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podía resultar difícil de obtener en otra parte. Con un pedazo de cuerda me las ingenié para poder colgarme

el arcabuz, a fin de poder l evarlo sin que se notase debajo del petate y del saco.

De nuevo en la cal e no vi que ninguno de los pocos transeúntes que había en el a se tomase interés alguno

en mis movimientos, y tampoco vi, mirando furtivamente hacia atrás de vez en cuando, que nadie me

siguiera. No me dirigí al norte por la calzada Tepeyaca por la cual mi madre, mi tío y yo mismo habíamos

entrado en la Ciudad de México hacia tanto tiempo. En el caso de que enviasen soldados para que me

persiguieran, con toda seguridad el notario Alonso se vería obligado en conciencia a decirles que lo más

probable era que yo me iría directamente a mi tierra, hacia la Aztlán de la que le había hablado. Así que en

lugar de eso atravesé la ciudad en dirección al oeste y crucé por la calzada que l eva a la ciudad de

Tlácopan. Y una vez al í, al poner pie en tierra firme, me volví sólo el tiempo suficiente para agitar el puño

apretado en dirección a la ciudad -la ciudad en la que habían asesinado a mi padre y a mi amante- y hacer

el solemne juramento de que regresaría algún día para vengarlos a ambos.

Muchas cosas han ocurrido en mi vida que han permanecido para siempre en mi corazón como una pesada

carga. La muerte de Citlali fue uno de esos acontecimientos. Y he sufrido muchas pérdidas lamentables que

han dejado vacíos en mi corazón que nunca volverían a l enarse. También fue una de esas pérdidas la

muerte de Citlali.

Ahora acabo de hablar de el a como mi amante y, desde luego, en el sentido físico ciertamente lo fue.

También se mostró adorable y amorosa, y durante mucho tiempo me sentiría desolado al verme privado de

su querida presencia, pero en realidad nunca la amé sin reservas. Lo supe entonces y lo mejor aún ahora,

porque, en una época posterior de mi vidá yo si que amaría con todo mi corazón. Aunque hubiera estado

total y completamente chalado por Citlali, nunca habría dado el paso de casarme con el a. Y por dos

motivos: el primero porque el a había sido la esposa de otro antes. Yo había sido sustituto, por así decirlo. Y

el segundo porque nunca habría podido esperar tener hijos propios con el a, no con el triste ejemplo de

Ome-Ehécati siempre a la vista.

Aunque estoy seguro de que Citlali siempre fue consciente de mis sentimientos, o de la carencia de el os,

nunca lo demostró lo más mínimo. El a había dicho: "Haría lo que fuera...", queriendo decir que, si hacía

falta, moriría por mí.

13

Nuestro pueblo tiene un dicho: que un hombre que no sabe adónde va no necesita tener miedo de

perderse. Mi única meta era alejarme cuanto más mejor de la Ciudad de México antes de torcer hacia el

norte en dirección a las tierras no conquistadas. De modo que desde Tlácopan tomé aquel os caminos que

continuaban l evándome hacia el oeste. Con el tiempo me encontré en Michoacán, la tierra del pueblo

purepecha. Aquel a nación era una de las pocas del Unico Mundo que nunca habían sido sometidas ni

obligadas a pagar tributo por los mexicas. El principal motivo de la sólida independencia de Michoacán en

aquel os tiempos era que los artesanos y los armeros purepes conocían el secreto de componer un metal

marrón tan duro y cortante que, en la batal a, las hojas de ese metal prevalecían sobre las quebradizas

armas de obsidiana de los mexicas. Tras sólo unos cuantos intentos de someter Michoacán, los mexicas se

dieron por satisfechos y establecieron una tregua, y de al í en adelante las dos naciones intercambiaron

libre comercio.., o casi libre; los purepechas nunca permitieron que ningún otro pueblo del Unico Mundo

aprendiera el secreto de su metal maravil oso. Desde luego, ese metal ya no es ningún secreto; los

españoles lo reconocieron a simple vista como bronce. Y aquel as hojas marrones no pudieron hacer nada

contra el acero más duro y más cortante de los hombres blancos... ni contra aquel otro metal más blando

que también tenían: el plomo impulsado por la pólvora. No obstante, a pesar de tener un armamento

inferior, los purepechas lucharon con más fiereza contra los españoles de lo que lo había hecho ninguna de

las demás naciones que éstos habían invadido. En cuanto aquel os hombres blancos hubieron conquistado

y se hubieron asegurado bien lo que ahora es Nueva España, uno de los más crueles y rapaces de sus

capitanes, un hombre l amado Guzmán, se puso en marcha al mando de sus tropas hacia el oeste desde la

Ciudad de México por el mismo camino que yo había seguido ahora. Su idea era apoderarse para sí de

tantas tierras y súbditos como había adquirido su comandante Cortés. Aunque la palabra Michoacán

significa solamente tierra de pescadores, Guzmán pronto descubrió -como los mexicas lo habían

descubierto antes que él- que bien podía haberse l amado Tierra de los Guerreros Desafiantes. A Guzmán

le costó varios miles de sus soldados avanzar, y avanzar sólo muy despacio, a través de los fértiles campos

y onduladas colinas de aquel paisaje tan grato a la vista. De los purepechas cayeron muchos miles más,

pero siempre quedaba alguno para seguir peleando sin tregua. Guzmán tardó casi quince años en abrirse

camino a base de cuchil adas, explosiones e incendios hasta la frontera norte de Michoacán, donde ésta

limita con la tierra l amada Kuanáhuata, y hasta el límite occidental, que es la costa del mar Occidental.

(Como ya he dicho antes, cuando mi madre, mi tío y yo viajamos a la Ciudad de México, a menudo tuvimos

que rodear cautelosamente las zonas de Michoacán, en las que todavía se libraban sangrientas batal as.)

Yo mismo, como guerrero, considerando lo que le había costado a Guzmán la conquista, en años y en

bajas, debo reconocer que se había ganado justamente el derecho a reclamar aquel a tierra y a darle el

nuevo nombre que eligió, Nueva Galicia, en honor de su provincia natal en Vieja España.

Pero también hizo algunas cosas que no tienen excusa. Reunió a los pocos guerreros que había hecho

prisioneros con vida y a los demás hombres y muchachos purepes de Nueva Galicia que algún día pudieran

l egar a convertirse en guerreros y los deportó como esclavos, por el mar Oriental, a la isla de Cuba y a otra

isla situada también por al í l amada La Española. Así Guzmán pudo estar seguro de que aquel os hombres

y muchachos, incapaces de hablar el idioma de los esclavos nativos de aquel as islas y de los esclavos

moros importados, estarían impotentes para fomentar cualquier desafío contra sus amos españoles.

Por eso cuando l egué a Michoacán, la población estaba compuesta por hembras jóvenes y viejas, hombres

ancianos y niños apenas adolescentes. Como yo era el primer hombre adulto que sin ser viejo se veía por

aquel os lares en los últimos tiempos, se me consideró como una curiosidad, aunque una curiosidad bien

acogida, por cierto. Durante mi viaje hacia el oeste a través de lo que habían sido las tierras de los mexicas

había tenido que pedir comida y cobijo en las aldeas y granjas por las que había pasado. Los hombres de

esos lugares siempre me habían concedido hospitalidad, pero yo había tenido que pedirla. Al í en

Michoacán, verdaderamente me habían asediado con ofrecimientos de comida, bebida y de un lugar para

dormir; y me dijeron: "Quédate todo el tiempo qué quieras, forastero." Al pasar por las casas situadas junto

al camino, las mujeres -porque no había hombres- salían literalmente corriendo por la puerta para tirarme