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le ocurría a Citlali, porque una criatura afectada al nacer de una deformidad física tan evidente suele tener

otros defectos que no son visibles, por lo que es corriente que muera muy joven. Durante la infancia de

Ehécatl sólo se hizo evidente otra deficiencia, y es que la criatura nunca aprendió a hablar, lo que

posiblemente fuese signo también de sordera. Aquel o quizá perturbase a Citlali más que a mí; a mí,

francamente, me complacía que la criatura nunca l orase tampoco. Sea como fuere, parecía que el cerebro

le funcionaba lo suficientemente bien. Mientras aprendía a andar, Ehécatl también aprendió a moverse con

habilidad por la casa, y en seguida aprendió a virar para no acercarse al fuego del hogar. Siempre que

Citlali decidía l evar a la criatura a hacer ejercicio fuera de la casa, la ponía de pie en la cal e, la situaba en

la dirección adecuada y le daba un suave empujón. Entonces la criatura, impávida, comenzaba a caminar

insegura y en línea recta por el medio de la cal e, confiada en que su madre se había cerciorado de que no

hubiese ningún obstáculo en el camino. Desde luego, Citlali siempre era amable y buena con todo el

mundo, pero yo creo que además tenía sentimientos maternales, incluso para un retoño como Ehécatl.

Mantenía siempre limpia a la criatura, vestida con pulcritud... y bien alimentada, aunque al principio la

criatura había tenido dificultad en encontrar la teta de Citlali y más tarde le había costado aprender a

manejar la cuchara. Los demás niños de la vecindad me sorprendieron bastante con su actitud. Parecían

considerar a Ehécatl como una especie de juguete... no un ser humano como el os, desde luego, pero

tampoco tan inerte como la paja o un muñeco de arcil a, aunque nunca se mostraron ofensivos ni se

burlaron. En conjunto, al mismo tiempo que conseguía vivir más de lo que suelen semejantes

monstruosidades, Ehécatl pasó aquel os años del modo más agradable que un lisiado incurable hubiera

podido esperar.

Yo sabía que la principal preocupación de Citlali por la criatura era la cuestión de la otra vida, ya fuera

Ehécatl a parar al í pronto o tarde. Lo más probable es que Citlali tuviese también cierta preocupación por

su propia vida del más al á. ninguna persona en el Unico Mundo está necesariamente condenada a la nada

de Mictían después de la muerte -como lo están los cristianos al infierno- sólo porque haya nacido, haya

vivido y haya muerto. Sin embargo, para asegurarse de que uno no va a zambul irse en Mictían y para

merecer residir después en el Tonatiucan del dios del sol o en alguno de los otros apetitosos mundos del

más al á pertenecientes a otros dioses benefactores, hay que haber hecho necesariamente algo en la vida.

La única esperanza que un niño tiene de poder hacerlo es sacrificándose, es decir, que sus padres lo

sacrifiquen, para apaciguar el hambre y la vanidad de un dios u otro. Pero ningún sacerdote habría

aceptado un objeto inútil como Ehécatl como ofrenda ni siquiera al más insignificante de los dioses. La

mejor manera que tiene un hombre adulto de alcanzar la vida del más al á que desee es muriendo en la

batal a o en el altar de un dios, o l evando a cabo alguna hazaña lo bastante notable como para complacer

a los dioses. Una mujer adulta también puede morir como sacrificio a un dios, y algunas han realizado

hazañas tan dignas de elogio como las de cualquier hombre, pero la mayoría han merecido su lugar en

Tonatiucan o en Tlálocan, o donde sea, simplemente por ser madres o hijas cuyo tonali las ha destinado a

el as a ser guerreras, ofrendas de sacrificios o bien madres. Ome-Ehécatl nunca podría ser ninguna de esas

cosas, y es por el o que digo que Citlali debía de albergar cierta inquietud acerca de las perspectivas que su

retoño tenía después de la muerte.

11

Algunos meses después de nuestro anterior encuentro en el mercado, el pochtécatl Pololo volvió de nuevo

del Xoconochco. Trajo consigo un tamemi cargado con un gran saco del salitre de "primera cosecha" y me

lo regaló con solemnidad, e incluso le ordenó al porteador que lo l evase hasta mi casa. Y al í empecé a

dedicar todos los ratos que tenía libres a probar distintas mezclas y proporciones de los polvos negros,

blancos y amaril os, apuntando por escrito cada experimento que hacía. Ahora disponía de mucho más

tiempo libre que antes, porque a Pochotl y a mi nos habían despedido de nuestras obligaciones en la

catedral.

-Es porque la Iglesia tiene un Papa nuevo en Roma -me explicó el notario Alonso en tono de disculpa-. El

antiguo papa Clemente Séptimo ha muerto, y ahora le ha sucedido el papa Paulo Tercero. Acaban de

informarnos de su toma de posesión y de las primeras instrucciones que ha dirigido a todo el clero católico

cristiano del mundo.

-No parece complacerte la noticia, cuatl Alonso -observé.

Hizo una mueca amarga.

-La Iglesia ordena que todo sacerdote sea célibe, casto y honorable... o por lo menos que finja serlo. Eso,

desde luego, debe aplicarse también al Papa, que es el sacerdote más alto de todos. Pero es bien sabido

que, mientras sólo era el padre Farnesio, comenzó su escalada a través de la jerarquía eclesiástica

mediante ese procedimiento que la gente más grosera l ama "lamerle el culo al patrón" - Es decir, metió a

su propia hermana, Giulia la Hermosa, en la cama con el anterior papa Alejandro Sexto, y con el o se ganó

sustanciales ascensos. Y por su parte este papa Paulo en modo alguno ha sido célibe durante su vida.

Tiene numerosos hijos y nietos. Y a uno de el os, a un nieto l amado Paulo, lo ha nombrado, nada más

acceder al papado, cardenal de Roma. Y ese nieto sólo tiene catorce años.

-Interesante -dije yo aunque en realidad no me lo parecía demasiado-. Pero ¿qué tiene que ver eso con

nosotros, los que estamos aquí?

-Entre las instrucciones que ha dado, el papa Paulo ha decretado que las diócesis empiecen a restringir los

gastos. Eso significa que ya no podemos seguir financiando ni siquiera un lujo tan pequeño como es el

trabajo que tú estás haciendo conmigo en los códices. Además, el Papa se ha dirigido en particular al

obispo Zumárraga para l amarle la atención sobre un asunto que él l ama "derrochar" oro y plata en

"perifol os". El Papa ha decretado que los metales preciosos que la Iglesia ha adquirido aquí, en Nueva

España, sean repartidos entre los obispados menos dotados. O eso dice él.

-¿Tú no le crees?

Alonso dejó escapar un largo resoplido.

-Sin duda estoy predispuesto a desconfiar de él a causa de lo que sé de su vida personal. No obstante, me

suena como si el Papa se estuviera apropiando del quinto real de los tesoros de Nueva España. Sea como

fuere, por eso es por lo que Pochotl debe abandonar el maravilloso trabajo de joyería que está realizando

para nosotros, y tú, tu ayuda con las traducciones.

Le sonrei.

-Cuatl Alonso, los dos, tú y yo, sabemos que hace mucho tiempo que, sencil a y compasivamente, te

inventas trabajos para que yo los haga. Por suerte, tengo algunos ahorros. Creo que la viuda, el huérfano y

yo, pues a el os los mantengo, no sufriremos excesivas penurias porque yo deje este empleo.

-Sentiré verte partir, Juan Británico. Sin embargo, te recomiendo encarecidamente, ahora que no estarás

ocupado aquí, que aproveches bien ese tiempo del que dispondrás y reanudes tus estudios cristianos con

el padre Diego.

-Es muy considerado y cariñoso por tu parte recomendarme que haga eso -le dije.