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-Ouiyo ayyo -murmuré complacido mientras admiraba sinceramente el arte de Pochotl.

Al mismo tiempo, Citlali nos miró y nos sonrió a uno y a otro, complacida por ambos.

Pochotl me entregó la l ave para enroscar el muel e del anterior. La inserté en su lugar, la hice girar y oí el

mismo ruido de la vez anterior, el de la rueda al girar. Luego, con el pulgar; tiré hacia atrás de la garra de

gato que sujetaba la escama de oro falso, que produjo un chasquido y quedó fija atrás. Y a continuación tiré

del gatil o con el dedo índice. La garra del gato se soltó hacia abajo, el oro falso golpeó la rueda dentada

justo cuando el muel e enroscado hacía girar la rueda. - - y las chispas resultantes rociaron la cazoleta tal

como se suponía que habían de hacer.

-Desde luego -dijo Pochotl-, la prueba crucial será cuando esté cargado con pólvora y una de éstas. -Me

entregó una bolsa l ena de pesadas bolas de plomo-. Pero te aconsejo que vayas a hacerlo bien lejos de

aquí, Tenamaxtli. Ya se ha corrido la voz. Hoy se ha oído una explosión inexplicable junto a la guarnición de

Chapultepec. -Me hizo un guiño-. Los hombres blancos temen, y sus motivos tendrán, que alguien además

de el os posee cierta cantidad de pólvora. Las patrul as cal ejeras detienen y registran a todos los indios que

l evan cacharros, cestos o cualquier otro recipiente sospechoso.

-Ya me esperaba eso -le indiqué-. De ahora en adelante andaré con más tiento.

-Otra cosa más -añadió Pochotl-. Sigo considerando que tu idea de revolución es una auténtica locura.

Piénsalo, Tenamaxtli. Tú sabes cuánto he tardado en hacer este único arcabuz. Creo que funcionará, eso

casi puedo garantizártelo, pero ¿esperas que yo o cualquier otro construya los miles que necesitarías para

igualar el armamento de los hombres blancos?

-No -dije yo-. No hace falta construir más. Si éste funciona como es debido lo utilizaré para... bueno... para

adquirir otro de algún soldado español. Luego emplearé esos dos para adquirir dos más. Y así

sucesivamente. -Pochotl y Citíali se quedaron mirándome fijamente, no pude distinguir si porque estaban

espantados o l enos de admiración-. Pero ahora -exclamé con júbilo-, vamos a celebrar la ocasión!

Salí, compré un jarro del mejor octli y nos pusimos a beber muy contentos, e incluso le dimos un poco a

Ehécatl. Los adultos nos embriagamos tanto que, al l egar la medianoche, Pochotl decidió acostarse en la

habitación delantera para no arriesgarse a tener un encuentro con una patrul a. Citlali y yo, tambaleándonos

y sin dejar de reírnos, nos fuimos hasta nuestro jergón, que se encontraba en la otra habitación, para

continuar al í la celebración de un modo aún más entusiasta.

Para mi siguiente serie de experimentos sólo hice bolas del tamaño de huevos de codorniz, cada una de las

cuales contenía un pel izco mínimo de pólvora. Todas estal aron en pedazos con poco ruido más del que

hace una vaina de ricino cuando hace saltar sus semil as, de modo que los niños del vecindario pronto

perdieron el interés por el as. Sin embargo, disfrutaron mucho con otra diversión distinta que les

proporcioné: pedirles que me hicieran de vigilantes, que controlaran todas las cal es de alrededor y

corrieran a avisarme si divisaban a algún soldado o a alguna patrul a por alguna parte. Como yo ya sabía

que había fabricado pólvora de forma satisfactoria y había podido comprobar que era muy destructiva al

encenderla en un recipiente cerrado, lo que ahora intentaba hacer era encontrar el modo de hacer estal ar a

distancia una bola rel ena de pólvora, pequeña o grande, de algún modo que fuese más seguro que dejar

un reguero de pólvora por el suelo. Ya he mencionado el modo como nuestro pueblo, generalmente,

fumaba picíetclass="underline" enrol ado dentro de lo que l amábamos poquietí, un tubo de junco o de papel que ardía

lentamente al mismo tiempo que la hierba, y no en una pipa de ticil a no combustible, como hacían los

españoles. A veces a nosotros, y también a los hombres blancos, nos gustaba mezclar picíetl con algún otro

ingrediente -cacao en polvo, ciertas semil as, flores secas- para cambiar el sabor o la fragancia. Lo que hice

ahora fue líar una cantidad de poquieltiz de papel muy fino que contenían la hierba mezclada con

cantidades pequeñas variadas de pólvora. Un poquietl corriente arde lentamente a medida que el fumador

aspira las bocanadas, pero si se le abandona durante un rato lo más probable es que se apague. Yo creí

que, al añadir la pólvora, si se dejaba el tubo y no se chupaba seguiría encendido, aunque siguiera

ardiendo lentamente.

Y no me equivoqué. Probando aquel os poquieltin de papel en distintas circunferencias y longitudes, todos

el os con picietl y pólvora, por fin di con la combinación adecuada. Si se insertaba en el agujero que yo

había hecho previamente con la pluma en mis bolas en miniatura hechas con arcil a, ese poquietl podía

encenderse y continuaba ardiendo durante un rato -más largo o más corto según la longitud- antes de

alcanzar el agujero y destruir la bola con estruendo. No había forma de poder medir aquel o con exactitud...

para hacer, por ejemplo, que varias bolas estal aran simultáneamente. Pero sí que podía hacer y recortar un

poquietl con la suficiente longitud para que, cuando lo encendiera, me diera tiempo de sobra para alejarme

de la escena antes de que l egase al agujero de ignición. Y el o también me aseguraba que ninguna brisa

errante o el pie de cualquier transeúnte interrumpiría la combustión, como suele ocurrir con tanta facilidad

con el reguero de pólvora.

Para verificar eso, a continuación hice algo tan osado, arriesgado y verdaderamente malvado que ni

siquiera se lo dije antes a Citlali. Construí otra bola de arcil a del tamaño de un puño, la rel ené de pólvora

bien prensada e inserté en el agujero hecho con la pluma un poquietl largo. El primer día que hizo un sol

radiante me la metí en la bolsa que l evaba a la cintura y me fui caminando desde la casa hasta la Traza,

exactamente hasta el edificio que hacia mucho yo había identificado como los barracones de los soldados

españoles de bajo rango. Había, como siempre, un centinela de guardia a la entrada, armado y con

armadura. Poniendo la cara más estúpida e inofensiva que pude, pasé tranquilamente a su lado y me dirigí

a la esquina del edificio; una vez al í me detuve y me arrodil é como si estuviera sacándome una piedra que

se me hubiera metido en la sandalia.

Fui capaz, de prisa y sin hacer ruido, de encender el extremo que sobresalía del poquietí, y luego metí la

bola dura en el espacio que quedaba entre la esquina de piedra y los guijarros de la cal e. Eché un fugaz

vistazo al guardia; no me prestaba atención; ni tampoco se fijaba en mí ninguna de las personas que

pasaban por la cal e, que estaba muy transitada; así que me puse en pie y continué tranquilamente mi

camino. Había avanzado por lo menos cien pasos cuando se oyó el estruendo de la explosión. Incluso a

esa distancia oí el silbido de los fragmentos que habían salido volando por el aire, y uno de el os me golpeó

ligeramente en la espalda. Me di la vuelta para mirar, y me gratificó ver el gran revuelo que aquel o había

causado.

No se habían producido daños visibles en el edificio, excepto una mancha negra y humeante en un costado,

pero cerca de ese lugar había dos personas tumbadas en posición supina que sangraban: uno era un

hombre con ropa de español y el otro un tamemi cuya percha para el transporte yacía junto a él. De los