habrían podido aprovechar en su beneficio ese rasgo de nuestro pueblo, pero preferían usar el látigo, la
espada, la prisión, el obraje y la amenaza de la hoguera.
Admito que había algunos hombres buenos y admirables entre los blancos: Alonso de Molina, por ejemplo,
y otros a quienes conocí más adelante. Incluso hubo uno entre los moros negros que se convertiría en mi
amigo, compañero de aventuras y aliado incondicional. Y luego estuviste tú, mi querida Verónica. Pero de
nuestro encuentro hablaré en su momento.
Admito también que en realidad las intenciones que yo tenía de derrocar el reinado de los hombres blancos
se debían, al menos en parte, a mis deseos de venganza personal por el asesinato de mi padre. Pudiera
ser que mis propósitos también fueran en parte innobles, porque yo, como cualquier otro joven, me habría
cubierto de gloria si el pueblo me hubiese aclamado como un héroe conquistador o, si se daba la
circunstancia de que moría en el empeño, cuando l egase al otro mundo de Tonatiucan todos los guerreros
del pasado me recibirían con aclamaciones. Aun así mantengo que, sobre todo, el propósito que me movía
era levantar a nuestro pueblo pisoteado y sacar al Unico Mundo de la oscuridad en que se hal aba sumido.
Para convertir en algo memorable mi partida de la Ciudad de México había concebido una despedida
verdaderamente tempestuosa. Aunque yo ya había causado por dos veces a los españoles cierta alarma y
agitación, el furor remitió tras unos días en los cuales no se produjeron más disturbios. Sólo muy de vez en
cuando se detenía en la cal e a alguna persona de aspecto sospechoso, se la registraba y se la desnudaba,
y sólo dentro de los distritos de la Traza. Yo suponía que continuaba a todas horas bajo la vigilante mirada
de un espía de la catedral, pero me cercioré de que nunca me viera haciendo nada que pudiera
recompensar su vigilancia.
Cuando le dije a Citlali lo que tenía en mente, se echó a reír con aprobación, incluso mientras se estremecía
con una mezcla de agitación e ilusión gozosa, y accedió con entusiasmo a ayudarme. Así que, mientras yo
preparaba cuatro de las bolas de arcil a, cada una de el as tan grande como la que se usa en el juego
tlachtli y todas bien rel enas de pólvora, la fui instruyendo en todos los detal es de mi plan.
-La última vez -le dije- sólo logré hacer una mancha negra en la parte exterior del edificio de los soldados
españoles, y en el proceso maté a un tamemi que pasaba por al í. Esta vez quiero hacer que estal en en el
interior de un edificio; confío en que cause una enorme destrucción y en no matar a ningún inocente.
Bueno, lo reconozco, siempre hay varias maátime por el lugar vendiendo sus favores a los soldados, pero a
esas mujeres no las considero inocentes.
-¿Te refieres al mismo edificio de la Traza?
-No. Al í la cal e siempre está abarrotada de transeúntes. Pero conozco un lugar en cuyo interior, así como
en los alrededores, nunca hay más personas que españoles. Y las maátime. Tú l evarás por mí la pólvora
al í dentro. A esa escuela militar y fortaleza l amada el Castil o, la que se encuentra en lo alto de la Colina de
los Saltamontes.
-¿Tengo que l evar al interior esos objetos mortíferos? -exclamó Citlali-. ¿Al interior de un edificio l eno de
soldados, y todo él también rodeado de soldados?
-La fortaleza está rodeada de árboles, de unos árboles viejísimos, y la guardia no es muy fuerte. Hace poco
me pasé un día entero merodeando por los alrededores; estuve curioseando escondido detrás de alguno de
aquel os árboles, y estoy satisfecho porque podrás entrar y salir fácilmente del Castil o sin peligro alguno de
que te hagan daño ni te capturen.
-Me gustaría mucho estar yo también convencida de eso -me indicó Citlali.
-Las puertas de la fortaleza siempre están abiertas de par en par, y los cadetes, como l aman a los reclutas,
entran y salen tranquilamente de al í. Lo mismo que los soldados que hacen de profesores. Y también
españoles corrientes, los que l evan comida, provisiones y esas cosas. Y otro tanto puede decirse de las
maátime. Y el único guardia que va armado siempre está por al í medio amodorrado, sin preocuparse de
nada. No se mete con nadie, ni con las putas. Supongo que los españoles opinan que no hace falta
esmerarse por proteger ese lugar, porque... ¿qué persona que esté en su sano juicio va a tratar de infligir
daño alguno en el interior de una guarnición militar?
-¿Sólo yo? ¿Citlali la valiente y temeraria? -me preguntó con coquetería-. Por favor, asegúrame, Tenamaxtli,
que sigo estando en mi sano juicio.
-Cuando te lo haya explicado todo -le comenté-, te darás cuenta de lo práctico que es mi plan. Verás, yo no
puedo entrar en esa fortaleza sin que me interpelen y sin que, con toda seguridad, me arresten. Tú en
cambio si.
-¿Quieres que finja que soy una maátitl? Ayya, ¿tanto me parezco a una ramera?
-En nada. Tú eres mucho más bonita que cualquiera de el as. Y l evarás un cesto de fruta cogido por el asa,
y a tu lado irá Ehécatl. Nada parecer más inocente que una joven madre que pasea por el bosque con su
criatura. Y si alguien te pregunta, le dices que una de las maátime es prima tuya, y que le l evas la fruta de
regalo, O que vas con la esperanza de vendérsela a los cadetes porque te hace falta el dinero para
mantener a tu criatura, evidentemente minusválida. Te enseñaré palabras españolas suficientes para que
puedas hacer esos comentarios. No te pararán. Luego, cuando ya estés dentro del Castil o, lo único que
tienes que hacer es dejar en el suelo la cesta de fruta y volver a salir tranquilamente. Y si es posible, déjala
al lado de algo combustible.
-¿Una cesta de fruta? Esas cosas de barro no se parecen mucho a la fruta.
-Déjame que acabe de explicártelo. Ahora mismo... ¿ves? En el agujero que he hecho con la pluma en esta
bola estoy insertando un poquietl delgado y tan largo como mi antebrazo. Lo encenderé antes de que te
acerques a las puertas de la fortaleza, y pasará mucho tiempo ardiendo lentamente hasta que prenda la
bola; ya para entonces Ehécatl y tú estaréis afuera de nuevo, a salvo y a mi lado. Y esa bola, cuando
estal e, prenderá las otras tres. Y todas juntas causarán una explosión espectacular. Muy bien. Cuando las
bolas se hayan secado, se hayan puesto duras como la roca y estemos preparados para irnos, las colocaré
en uno de esos elegantes cestos tuyos y luego las cubriré con frutas del mercado. -Hice una pausa y
comenté, en cierto modo para mis adentros-: Deberían ser frutas de coyacapuli. Y debo intentar encontrar
algunas que tengan gusanos, como yo, en su interior.
-¿Qué? -preguntó Citlali sin comprender.
-Es una broma personal. No me hagas caso. Las frutas de coyacapuli son muy ligeras, así que el cesto no
pesará mucho. De todos modos, lo l evaré yo hasta que l eguemos al Castil o. Bueno, pues el primer día
que haga sol, nos marcharemos los tres de esta casa y nos iremos caminando despacio y
desenfadadamente hacia el oeste, atravesando la isla. Yo l evaré el cesto y tú guiarás a Ehécatl...
Así que eso es lo que hicimos unos días después, vestidos con ropa inmaculadamente blanca y con un aire
inocentemente descuidado. A cualquiera que nos viera le habríamos parecido una familia feliz que salía a
disfrutar de una comida al aire libre en alguna parte. Y yo suponía que había alguien que nos miraba con
interés, cualquiera de los mercenarios de la catedral.