barracones salieron en desbandada no sólo el centinela, sino un gran número de soldados, algunos de el os
a medio vestir, pero todos l evando encima sus armas. Cuatro o cinco de los indios de la cal e echaron a
correr de puro terror ante aquel hecho sin precedentes, y los soldados se lanzaron en su persecución.
Entonces me di la vuelta con tranquilidad y me uní a las numerosas personas que se habían detenido y se
habían quedado mirando boquiabiertas, y que, obviamente, no estaban implicadas en absoluto.
El español que se hal aba tumbado en el suelo se retorcía y gemía, todavía con vida, y un soldado condujo
hasta al í al médico de los barracones para que lo atendiera. El inofensivo tamemi, sin embargo, estaba
bien muerto. Lamenté este hecho, pero estaba seguro de que los dioses considerarían que era un hombre
caído en combate y lo tratarían con bondad. Aquel o en realidad no había sido una batal a, desde luego,
pero yo le había asestado un segundo golpe al enemigo. Ahora, después de estos dos hechos
inexplicables, por fuerza los hombres blancos tenían que haberse dado cuenta de que pronto estarían
acosados por la subversión; y tenían también que sentirse desconcertados, quizá incluso asustados, al caer
en la cuenta lo que el o significaba. Como les había prometido a mi madre y a mi tío, me había convertido
en el gusano del fruto de acapuli, que se lo come por dentro.
Durante el resto de aquel día, los soldados -yo creo todos los que había en la ciudad- se desplegaron por
las colaciones y registraron las casas, los puestos de los mercados, bolsas y los bultos que l evaban los
hombres y las mujeres nativos, incluso l egaron a obligar a algunos de el os a desnudarse. Pero
abandonaron aquel a tarea al terminar el día y ya no lo hicieron más, seguramente porque sus oficiales
habrían decidido que, si existía pólvora ilícita en alguna parte, resulta muy fácil esconderla (como yo había
escondido la mía), y que los ingredientes de la pólvora por separado, si es que l egaban a encontrar alguno,
eran totalmente inocuos y tenían fácil explicación. Sea como fuere, nunca l egaron a nuestra casa, lo que yo
me limité a quedarme sentado y a disfrutar con el desconcierto de los hombres blancos.
No obstante, al día siguiente me l egó a mí el turno de estar desconcertado cuando vino a verme un
mensajero del notario Alonso, que sabía dónde vivía yo; me ordenaba que me presentase ante él lo más
pronto que pudiese. Me vestí con mi atuendo español, me dirigí a la catedral y fui a saludarle, poniendo de
nuevo cara de estúpido y de persona inofensiva. Alonso no me devolvió el saludo, sino que se me quedó
mirando detenidamente durante algunos momentos antes de decir:
-¿Todavía piensas en mí cada vez que usas tu cristal de quemar, Juan Británico?
-Pues claro, cuatl Alonso. Como me dijiste, me resulta utilísimo...
-No me l ames cuatl nunca más -me pidió con brusquedad-. Me temo que ya no seremos más gemelos, ni
hermanos, ni siquiera amigos. También me temo que hayas abandonado cualquier pretensión de ser un
cristiano manso, sumiso y respetuoso, y de obedecer a ese credo y a tus superiores.
-Nunca he sido manso ni sumiso, y nunca he considerado que los cristianos sean mis superiores. Y no me
l ames Juan Británico nunca más -le dije con descaro.
A Alonso se le notó en la cara que sentía un gran enojo, pero se contuvo.
-Ahora escúchame bien. No estoy implicado oficialmente en la búsqueda que el ejército l eva a cabo para
encontrar al autor de ciertos disturbios recientes que han alterado la paz de esta ciudad. No obstante, estoy
tan preocupado como debería estarlo cualquier ciudadano decente y obediente. No te estoy acusando
personalmente a ti, pero sé que tienes muchas amistades entre tus paisanos. Creo que tú podrías encontrar
al vil ano responsable de esos actos con tanta rapidez como nos encontraste a ese orfebre cuando tuvimos
necesidad de uno.
-Notario, yo no soy más traidor a mi pueblo que obediente al tuyo -le dije todavía con actitud descarada.
Alonso dejó escapar un suspiro y dijo:
-Pues que así sea, entonces. Una vez fuimos amigos, y por el o no te denunciaré directamente a las
autoridades. Pero quiero hacerte una advertencia honradamente. Desde el mismo instante en que
abandones esta habitación se te seguirá y vigilará. Cualquier movimiento tuyo, cualquier encuentro,
cualquier conversación, cualquier estornudo será observado y anotado, y se informará de el o. Antes o
después te traicionarás a ti mismo o a los demás, quizá incluso a alguien que te sea querido. Y si tú no vas
a la hoguera, puedes estar seguro de que alguien irá.
-No puedo soportar esa amenaza -le contesté-. Me das poco donde elegir, así que no me queda más
remedio que abandonar esta ciudad para siempre.
-Creo que eso será lo mejor para ti -convino con una actitud fría y distante-, para la ciudad y para todos los
que han tratado contigo.
Dicho eso me despidió, y el indio domesticado que servía en la catedral no hizo intento alguno de ser
discreto mientras me seguía durante todo el camino hasta casa.
12
Había resuelto abandonar la Ciudad de México incluso antes de que Alonso me lo recomendase de aquel a
forma tan fría. esta decisión se debía a que yo había desesperado de organizar alguna vez un ejército
rebelde entre los habitantes de la ciudad. Como el difunto Netzlin, y ahora Pochotl, los hombres del lugar
eran demasiado dependientes de sus amos blancos como para querer levantarse contra el os. Y aunque
hubieran querido hacerlo, ya estaban tan debilitados y eran tan poco belicosos que no se habrían atrevido a
intentarlo. Si tenía que reclutar a hombres como yo, rencorosos a causa de la dominación de los españoles
y lo bastante belicosos como para desafiarla, debía emprender viaje y volver sobre mis pasos. Tenía que
dirigirme de nuevo al norte y adentrarme en las tierras no conquistadas.
-Eres más que bienvenida si deseas venir conmigo -le dije a Citlali-. Tengo en verdadera estima la bendición
de tu intimidad, tu apoyo y, bueno, todo lo que has significado para mi. Pero eres una mujer, y además
algunos años mayor que yo, así que a lo mejor el paso con el que camino te resultaría demasiado vivo,
sobre todo porque tendrías que l evar de la mano a Ehécatl.
-De manera que, decididamente, te marchas -murmuró el a con tristeza.
-Pero no para siempre, a pesar de lo que le he dicho al notario. Tengo la intención de regresar aquí. Y
confío en que lo haré a la cabeza de una fuerza armada, barriendo a los hombres blancos de todos los
campos y los bosques, de todas las aldeas, de todas las ciudades, incluida ésta. Sin embargo, es posible
que eso no sea pronto. Por tanto, no te pediré que me esperes, querida Citlali. Sigues siendo una mujer
muy atractiva. Puedes atraer a otro marido bueno y amante, ¿aquin ixnentia? De cualquier modo, Ehécatl
ya es lo bastante mayor como para que pueda quedarse contigo mientras atiendes el puesto del mercado.
Con lo que ganes al í, y con la cantidad que hemos ahorrado, y teniendo en cuenta que ahora ya no seré
una boca más que alimentar...
Citlali me interrumpió.
-Yo te esperaría, queridísimo Tenamaxtli, por mucho tiempo que tardaras. Pero ¿cómo puedo tener la
esperanza de que regreses alguna vez? Estarás por ahí arriesgando la vida.
-Igual que la arriesgaría si me quedase aquí. Igual que tú has estado arriesgando la tuya. Si a mi me
hubieran cogido mientras cometía el crimen de experimentar con la pólvora, a ti te habrían arrastrado a la