introducir por el tubo hueco, pero es necesario que ajusten completamente en él.
Fui de nuevo al mercado y pedí por favor a un alfarero de los que al í había que me diese un pedazo de
arcil a corriente. Me lo l evé a casa y, mientras Citlali me miraba con orgul o, vertí sobre aquel pedazo de
arcil a una medida de pólvora muy modesta, enrol é con fuerza la arcil a alrededor de la pólvora hasta
formar una pelota de aproximadamente el mismo tamaño que un fruto de nopali, le hice un agujero muy
pequeño con una pluma de ave y luego puse a secar aquel a pelota junto al fuego. Al día siguiente estaba
tan dura como cualquier cacharro de barro y me la l evé al cal ejón. Como aquel o ahora era nuevo para
el os, los niños del vecindario sí que se congregaron alrededor de mi otra vez, e igualmente les provocaba
interés la lente que yo estaba a punto de utilizar. Pero les hice señas con la mano para que se retirasen
hasta una respetuosa distancia, y también me protegí la cara con un brazo, antes de aplicar el cristal
caliente al agujero que había hecho con la pluma. Me alegro de haber tomado esas precauciones, porque la
pelota entera desapareció al instante, produciendo una l amarada que resultaba cegadora incluso a la luz
del día, una nube de aquel humo azul de olor penetrante, un ruido casi tan fuerte como el que había
producido el arcabuz que yo en una ocasión había disparado... y una l uvia de afilados fragmentos que se
me clavaron en el brazo que mantenía levantado y en el pecho desnudo. Dos o tres de los niños lanzaron
pequeños gritos, pero ninguno de el os recibió más que algún pinchazo por los fragmentos. Cuando ya era
demasiado tarde se me ocurrió que podía haber habido una patrul a en algún lugar lo bastante cercano
como para haber oído la explosión. Nadie acudió a investigar, pero decidí que, de entonces en adelante,
l evaría a cabo mis experimentos bien lejos de la ciudad.
De manera que, unos días después, l evando conmigo una bola de barro dura tan grande como mi puño
cargada de pólvora y un poco de polvo suelto en una bolsa, embarqué en embarcación acali en el extremo
occidental de la isla y hasta el risco de tierra firme l amado Chapultepec, la Colina de los Saltamontes.
Hubiera podido ir andando hasta al í; aquel a parte del lago era poco profunda, apenas l egaba ha la rodil a,
tenía un color entre verde y marrón y un olor fétido Según me habían dicho, antiguamente la parte frontal
rocosa del risco tenía esculpidos unos rostros gigantescos, los rostros, a un tamaño muchas veces mayor
que el natural, de cuatro Portavoces Venerados de los mexicas. Pero los rostros habían desaparecido
porque los soldados españoles los habían utilizado, en medio de un gran jolgorio, para hacer prácticas de
tiro, disparando aquel os inmensos palos de trueno de bocas grandes montados sobre ruedas que l amaban
culebrinas y falconetes. Ahora el risco volvía a ser nada más que risco con el frente rocoso, y el único rasgo
notable de digna mención era el acueducto que salía de él y l evaba el agua desde los manantiales de
Chapultepec a la ciudad.
Y alrededor, el parque que el último Moctezuma había eregido, con jardines, fuentes y estatuas, había sido
eliminado totalmente. Ahora al í sólo había hierba, flores silvestres, maleza baja y, aquí y al á, los
magníficos, enormemente altos y más antiguos de todos los árboles, los cipreses ahuehuetquin, demasiado
duros e invulnerables para que ni siquiera los españoles pudieran talarlos. Las únicas personas que vi por
los alrededores fueron los esclavos que trabajaban al í cada día, que reparaban los escapes y grietas que
siempre se producían en el acueducto. Tuve que avanzar penosamente tierra adentro, aunque sólo un corto
trecho, hasta que conseguí encontrarme a solas en un lugar cuyo suelo estaba desprovisto de maleza y en
el cual coloqué el objeto que l evaba. Esta vez había hecho la bola plana por la base y al í había perforado
el agujero, de modo que el orificio quedaba a nivel del suelo cuando la deposité en éste. Abrí la bolsa y,
empezando por el agujero hecho con la pluma, fui haciendo un reguero de pólvora hasta una distancia
considerable, incluso di la vuelta a la extensa raíz de un gran ciprés. Al í, a salvo detrás del tronco del árbol,
saqué la lente de quemar, la sostuve bajo un rayo de sol que se abría camino entre el fol aje y encendí una
pequeña l ama justo al final del reguero de pólvora. Tal como había supuesto, la pólvora suelta empezó a
lanzar chispas y gruñidos, y esas chispas se pusieron a danzar alegremente mientras volvían por el mismo
camino por el que yo había ido hasta el árbol. Me di cuenta de que aquél no sería un modo práctico de
encender habitualmente aquel as bolas experimentales, pues el menor soplo de viento podía interrumpir el
avance de las chispas; pero aquel día no ocurrió así. Las chispas dieron la vuelta alrededor del tronco del
ciprés y a continuación desaparecieron de mi vista, aunque yo todavía podía percibir el olor penetrante del
reguero de pólvora al arder.
Luego, aunque ya lo tenía previsto, o por lo menos había esperado fervientemente que fuera así, se produjo
un ruido tal que, a mi pesar, me hizo saltar. El árbol tras el que me cobijaba también pareció tambalearse.
Innumerables aves salieron despavoridas de la vegetación circundante chirriando y graznando, y la maleza
baja crujió con violencia en el momento en que animales invisibles salieron en desbandada. Oí el sonido
silbante de los fragmentos cortantes de arcil a que volaban en todas direcciones, y algunos de el os se
clavaron con un ruido sordo en las ramas del árbol que me protegía, mientras unas cuantas hojas y ramitas
que esos fragmentos habían cortado revoloteaban al caer y el humo azul esparcía su penetrante y acre
miasma a lo largo y a lo ancho por el aire en calma.
Desde algún lugar a lo lejos me l egó también el sonido de gritos humanos. Así que, en cuanto dejaron de
caer cosas alrededor, abandoné mi refugio tras el árbol y me dirigí al lugar donde había estado situada la
bola. Una extensión de tierra tan grande como una estera petatl había quedado chamuscada y ennegrecida,
y los arbustos cercanos se veían quemados y marchitos. Al borde del claro yacía un conejo muerto; uno de
los fragmentos lo había atravesado de parte a parte.
Los gritos se acercaban y sonaban cada vez más excitados. Sólo entonces recordé que los españoles
habían construido, en lo alto de la Colina de los Saltamontes, un edificio que hacía las veces de fuerte y
prisión, algo como una fortaleza que el os l amaban el Castil o y que estaba siempre l eno de soldados,
porque al í era donde se entrenaba a los nuevos reclutas del ejército. Incluso el recluta más novato, desde
luego, habría "conocido el sonido de una explosión de pólvora y, al comprobar que procedía de las
profundidades de un bosque normalmente deshabitado, todos se habrían precipitado a averiguar cómo
había ocurrido y de quién era obra. Yo no quería dejar ninguna evidencia para aquel os soldados. No tenía
tiempo de intentar hacer desaparecer la marca quemada, pero si que cogí el conejo antes de salir corriendo
en dirección a la oril a del lago.
Aquel a noche Pochotl vino a visitarme a casa; l evaba un manto grasiento enrol ado debajo del brazo y una
sonrisa en el rostro, muy arrugado. Con el taimado y sigiloso porte de un prestidigitador, dejó el bulto en el
suelo y lo desenrol ó muy despacio mientras Citlali y yo lo observábamos con los ojos bril antes. Al í estaba:
era una réplica de arcabuz, y parecía auténtico.