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-¿Qué es un muel e? -le pregunté.

-Una hoja estrecha de metal delgado enrol ada fuertemente por esta l ave. -Me enseñó la l ave y luego la

utilizó para dibujar en la tierra, a nuestros pies, una pequeña y apretada espiral-. Ese es el aspecto que

tiene el muel e, y cada arcabucero l eva consigo una l ave. -Insertó la suya en un agujero en lo que él

l amaba "la cámara", dio vuelta a la l ave una o dos veces y oí un sonido débil y rasposo-. Ahí tienes, la

rueda está lista para girar. Y ahora, esto de aquí lo l amamos garra de gato. -Era otra pequeña pieza de

metal, que no se parecía en nada a una garra de gato, sino que más bien tenía la forma de la cabeza de un

pájaro que estuviese sujetando con el pico un grano de grava-. Esa piedra -me explicó el soldado- es una

pirita.

Y yo reconocí un fragmento muy pequeño de lo que nosotros l amamos "oro falso".

-Ahora amartil amos la garra de gato hacia atrás, lista para golpear -continuó explicando mientras apretaba

hacia atrás y producía un chasquido-, y otro muel e la retiene al í. Luego, fíjate, aprieto el gatil o, la rueda

gira y en el mismo instante la garra de gato hace que la pirita golpee contra la rueda y verás que produce

una rociada de chispas.

Eso fue exactamente lo que ocurrió, con lo que el soldado pareció más orgul oso que nunca.

-Pero -observé- no ha habido destel o ni ruido, y tampoco ha salido humo por el tubo.

Se echó a reír con indulgencia.

-Eso es porque yo aún no había cargado el arcabuz ni había cebado la cazoleta. -Sacó dos grandes bolsas

de cuero y de una de el as dejó caer en la palma de mi mano un montoncito de polvo de color oscuro-. Esto

es la pólvora. Mira, ahora vierto una medida exacta de el a por la boca del cañón, y detrás meto un trozo

pequeño de trapo. Luego, de esta otra bolsa cojo un cartucho. -Me enseñó un saquito transparente, como

un pedazo de intestino de animal atado, rel eno de pequeñas bolitas de metal-. Para disparar a enemigos o

a animales grandes, desde luego, utilizamos una bala grande y redonda. Pero para los pájaros utilizamos

cartuchos de perdigones. -Luego, con una varil a larga de metal apretó con fuerza todo el contenido al í

dentro-. Y por último, pongo sólo un toque de pólvora aquí, en la cazoleta. -Aquél a era una cazuela

pequeña que sobresalía de la cámara como un estante, donde las chispas procedentes de la rueda y el oro

falso la golpearían-. Observarás -concluyó- que aquí hay un agujero estrecho que va desde la cazoleta

hacia el interior del cañón, donde está comprimida la carga de pólvora. Y ahora mira, enrosco el muel e y tú

aprietas el gatil o.

Me arrodil é con curiosidad, timidez y temor entremezclados junto al arma cargada. Pero la curiosidad podía

más, porque yo había ido al í y había abordado al soldado precisamente con esa intención. Pasé el dedo

por la protección del gatil o, que estaba debajo de la cámara del arcabuz, lo doblé en torno a aquél y apreté.

La rueda giró, la garra de gato se soltó, las chispas se desparramaron, se oyó un ruido como un gruñidito

enojado, una polvareda de humo salió de la cazuela l ena de pólvora... y luego el arcabuz retrocedió y yo

me encogí como un loco mientras la boca del arma rugía y escupía una l ama, una flor de humo azul y, no

me cupo la menor duda, todas aquel as bolitas de metal que causaban la muerte. Cuando me hube

recuperado del susto y el ruido dejó de resonarme en los oídos, vi que el joven soldado se estaba riendo de

buena gana.

-¡Caspita! -exclamó-. Apuesto a que serás el primero y el único indio que dispare alguna vez una arma así.

No le cuentes a nadie que te he dejado hacerlo. Ven, puedes estar mirando mientras cargo todos los

arcabuces para la próxima descarga.

-Entonces la pólvora es el componente esencial absoluto del arcabuz -observé mientras seguía al soldado-.

La cámara, la rueda, los gatos y demás sólo son para hacer que la pólvora actúe del modo que deseas.

-En efecto, así es -dijo él-. Sin la pólvora no habría armas de fuego en el mundo. Ni arcabuces, ni granadas,

culebrinas, petardos. Ni siquiera triquitraques. Nada.

-Pero ¿qué es la pólvora? ¿Con qué se hace?

-Ah, mira, eso no te lo voy a decir. Ya me he arriesgado bastante dejándote jugar con el arcabuz. Las

órdenes son que a ningún indio se le permita manejar arma alguna de los hombres blancos, y el castigo

que recibiría por el o sería espantoso. De ninguna manera puedo revelar la composición de la pólvora.

Debí de parecer abatido, porque el soldado se echó a reír una vez más y añadió:

-Pero te diré una cosa. La pólvora es, obviamente, propiedad de los hombres, para uso varonil. Pero fíjate si

es raro, uno de sus ingredientes es una contribución muy íntima de las señoras.

Continuó riéndose mientras trabajaba, y yo me alejé de al í. No hizo caso de mi partida ni se fijó en que la

pequeña cantidad de pólvora que me había vertido en la mano había ido a parar a la bolsa de mi cinturón,

ni en que yo había cogido una de las l aves para darle vueltas a la rueda que había encontrado junto a uno

de los otros arcabuces. Con aquel os artículos encima me dirigí a la catedral a toda prisa, porque se me

podía olvidar algún detal e de las invenciones que me había mostrado. Era pasada la hora de completas

cuando l egué a la habitación de trabajo de Alonso, por lo que el notario ya no se encontraba al í, lo más

probable era que estuviese ocupado en sus devociones. Encontré un pedazo en blanco de papel de

corteza, y con un carboncil o empecé a dibujarlo todo: el gatil o y su protección, la garra de gato, la rueda, la

espiral de muel e...

-¿Has vuelto para trabajar a estas horas tan avanzadas de la noche, Juan Británico? -me preguntó Alonso

nada más entrar por la puerta.

Logré no asustarme ni parecer sobresaltado.

-Sólo estoy practicando algunas palabras imágenes mías -le dije con informalidad mientras arrugaba el

papel y lo conservaba así en la mano-. Tú y yo traducimos tanto el trabajo de otros escribas que me ha

entrado miedo de que se me estuviera olvidando la habilidad. Así que como no tenía nada mejor que hacer

he vuelto aquí para practicar.

-Me alegro de que lo hayas hecho. Me gustaría preguntarte una cosa.

-A su servicio, cuatl Alonso -dije yo confiando no parecer cauteloso.

-Vengo de una reunión con el obispo Zumárraga, el archidiácono Suárez-Begega, el ostiario Sánchez-

Santoveña y varios otros custodios. Todos están de acuerdo en que ya es hora de que se provea a la

catedral de muebles y vasijas más dignos y esplendorosos. Hemos estado utilizando parafernalia portátil

únicamente porque dentro de poco tiempo hay que construir una catedral nueva. No obstante, ya que hay

artículos como el cáliz y la custodia, el píxide y la pila de agua bendita, e incluso otros objetos más grandes,

como una reja entre la nave y el coro y una pila bautismal, que pueden trasladarse fácilmente al nuevo

edificio, se ha acordado que nos procuremos esas cosas, y que todas sean de la calidad que le

corresponde a la catedral.

-Supongo que no estarás pidiendo mi aprobación.

Sonrió.

-Desde luego que no. Pero puedes sernos de ayuda, pues sé que te dedicas a deambular con frecuencia

por la ciudad. Estos bienes y accesorios deben ser de oro, plata y gemas preciosas. Tu pueblo solía ser

muy diestro, casi sublime, en la realización de tales obras. Antes de enviar a un pregonero por las cal es

para pedir que un maestro joyero se presente ante nosotros, he pensado que quizá tú pudieras sugerirnos