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En realidad, así lo pensaba, pero no le prometí nada. Alonso suspiró y luego volvió a hablar:

-Me gustaría entregarte un pequeño regalo a modo de despedida. -Levantó un objeto bril ante que sujetaba

los papeles que había sobre la mesa-. Todo el mundo posee una cosa como ésta hoy día, me refiero a

todos los españoles, pero ésta en particular me la dio aquel pobre hereje a quien tú y yo vimos ejecutar a la

puerta de esta catedral hace cuatro o cinco años.

Ayya, pensé, mi propio padre le había hecho aquel regalo y ahora él me lo regalaba a mi. Alonso me lo

entregó; era un pedazo de cristal del tamaño de la palma de mi mano, circular y suavemente pulido. Yo

todavía tenía aquel otro cristal que me había legado mi padre de forma involuntaria, y lo guardaba a buen

recaudo entre mis pertenencias. Pero aquél era un topacio amaril o, y éste era de cuarzo transparente.

Además éste tenía una forma diferente y estaba suavemente redondeado por ambas caras.

-Aquel anciano me relató cómo había descubierto estos objetos en algún lugar de las tierras del sur -me

explicó Alonso- y los había convertido en utensilios muy populares entre su gente. Ahora las utilizamos

mucho nosotros, los españoles; de hecho son unas cosas muy útiles, pero al parecer vosotros los indios os

habéis olvidado de el as.

-¿Utiles? -le pregunté-. ¿Cómo?

-Observa. -Me la cogió de la mano y la sostuvo en un haz de luz del sol que entraba por la ventana. Con la

otra mano cogió un pedazo de papel de corteza y lo situó de manera que el sol pasara a través del cristal y

diera en el papel. Moviendo el papel y el cristal adelante y atrás, poco a poco hizo que el haz de luz se

convirtiera en un punto bril ante sobre el papel. Y al cabo de un momento muy breve, el papel empezó a

emitir humo en aquel mismo punto donde luego, sorprendentemente, brotó una l ama pequeña pero

auténtica. Alonso la apagó de un soplo y me devolvió el cristal-. Esto es un vidrio que quema -me dijo-.

Nosotros también lo l amamos una lente, porque su forma es igual a la de la legumbre del mismo nombre.

Con el a una persona puede prender fuego sin necesidad alguna de acero ni pirita, y sin la molestia penosa

del pedernal y la yesca. Siempre que bril e el sol, claro está. Confío en que a ti también te resulte útil.

"Ya lo creo que sí", pensé yo, exultante. Era como un regalo de los dioses. No... un regalo de mi padre

Mixtli, que ahora seguramente moraría en Tonatiucan. Tenía que haber estado observándome desde el otro

mundo mientras yo me esforzaba por dominar el proceso de fabricación de la pólvora. Debía de saber por

qué lo hacía y habría decidido hacerme el esfuerzo más fácil. Aunque hacia mucho tiempo que se había ido

y estaba muy lejos de las preocupaciones mortales, mi padre Mixdi debía de estar de acuerdo con mi

intención de librar al Unico Mundo de sus actuales amos extranjeros. Y aquél a era la manera que tenía de

decírmelo desde más al á de las inmensas distancias que nos separan a los vivos de los muertos. Yo no le

comenté nada de aquel o a Alonso de Molina, por supuesto, sólo le dije:

-Te lo agradezco muchísimo, de verdad. Pensaré en ti cada vez que haga uso de la lente. Y luego me

despedí de él. Pochotl no se quedó más desconsolado que yo por el hecho de que lo despidieran como

trabajador de la catedral. Había invertido astutamente los salarios que le habían pagado y se había

construido una casa más que decente y un tal er en una de las mejores colaciones de la ciudad reservada

para asentamiento de los nativos. En realidad su casa estaba al borde de la Traza reservada para los

españoles. Y eran tantísimos los españoles que habían quedado deslumbrados por los artículos que

Pochotl había hecho para la catedral, que ya lo solicitaban continuamente para que les hiciera numerosos

encargos privados.

-Por fin los hombres blancos se afanan por imitarnos en cultura, refinamiento y buen gusto -me dijo-. ¿Te

has fijado, Tenamaxtli? Ya ni siquiera huelen tan mal como antes. Han adquirido nuestra costumbre de

bañarse, aunque quizá no con tanta frecuencia ni tan a conciencia como nosotros. Y ahora han aprendido a

apreciar la clase de joyas que yo siempre he hecho.., mucho más finas y más ingeniosas que las de sus

torpes artesanos. Así que me traen el oro, la plata o las gemas y me dicen lo que quieren... un col ar, un

anil o, la empuñadura de una espada, y me dejan que sea yo quien decida el diseño. De momento ninguno

ha quedado descontento, al contrario, están contentos sobremanera con los resultados, y nadie ha dejado

de pagarme con generosidad. Y tampoco nadie ha hecho comentario alguno por el hecho de que yo me

haya quedado con un poquito del metal sobrante y lo haya guardado para mí.

-Me alegro enormemente por ti. Sólo confió en que te quede algún tiempo libre para...

-Ayyo, si. El arcabuz ya está casi terminado. He acabado las piezas de metal y ahora sólo tengo que

montarlas en la culata de madera. Me ha ayudado mucho, por raro que parezca; el que me hayan

despedido de la catedral. El obispo me ordenó que vaciase y limpiase mis tal eres, y puso vigilancia para

asegurarse de que no me l evaba ninguna de las muchas cosas valiosas que se me habían confiado. Y no

lo hice, pero sí que aproveché la oportunidad, al poder ver las armas de los soldados tan de cerca, para

comerme con los ojos cada detal e y ver el modo como están compuestos esos arcabuces. Y dime... ¿cómo

te va a ti en la fabricación de la pólvora?

Yo todavía estaba embebido en el, al parecer, interminable proceso de probar diferentes mezclas de polvos,

y no daré cuenta de todo el monótono tiempo y los enojosos intentos que tuve que soportar. Sólo diré que

finalmente logré el éxito... con una mezcla que era dos tercios de salitre y un tercio que comprendía carbón

vegetal y azufre en medidas iguales.

Cuando, una tarde, empleé mi lente nueva para aplicar un punto de luz del sol y encender aquel montoncito

de polvo gris ceo -lo que resultaría ser la prueba definitiva y concluyente-, el cal ejón donde estaba nuestra

casa se hal aba vacío de niños del vecindario. Habían l egado a aburrirse más aún que yo de aquel as

repetidas e insignificantes efervescencias. No obstante en aquel a ocasión el polvo echó literalmente

chispas, y sólo hizo una modesta polvareda de humo azul. Pero lo que es lo más importante de todo, emitió

aquel sonido enfadado semejante a un gruñido apagado; el que yo había oído cuando el joven soldado me

dejó apretar el gatil o y disparar el arcabuz. Por fin, ya sabía hacer pólvora , y podía fabricarla en cantidades

significativas. Después de l evar a cabo una pequeña danza íntima de victoria y de dar las gracias en

silencio, pero de corazón, al dios de la guerra Huitzilopochtli y a mi venerado y difunto padre Mixtli, salí

corriendo hacia la casa de Pochotl para anunciarle aquel gran logro mío.

-¡Yyo ayyo, te admiro y te respeto! -exclamó-. Ahora, como puedes ver, yo también ya casi he terminado.

-Me señaló con un gesto su banco de trabajo, donde se encontraban los componentes de metal que yo ya

había examinado y ahora también la culata de madera a la que Pochotl estaba dando forma-. Mientras

termino mi trabajo, te pido que hagas lo que ya te he sugerido otras veces con anterioridad: que pruebes la

pólvora en algún tipo de recipiente firmemente constrictivo.

-Tengo intención de hacerlo -le indiqué-. Mientras tanto, Pochotí, fabrica también para este arcabuz algunas

bolas redondas de plomo para que las dispare. Tienen que ser del tamaño adecuado para que se puedan