necesito hacerlas. El buen sacerdote me las regala.
Solté el aliento y dejé escapar un suspiro de alivio.
-¡Maravil oso! -exclamé-. Por una vez los dioses amantes de las coincidencias han sido magnánimos. Debo
decir, Pochotl, que tú estás teniendo más éxito que yo.
Y le estuve hablando de mis desalentadores experimentos con la pólvora.
Pochotl se quedó pensando durante unos instantes y luego me sugirió:
-Quizá no estés experimentando en las condiciones adecuadas. Por la descripción que me has hecho del
funcionamiento del arcabuz, creo que no puedes juzgar la eficacia de la pólvora hasta que la embutas bien
apretada en un espacio reducido antes de aplicarle fuego.
-Es posible -convine-. Pero es que sólo dispongo de unos cuantos pel izcos de pólvora con los que trabajar.
Pasar mucho tiempo antes de que pueda fabricar la suficiente como para embutirla en ninguna parte.
Sin embargo, precisamente al día siguiente los dioses de la coincidencia organizaron otro avance feliz en
mi proyecto. Como le había prometido a Citlali, yo cada día pasaba un rato en el puesto que Netzlin tenía
en el mercado. Eso requería poco esfuerzo por mi parte, excepto estar al í de pie, entre los cestos,
esperando a que un cliente desease comprar uno. Citlali me había dicho el precio que esperaba que
pagasen por cada uno en granos de cacao, en retazos de hojalata o en monedas maravedíes, y el cliente
podía juzgar la calidad sin que hiciera falta que yo se la señalase. Los clientes incluso podían verter agua
en cualquiera de los cestos de Citlali para probarlo; todos estaban tan bien tejidos que el agua no se salía, y
no digamos si dentro se ponían semil as, harina o cualquier otra cosa que pudieran contener. Puesto que no
tenía otra cosa que hacer, entre un cliente y otro me pasaba el tiempo conversando con los transeúntes,
fumando picíetl con los vendedores de otros puestos o, como estaba haciendo el día en que ocurrió lo que
voy a contar, vertiendo sobre el mostrador de mi puesto montoncitos de polvo de carbón, azufre y xitli para
poder meditar reposadamente sobre el os y el infinito número de sus posibles combinaciones.
-¡Ayya, cuatl Tenamaxtli! -bramó una voz campechana, fingiendo estar l ena de consternación-. ¿Es que vas
a hacerle la competencia a mis mercancías?
Levanté la vista. Era un hombre l amado Pelolo , un mercader pochtécatl a quien yo conocía de encuentros
anteriores. Venía regularmente a la Ciudad de México para traer los dos productos principales de su
Xoconochco natal, esa costera Tierra Caliente situada muy al sur, de donde procedía la mayor parte de
nuestro algodón y de nuestra sal desde mucho antes de que los hombres blancos pusieran los pies en el
Unico Mundo.
-¡Por Iztocíuatl! -exclamó, invocando a la diosa de la sal al tiempo que apuntaba hacia mi patético montón
de granos blancos que estaban extendidos sobre el mostrador-. ¿Es que intentas derrotarme en mi propio
negocio?
-No, cuatl Pelolo -le contesté sonriendo con tristeza-. Esta no es una sal que alguien quiera comprar.
-Tienes razón -reconoció tras l evarse unos granos a la lengua antes de que yo pudiera detenerle y decirle
que era puramente esencia de orina. Pero luego, cosa que me sorprendió, añadió-: No es más que la
primera cosecha amarga, lo que los españoles l aman salitre. Se vende tan barata que apenas te daría para
vivir.
-Ayyo -resol é-. ¿Reconoces esta sustancia?
-Pues claro. ¿Y quién que fuera del Xoconochco no la reconocería?
-Entonces, ¿en el Xoconochco hervís la orina de las mujeres?
Aquel hombre pareció no comprender.
-¿Qué?
-Nada. No importa. Has l amado a ese polvo "primera cosecha". ¿Qué significa eso?
-Lo que su nombre indica. Algunos creen que nosotros, sencil amente, metemos una pala en el mar y
filtramos la sal directamente de al í. Pues no. Hacer sal es un proceso bastante más complicado. Nosotros
ponemos diques para separar las partes menos hondas de nuestras lagunas y dejamos que se sequen, sí,
pero luego hay que liberar de impurezas esos terrones, pedazos y copos de sustancia seca. Primero se
tamizan en agua dulce para quitarles la arena, las conchas y las algas. Luego, también en agua dulce, se
hierve la sustancia. De ese hervor inicial se obtienen unos cristales que también hay que tamizar. Esos son
los cristales de la primera cosecha, el salitre, exactamente lo que tienes aquí, Tenamaxtli, sólo que esto
tuyo está pulverizado. Para l egar a obtener la auténtica y valiosísima sal de la diosa hay que l evar a cabo
varias etapas más de refinamiento.
-Has dicho que este salitre se vende, y muy barato.
-Los granjeros del Xoconochco lo compran exclusivamente para esparcirlo sobre los campos de algodón.
Dicen que así aumenta la fertilidad de la tierra. Los españoles emplean de algún modo el salitre para hacer
sus curtidos. No sé qué uso estarás pensando en darle tú...
-¡En curtidos! -mentí-. Sí, eso es. Estoy pensando en añadir a mis existencias mercancías de cuero fino.
Pero no sabía dónde conseguir el salitre.
-Con mucho gusto te traeré una carga entera de tamemi en mi próximo viaje al norte -dijo Pelolo -. Barato
es, pero a ti no te cobraré nada. Tú eres un amigo. Me fui a casa a todo correr para anunciar la buena
noticia. Sin embargo, con la excitación, lo hice con poca elegancia. Me precipité por la cortina de la puerta
gritando:
-¡Ya puedes dejar de orinar, Citlali!
Mi poco elegante entrada la sumió en un paroxismo de risa tal que pasó un buen rato antes de que Citlali
pudiera decir con voz jadeante:
-Una vez... te l amé. - - absurdo. Me equivoqué. Estás completamente xolopitli!
Y pasó aún un rato más antes de que yo pudiera hacer acopio de ingenio y formulase mi anuncio con otras
palabras, contándole la gran fortuna que había caído sobre mi.
Citlali me dijo con timidez, y eso que el a rara vez se mostraba tímida:
-Quizá debiéramos hacer una pequeña celebración. Para mostrar agradecimiento a la diosa de la sal
Jztociuatl.
-¿Una celebración? ¿De qué clase?
Todavía con timidez, pero ahora ruborizándose ligeramente, me comunicó:
-He estado tomando la raíz en polvo tlatlaohuéhuetl desde hace un mes. Creo que no hace falta que nos
preocupemos por la posibilidad de que haya un accidente si queremos probar esa tan cacareada
invulnerabilidad que proporciona.
La miré, iba a decir que "con nuevos ojos", pero no sería verdad. Durante aquel tiempo en que habíamos
estado durmiendo separados en jergones colocados en distintas habitaciones, yo la había deseado, pero
me había comportado virtuosamente y no había dado muestras de el o. Además, había pasado tanto tiempo
desde la última vez que yo había yacido con una hembra, la pequeña y marrón Rebeca, que posiblemente
hubiera recurrido pronto a los servicios de una maátitl. Citlali debió de interpretar mi pequeña vacilación
como reticencia, porque ahora, riéndose, y haciéndome reír a mi también, me dijo con descaro:
-Niez tlalqua ayquicáasitlinema. Que significa: "Te prometo que no orinaré." Y así nos abrazamos, riendo los
dos, cosa que entonces, aprendí por vez primera que era la mejor manera de empezar.
Durante aquel tiempo Ome-Ehécatl había ido creciendo, había dejado de ser un niño de pecho y se había
convertido en una criatura que gateaba y que, después del destete, estaba aprendiendo a dar sus primeros
y vacilantes pasos. Yo siempre esperaba que el día menos pensado Ehécatl se moriría, y sin duda lo mismo