucho más fluido que el mío.

-El motivo de mi horrible nombre -me explicó en respuesta a una pregunta mía- es que soy huérfana.

Cuáles fueron los nombres de mi padre y de mi madre, nunca lo sabré. Me abandonaron, igual que a

muchos otros niños, a la puerta del Refugio de Santa Brígida, el convento de monjas, y al í he vivido desde

entonces. Las monjas que se encargan de nosotros, los huérfanos, obtienen cierto extraño placer en

otorgarnos nombres indignos para marcarnos así como hijos de la vergüenza.

He ahí un aspecto de las costumbres españolas que yo había encontrado antes. Entre nosotros los indios,

desde luego, había niños que sufrían la pérdida del padre, de la madre de ambos a causa de la guerra, de

la enfermedad o de cualquier otro desastre. Pero no teníamos una palabra para designar al "huérfano" en

ninguna lengua nativa que yo conociera. Y eso era porque a ningún niño se le abandonaba, se le expulsaba

ni se le encajaba a la fuerza en la comunidad. Cada uno era querido por nosotros, y cualquiera de el os que

quedara solo en el mundo era, en el mismo instante y con gran anhelo adoptado por algún hombre y su

esposa, ya fuera porque por desgracia no tuvieran hijos o porque tuvieran un hogar rebosante de otras

criaturas.

-Por lo menos a mí me pusieron un nombre de pila bastante decente -continuó explicándome Rebeca-.

Pero a ese gris que está ahí, un poco más al á -y me lo indicó discretamente-. al muchacho pardo, a ese tan

feo que también es un huérfano que vive en el refugio, las monjas le pusieron Niebla Zonzón.

-¡Ayya! -exclamé, sin saber si reírme o apiadarme-. Los dos nombres que tiene significan apagado,

nebuloso, estúpido!

-Y, ay de mí, lo es -dijo Rebeca con una sonrisa nacarada-. Bueno, ya lo has oído balbucear, tartamudear y

perder el hilo aquí en clase.

-De cualquier modo, las monjas os proporcionan a los huérfanos una educación -le indiqué-. Si es que la

instrucción religiosa puede l amarse educación.

-Para mi lo es -reconoció Rebeca-. Estoy estudiando para hacerme monja cristiana yo también. Para l evar

el velo.

-Creí que eran sandalias -comenté, confundido.

-¿Qué?

-Nada. ¿Qué significa eso de l evar el velo?

-Que me convierto en la esposa de Cristo.

-Creía que estaba muerto.

-Desde luego, no escuchas con mucha atención lo que dice nuestro tete, ¿verdad, Juan Británico? -me dijo

el a con tanta severidad como Alonso-. Me convertiré en la esposa de Cristo sólo de nombre. Todas las

monjas se l aman así.

-Bueno, es mejor que el nombre Canal uza -observé-. ¿También el feo pardo l amado Niebla Zonzón

cambiará de nombre?

-¡Cielos.., no! -exclamó Rebeca riéndose-. No tiene cerebro suficiente para ser religioso de ninguna orden.

Cuando sale de esta clase, ese pobre simple, Zonzón, se va a un sótano donde se prepara para ser

aprendiz de curtidor de pieles. Por eso siempre huele tan mal.

-Dime, pues -le pedí-, ¿qué l eva consigo ser la esposa de un diosecil o muerto?

-Significa que, como cualquier otra esposa, me consagro sólo a él para el resto de mi vida. Renuncio a todo

hombre mortal, a todo placer, a toda frivolidad. En cuanto esté confirmada y haya hecho la primera

comunión me convertiré en novicia del convento. Y a partir de ese momento me dedicaré tan sólo al deber,

a la obediencia, al servicio. -Bajó los ojos para desviarlos de los míos-. Y a la castidad.

-Pero ese momento no ha l egado todavía -le comenté yo con suavidad.

-Pero l egará pronto -respondió el a, aún con los ojos bajos.

-Rebeca, yo soy casi diez años mayor que tú.

-Eres guapo -me dijo sin levantar los ojos-. Te tendré a ti para recordar durante todos esos años en que no