del manto e invitarme a que entrase en sus hogares. Y si yo era una novedad para el os, también los
purepechas eran una novedad para mí aunque ya me esperaba que fueran la clase de gente que era. Y
esto obedecía a que yo ya había conocido a varios de sus ancianos (supervivientes) en la Ciudad de
México -mercaderes pochtecas, mensajeros o simples vagabundos-, en el Mesón de San José o en los
mercados. Aquel os hombres tenían la cabeza tan calva como huevos de huaxolomi y, según me explicaron,
así tenían la cabeza todos los hombres, mujeres y niños de Michoacán, porque los purepechas
consideraban la calvicie lisa y reluciente como el toque que corona la bel eza humana. Aun así, el que yo
hubiera visto a aquel os hombres con las cabezas afeitadas del todo, a excepción de las pestañas, no me
había causado una excesiva impresión; al fin y al cabo eran ya lo bastante viejos como para estar calvos de
todos modos. Por eso fue una sensación totalmente diferente la qué sentí al l egar a Michoacán y ver a todo
ser viviente dotado de alma -desde los niños de pecho hasta las mujeres adultas pasando por los niños y
las ancianas- tan desprovistos de pelo como los viejos que había entre el os.
La mayoría de las personas del Unico Mundo, incluido yo, nos enorgul ecíamos de nuestro cabel o y lo
l evábamos largo. Los hombres nos lo dejábamos crecer hasta los hombros, con un flequil o espeso en la
frente; el cabel o de las mujeres podía l egar hasta la cintura, incluso hasta más abajo. Pero los españoles,
al estimar la barba y los bigotes como los únicos y verdaderos símbolos de virilidad, opinaban que nuestros
hombres parecían afeminados y nuestras mujeres desaseadas. Incluso acuñaron una palabra, balcarrota
(que más o menos significa "almiar"), para referirse a nuestro peinado, y hablaban de él en tono despectivo.
Además, como siempre estaban acusándonos de pequeños hurtos, de que les quitábamos sus
pertenencias, suponían que ocultábamos lo robado debajo de todo aquel cabel o. Así que Guzmán y los
demás señores españoles de Nueva Galicia sin duda daban su más alta aprobación a la costumbre purepe
de lucir una total calvicie. Sin embargo, había en Michoacán otras costumbres que estoy seguro de que los
españoles, al ser cristianos, no aprobaban. Y el o se debe a que a los cristianos les produce gran
desasosiego la menor mención de los actos sexuales, y en realidad los aterroriza mucho más cualquier
conducta sexual fuera de lo común de lo que les repele, pongamos por caso, los sacrificios humanos a los
"dioses paganos". En la época en que yo estaba aprendiendo todo lo que podía del idioma poré, aquel os
purepechas de la ciudad me habían enseñado muchas palabras y frases referentes a asuntos sexuales.
Esos hombres, repito, eran muy viejos, hacía mucho tiempo que los había abandonado la capacidad de
acoplamiento o cualquier pequeño deseo a ese respecto. No obstante chasqueaban las encías con lascivia
cuando relataban los variados, notables, indecorosos y escandalosos modos en los que habían apagado
sus apetitos sexuales de la juventud... y su tradición local les había permitido hacerlo así. Digo "indecorosos
y escandalosos" aunque yo personalmente no haya sido nunca un ejemplo de castidad o modestia. Pero mi
pueblo azteca, los mexicas y la mayoría de los demás pueblos siempre habían sido casi tan mojigatos
como los cristianos con respecto al sexo. Nosotros no teníamos leyes, normas ni prohibiciones escritas,
como tienen los cristianos, pero la tradición nos enseñaba que ciertas cosas, sencil amente, no había que
hacerlas. El adulterio, el incesto, la fornicación promiscua (excepto durante ciertas ceremonias de fertilidad),
la concepción de bastardos, la violación (excepto por los guerreros en territorios enemigos), la seducción de
menores, el acto de cuilónyotl entre varones y de patlachuia entre hembras, todas esas cosas estaban
prohibidas. Pero nosotros, a diferencia de los cristianos, al reconocer que cualquier persona podía ser de
naturaleza pervertida o incluso depravada y que también cualquier persona normal podía comportarse mal
cuando la lujuria la vencía, no aprobábamos estos hechos. Si se descubría este tipo de cosas, al autor (o a
los participantes) como poco se le excluía de la gente decente para siempre jamás, se le desterraba al
exilio, se le castigaba severamente o incluso se le daba muerte con el nudo de "la guirnalda de flores".
Pero como aquel os ancianos purepes de la ciudad me habían advertido tan jubilosamente, las costumbres
de Michoacán no habrían podido ser más diferentes. O más permisivas Entre los purepechas ninguna clase
imaginable de relación sexual estaba prohibida siempre y cuando ambos (o todos) los participantes
consintieran en el acto, o por lo menos no se quejasen ruidosamente, como en el caso de animales
empleados por hombres y mujeres a quienes les gustaba esa clase de copulación. En tiempos antiguos,
decían los viejos, sólo los ciervos, machos y hembras, habían satisfecho los dos requerimientos de aquel as
gentes, a saber: que el animal pudiera capturarse y que tuviera un orificio femenino o una protuberancia
masculina que pudieran utilizarse. Desde luego, todos, especialmente los sacerdotes, consideraban este
tipo de copulación con un ciervo macho o hembra como un acto de devoción digno de alabanza, porque los
purepechas creen que los ciervos son manifestaciones terrenales del dios sol. Sin embargo, contaban los
viejos, desde la l egada de los españoles que muchas eran las hembras purepes, y también los varones
adolescentes supervivientes, que habían hal ado motivo para alegrarse de la introducción de los
aprovechables asnos machos y hembras, carneros y ovejas, cabras machos y hembras.
Bien, yo no tengo predilecciones de esa clase, y si alguna de las muchas mujeres que conocí en Michoacán
hubiera estado entreteniéndose previamente con sustitutos animales de sus varones desaparecidos, hay
que decir que se mostraron bastante contentas de descartar a los animales cuando yo l egué. Como había
tal abundancia de mujeres y muchachas ávidas de mis atenciones, por dondequiera que vagara por
aquel as tierras pude elegir entre las más lindas, y así lo hice. Al principio, lo admito, me resultó un poco
difícil acostumbrarme a las mujeres calvas. A veces incluso me era difícil distinguir a las más jóvenes de los
varones jóvenes, porque entre los purepechas ambos sexos visten casi exactamente igual. Pero poco a
poco desarrol é una admiración casi purepe por aquel a calvicie suya, a medida que, con el tiempo, aprendí
a percibir que la bel eza facial de algunas mujeres en realidad se ve realzada por la falta de otros adornos.
Y el hecho de haberse deshecho de sus cabel eras en modo alguno había disminuido ninguno de sus
fervores femeninos ni de sus habilidades amatorias.
Sólo una vez cometí un error de apreciación en ese aspecto, y culpo de el o al chápari, la bebida que los
purepechas hacen con la miel de las abejas negras salvajes que hay en su territorio, una bebida
incalculablemente más embriagadora incluso que los vinos españoles. Me había detenido para pasar la
noche en una posada para viajeros en la que los únicos otros huéspedes eran un anciano pochtécatl y un
mensajero casi igual de viejo. La dueña de la posada era una mujer calva, y sus tres ayudantes también
calvos eran, aparentemente, sus hijas. En el transcurso de la velada participé indiscretamente del delicioso