hoguera conmigo.
-Me arriesgué a eso porque era una oportunidad que aceptamos los dos. Yo iría a donde fuera, haría
cualquier cosa con tal de estar juntos.
-Pero hay que tener en cuenta a Ehécatl. ...
-Sí -susurró Citlali. Luego, de pronto, estal ó en lágrimas y me dijo en tono exigente-: ¿Por qué estás tan
empeñado en perseguir esa locura? ¿Por qué no puedes resignarte a reconocer la realidad y soportarla,
como han hecho otros?
-¿Porqué? -repetí yo, atónito.
-Ayya, ya sé lo que los hombres blancos le hicieron a tu padre, pero...
-¿Y no es ése motivo suficiente? -le pregunté con brusquedad-. Todavía puedo verlo arder!
-Y también mataron a tu amigo, mi marido. Pero ¿qué te han hecho a ti, Tenamaxtli? Tú no has sufrido
ninguna herida ni insulto, aparte de unas cuantas palabras que te dijo aquel fraile hace mucho tiempo, en el
mesón. De todos los demás hombres blancos de los que has hablado sólo has dicho cosas buenas. De la
bondad de ese hombre l amado Molina, de los otros profesores que compartieron sus conocimientos,
incluso de aquel soldado que te inició en tu búsqueda de la pólvora...
-¡Eso son migajas que se les caen de la mesa! De una mesa cargada de ricos manjares que antes era
nuestra! Si mi tonali dictará o no que yo tenga éxito en restituirle esa mesa a nuestro pueblo, no lo sé. No
obstante, de lo que sí estoy seguro es de que me ordena que lo intente. Me niego a creer que yo haya
nacido para conformarme con las migajas. Y me estoy jugando la vida por el o.
Citlali suspiró tan profundamente que hasta pareció encogerse un poco.
-¿Cuánto tiempo vas a estar aún conmigo? ¿Cuándo piensas marcharte?
-No lo haré de manera inmediata, porque no pienso marcharme a escondidas como un perro techichi, con
la cabeza gacha y el rabo entre las piernas. Quiero dejarle algo a la Ciudad de México, y a toda Nueva
España, para que se me recuerde. Y lo que tengo ahora en mente, Citlali, es un último crimen que tú y yo
podríamos cometer juntos.
No puedo refutar lo que Citlali me había dicho: que yo, por mi parte, nunca había sufrido daño, privación,
encarcelamiento ni siquiera humil ación alguna infligida por los españoles. Pero durante los años que había
pasado en la ciudad me había encontrado con una gran cantidad de paisanos que sí habían sufrido todo
eso, o habían tenido conciencia de el o. Estaban los en otro tiempo guerreros marcados con la "G", y los
demás esclavos que iban marcados con la señal de su dueño. Y estaban todos aquel os desgraciados
borrachos, hombres y mujeres, a los que había visto cómo las patrul as los apaleaban y los hacían picadil o
hasta morir, como le había ocurrido a Netzlin. Y había visto diluirse la otrora pura sangre de nuestra raza,
ensuciada y desgraciada en los variopintos mestizos de los españoles y los moros.
Además yo conocía -no por experiencia personal, me alegra decirlo, sino por aquel os, muy pocos, que de
algún modo habían logrado escapar- los horrores de los obrajes. Estos obrajes eran grandes tal eres con
muros de piedra y cancelas de hierro donde se lavaba, se cardaba, se hilaba, se teñía y se tejía en forma
de telas el algodón o la lana. Los obrajes, en su origen, habían sido fundados por los corregidores
españoles como un medio de sacar provecho de los criminales convictos. Me refiero a los criminales indios.
En vez de encerrarlos y dejar que holgazaneasen, a estos bel acos se los destinaba a aquel trabajo
espantoso, asqueroso y laborioso (y cruelmente denigrante para cualquier hombre). No se les pagaba
salario alguno, se les proporcionaba un alojamiento sórdido y sin ninguna clase de intimidad, se los
alimentaba escasamente, apenas podían vestirse, nunca se les permitía bañarse... y nunca se les dejaba
abandonar el obraje hasta el momento en que expirase su condena, por lo que eran muy pocos los que
vivían lo suficiente para disfrutar de tal cosa.
Y los obrajes rendían beneficios, tanto era así que muchos españoles pusieron por su cuenta los suyos, y a
éstos se les dio gratis presos del Estado para que trabajasen al í, hasta que con el tiempo no hubo presos
suficientes para cubrir la demanda. Llegado este momento, los dueños de los obrajes empezaron a
engatusar a nuestro pueblo para que les cedieran a sus hijos. Prometían que esos niños y niñas
aprenderían un oficio que podrían seguir ejerciendo más adelante en la vida, y mientras tanto los padres se
ahorrarían el gasto de tener que criarlos. Y peor aún, los abades y abadesas de los asilos cristianos para
huérfanos, como el del Refugio de Santa Brígida, se dejaban convencer fácilmente para que les dieran a
elegir, en cuanto los niños eran lo bastante mayores para comprender, a sus internos indios: o tomaban las
sagradas órdenes y se convertían en monjas o frailes cristianos, o se los condenaba a ir a vivir y a trabajar
en un obraje. (Los huérfanos de sangre mezclada, como Rebeca Canal uza, estaban exentos de este tipo
de condena, porque los encargados de los asilos no estaban seguros de que algún día no fuera a acudir
algún padre o madre español a fin de reclamarlos y reconocerlos.)
Fueran condenados merecidamente o no, por lo menos los criminales esclavizados eran adultos. Los
huérfanos y "aprendices" que reclutaban no lo eran. Pero, exactamente igual que a los criminales, a
aquel os niños y niñas casi nunca se los volvía a ver otra vez fuera de las puertas del obraje. Igual que a los
criminales, eran explotados de forma inmisericorde, a menudo hasta la muerte, y sufrían vejaciones y
deshonras que a los adultos se les ahorraban. Los obrajes estaban vigilados y supervisados, no por los
propietarios españoles, sino por moros y mulatos a los que se les pagaba sueldos muy escasos. Y estos
seres se deleitaban sobremanera en mostrar su superioridad ante los niños indios rústicos, a los que solían
apalear y matar de hambre, eso cuando no se los forzaba repetidamente a realizar ahuilnema en el caso de
las niñas y cuilónyotl en el de los niños.
Los corregidores y los alcaldes cristianos, los dueños cristianos de los obrajes y los tepisquin nativos
convertidos al cristianismo se confabulaban todos el os para perpetrar aquel as atrocidades. Y la Iglesia
cristiana las consentía para su engrandecimiento, desde luego, pero también por otro motivo, Los
españoles estaban muy convencidos de que hasta el último de nosotros, los de nuestro pueblo, no era más
que un gandul perezoso e inútil que nunca trabajaría a menos que se le obligase a el o mediante castigos
inminentes, el hambre o la muerte violenta.
Eso no era cierto, y nunca lo había sido. En los viejos tiempos a nuestros hombres y mujeres sanos, a
menudo sus amos, fueran nobles locales o Portavoces Venerados, les exigían que hiciesen trabajos sin
remuneración alguna, en gran parte trabajos muy penosos, en muchos de los proyectos públicos. En esta
ciudad, por ejemplo, esos trabajos habían ido desde la construcción del acueducto de Chapultepec hasta la
erección del Gran Templo de Tenochtitlan. Todos los miembros de nuestro pueblo hacían esos trabajos de
buena gana, deseosos de el o, porque consideraban que la labor comunal era otra manera de reunirse para
l evar a cabo un alegre intercambio social. Y cuando l egaba el momento emprendían cualquier tarea que se
les asignase no como un trabajo, sino como una oportunidad de convivir mezclados. Los amos españoles