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Citlali se ruborizó, l ena de vergüenza, y dijo:

-Bueno, por lo menos como mi orina. Verás, Tenamaxtli, nosotros sólo tenemos un retrete público aquí, en

esta cal e, y sólo las mujeres impúdicas van al í a orinar. La mayoría de nosotras usamos orinales axixcaltin,

y cuando están l enos, vamos y los vaciamos en ese pozo ciego.

-Pero estoy seguro de que nadie, ni siquiera las mujeres españolas, orina polvo -le dije-. A no ser, Citlali,

que tú seas un ser humano fuera de lo corriente.

-¡Pues no lo soy, so bobalicón! -me aseguró con enfado fingido, aunque volvió a ruborizarse-. Sin embargo,

he notado que mientras el xitli se asienta sin que se le moleste entre uno y otro vaciado, en el fondo del

axixcali se convierte en un tipo de cristales blanquecinos.

La miré con fijeza mientras meditaba sobre lo que decía.

-Igual que se forma un musgo o un sarro en el fondo de una jarra de agua -me explicó como si me

considerase tan torpe que necesitase una explicación sencil a e ilustrada.

Continué mirándola, lo que hizo que se pusiera todavía más colorada.

-Esos cristales de los que hablo -continuó diciendo Citlali-, si se molieran muy finos en una piedra metíatí se

transformarían en polvo, exactamente igual que esos granos que tienes ahí.

-Puede que hayas dado en el clavo, Citlali -le indiqué casi sin aliento.

-¿Qué? -exclamó su marido-. ¿Crees tú que por eso el soldado habló de las mujeres en relación con el

polvo secreto?

-En íntima relación -le recordé.

-Pero ¿sería diferente en algo el xitli femenino del de un varón?

-En un aspecto, al menos yo estoy seguro de que lo es, y tú también. Debes de haber visto que cuando un

hombre orina al aire libre, sobre la hierba, ésta no se ve afectada en absoluto. Pero dondequiera que orina

una mujer, la hierba se pone marrón y después se muere.

-Tienes razón -dijeron al unísono Netzlin y su esposa.

Luego él añadió:

-Es algo tan corriente que nadie habla nunca de el o.

-Y el carbón vegetal también es una cosa muy corriente -le recordé-. Y también lo es el azufre volcánico

amaril o. Es razonable que algo tan corriente como el xitli de hembra pueda constituir el tercer ingrediente

de la pólvora. Citlali, perdona mi audaz grosería, pero ¿podrías prestarme tu orinal axixcali durante algún

tiempo para que haga unos experimentos con su contenido?

La cara se le puso aún más roja, pudiera ser que ahora el rubor le l egase hasta el tenso vientre, pero se

echó a reír sin el menor apuro.

-Haz con el o lo que quieras, hombre absurdo. Pero, por favor, devuélveme el orinal. Ahora que el niño ha

de l egar en cualquier momento, tengo más necesidad que nunca de él.

Me hicieron falta las dos manos para transportar el recipiente de arcil a, que estaba tapado pero producía

un chapoteo audible, mientras volvía al mesón; y algunos transeúntes me dirigieron unas miradas muy

extrañas por el camino, porque la gente reconoce un axixcali cuando lo ve.

Sí, durante aquel tiempo yo había estado viviendo en el mesón, o por lo menos al í dormía y hacía las

comidas, igual que Pochotl, mientras otros huéspedes venían y se marchaban. De modo que, como me

sentía culpable de mi dependencia, igual que una sanguijuela, respecto de los frailes de San José, a

menudo me unía a Pochotí para ayudarlos a limpiar aquel lugar, a traer leña para el fuego, a remover y

servir la sopa y cosas así. Quizá yo pensara que los frailes consideraban con indulgencia mi prolongado

alojamiento al í porque sabían que asistía a las clases que tenían lugar al lado. Pero consideraban con la

misma indulgencia el hecho de que Pochotí residiera al í de forma perpetua, de modo que era evidente que

no mostraban parcialidad alguna conmigo. En mi opinión estaban l evando la caridad hasta la benevolencia.

Aunque yo era uno de sus principales beneficiarios, aquel día, al volver de casa de Netzlin y Citlali, tuve la

osadía de preguntar a uno de los frailes que servían la sopa acerca de el o.

Perplejo, comprobé que el fraile me habló literalmente con desprecio.

-¿Crees que hacemos todo esto por vosotros, holgazanes, gandules? -gruñó-. Lo hacemos en el nombre de

Dios, por nuestras almas. Nuestra orden manda que nos degrademos, que trabajemos entre los más

humildes de los humildes, entre los más asquerosos de los asquerosos. Yo estoy aquí, en este mesón,

porque son tantos los hermanos de la orden que se han ofrecido voluntarios para ir a la leprosería que ya

no hay sitio para mí. Tuve que colocarme para serviros a vosotros, indios haraganes. Y eso hago, y al

hacerlo acumulo méritos para el cielo. Pero una cosa que no tengo que hacer es tratar con vosotros. Así

que vuelve con tus vagos compañeros de piel roja.

Bueno, me dije, la caridad se presenta de muy variada guisa. Me pregunté si las monjas de Santa Brígida

sentirían un desprecio semejante por los huérfanos multicolores que tenían a su cargo; los cuidaban

ostensiblemente en el nombre de su Dios, pero en realidad lo hacían con la esperanza de obtener

recompensa en el más al á. También me pregunté si Alonso de Molina se habría portado bien conmigo y me

habría ayudado por ese mismo motivo. Estos pensamientos, naturalmente, reforzaron mi resolución de no

adoptar una religión tan estúpida como aquél a. Ya era bastante desgracia que mi tonali hubiera decretado

que yo naciera en el Unico Mundo precisamente cuando tenía que compartir mi vida con aquel os

cristianos; bueno, pues ciertamente no tenía intención de pasarme la otra vida entre el os.

Sin sentirme culpable ya, pero sí avergonzado de mi mismo por haber aceptado la poco generosa caridad

de los frailes, decidí marcharme del mesón. Los que gobernaban la catedral me habían estado pagando

sólo una miseria por el trabajo que hacía con el notario Alonso, aparte de los extras que habían pagado

para mis tres prendas de atuendo españoclass="underline" camisa, pantalones y botas. Sin embargo, de mi sueldo yo sólo

había gastado un poquito de vez en cuando para comprarme una comida extra a mediodía; así que mis

ahorros me permitían alojarme en una de las hosterías baratas para nativos situadas en aquel os barrios

l amados colaciones. Me eché en el jergón decidido a que aquél a fuera la última noche que dormiría al í, y

que por la mañana recogería mis escasas pertenencias, entre las que ahora se contaba el axixcali de Citlali,

y me marcharía. No obstante, tan pronto hube tomado aquel a decisión resultó que alguien ya la había

tomado por mi; sin duda la habían tomado esos mismos dioses traviesos y entrometidos que durante tanto

tiempo venían pisándome los talones.

En mitad de la noche me despertaron, igual que a los demás que estábamos en el dormitorio de hombres,

los gritos del anciano guardián a quien dejaban los frailes para que vigilase los locales cuando el os

marchaban.

-¡Señor Tennamotch! ¿Hay aquí un señor bajo el nombre de Tennamotch?.

Yo sabía que se refería a mí. Mi nombre, como muchas otras palabras en náhuatl, siempre era un

verdadero trabalenguas para los españoles, en particular porque son incapaces de pronunciar el suave

sonido "sh" representado por la letra x con la que el os escriben mi nombre. Me levanté atropel adamente

del jergón, me eché encima el manto y bajé por las escaleras hasta el lugar donde estaba parado el viejo.

-¿Señor Tennamotch? -ladró, enojado porque lo hubieran molestado-. Hay aquí una mujer insistente e

inoportuna. La vejezuela demanda a hablar contigo.