chápari de la posada. Me emborraché lo suficiente como para que la más pequeña y hermosa de las
criadas tuviera que ayudarme a l egar a mi cubículo, desnudarme y depositarme en mi jergón; y luego, sin
que yo se lo pidiera, le prodigó a mi tepuli aquel a maravil osa y ardiente ingurgitación que yo había
experimentado por primera vez con aquel a auyanimi el día de mi cumpleaños en Aztlán y más tarde,
muchas veces, con mi prima Améyatl y otras mujeres. Ningún hombre está nunca demasiado borracho para
gozar de esa experiencia al máximo. De modo que, después, le pedí a la criada que se desnudase y me
dejase que le correspondiera, como agradecimiento, con la misma atención a su xacapili. Aturdido como
estaba, ya lo tenía yo bien dentro de la boca antes de darme cuenta de que era excesivamente prominente
para ser un xacapili. Salió escupido de mi boca, no por asco, sino porque solté una carcajada súbita al
percatarme de mi aturdido error. El bel o muchacho pareció muy dolido y retrocedió, y al instante el tepuli se
le marchitó hasta quedar casi tan achaparrado como un xacapili... y al ver todo esto tuve la inspiración
propia de los borrachos de experimentar así que le indiqué que se acercase a mí de nuevo. Cuando por fin
se marchó, le di una moneda maravedi una extravagancia de borracho, a modo de agradecimiento, y luego
me quedé dormido a causa de la borrachera; al día siguiente me desperté con un dolor de cabeza como un
terremoto y sólo un levísimo recuerdo de los experimentos en que nos habíamos enzarzado el muchacho y
yo.
Teniendo en cuenta la abundancia que había en Michoacán de mujeres y muchachas disponibles (por no
hablar de muchachos y animales domésticos, si es que en alguna ocasión yo l egase a estar lo
suficientemente borracho otra vez como para ensayar más experimentos) y la prodigalidad de la tierra en
otras cosas buenas, habría podido suponer que había sido transportado prematuramente a Tonatiucan o a
uno de los otros mundos del más al á de gozo eterno. Además de su ilimitada libertad sexual y de las
también ilimitadas oportunidades para el o, Michoacán ofrecía además una voluptuosa variedad de comida
y bebida: un delicado pescado del lago que no podía encontrarse en ninguna otra parte, huevos y guisos de
las tortugas que abundaban en su costa marítima, codornices cocidas en arcil a y colibríes asados,
chocólatl con sabor a vainil a y, naturalmente, el incomparable chápari. En aquel a tierra, uno incluso podía
darse un festín sólo con los ojos al contemplar los prados ondulados profusamente cubiertos de flores, los
torrentes chispeantes y los lagos cristalinos, los huertos ricos en frutas y los campos de cultivo, todo el o
bordeado de montañas de un verde azulado. Si, un hombre joven, sano y vigoroso bien podía sentir la
tentación de quedarse en Michoacán para siempre. Y yo hubiera podido hacerlo, de no haber estado
dedicado a una misión.
-Ayya, nunca reclutaré aquí a ningún hombre belicoso les dije-. Debo seguir adelante.
-¿Y qué me dices de mujeres belicosas? -me preguntó la que en aquel momento era mi consorte, una joven
radiantemente bonita cuyas pestañas, semejantes a un abanico de plumas, parecían aún más exuberantes
en contraste con el resto del rostro, lampiño y resplandeciente. Se l amaba Pakápeíi, que en poré significa
de De Puntil as. Al ver que la miraba sin comprender, añadió-: Los españoles cometieron un descuido
cuando mataron o secuestraron sólo a nuestros varones. Ignoraban las aptitudes que tenemos nosotras, las
mujeres.
-¿Mujeres? ¿Guerreras? Bobadas. Y bufé, divertido.
-Eres tú quien dice bobadas -insistió el a con brusquedad-. Lo mismo podrías afirmar que un hombre puede
montar a cabal o más rápido que una mujer. Yo he visto tanto a hombres como a mujeres españoles a
cabal o. Y con respecto a quién puede correr más, eso depende mucho del cabal o.
-Yo no tengo hombres ni cabal os -le indiqué con pesar.
-Pero tienes eso -dijo de De Puntil as señalando mi arcabuz. Yo había estado practicando con él toda la
tarde, intentando sólo con mediano éxito abatir uno a uno los frutos ahuácatin de un árbol que había cerca
de la cabaña de la muchacha-. Una mujer podría utilizarlo con la misma destreza que tú -añadió poniendo
mucho afán en que sus palabras no sonaran sarcásticas-. Fabrica o roba más de esos palos de trueno y...
-Esa es mi intención. En cuanto haya reunido un ejército suficiente para garantizar que hay necesidad de
el os.
-Yo no tendría que viajar muy lejos por estos alrededores -me hizo saber- para reclutarte un número
considerable de mujeres fuertes dispuestas y vengativas. Excepto aquel as a las que los españoles se
l evaron para ser esclavas de sus casas, o para que les calienten la cama, al resto de nosotras ni siquiera
nos echarían de menos si desapareciéramos de nuestra acostumbrada morada.
Yo sabía a qué se refería Pakápeti. Hasta el momento, en mi camino hacia el oeste yo había tenido buen
cuidado de mantenerme alejado de las numerosas estancias españolas, las cuales, naturalmente,
comprendían todas el as las mejores tierras de cultivo y de pastos de Michoacán. Como ya no quedaban
purepechas varones, y las mujeres eran consideradas aptas sólo para el cuidado de la casa, el trabajo en el
exterior de las granjas y ranchos y huertos lo l evaban a cabo esclavos importados. Desde lejos yo había
visto a aquel os moros negros trabajar muy duro supervisados por españoles a cabal o, cada uno de los
cuales solía l evar un látigo en la mano. Los nuevos amos de Michoacán habían sembrado la mayor parte
de los campos de productos vendibles: trigo extranjero, caña dulce, una hortaliza l amada alfalfa y esos
árboles que dan frutas extranjeras l amadas manzanas, naranjas, limones y aceitunas. Los campos menos
cultivables estaban cubiertos con espesos rebaños de ovejas, vacas o cabal os, y había corrales l enos de
cerdos, gal inas y gal ipavos. Incluso zonas tan pantanosas que nunca antes se habían cultivado estaban ah
ahora sembradas de un grano extranjero que crece en el agua l amado arroz. Como los españoles lograban
arrancar cosechas con beneficios de hasta el último pedazo de Michoacán, las parcelas que les habían
dejado a los purepechas supervivientes eran pocas, pequeñas y sólo a duras penas productivas.
-Me has hablado de lo bien que se come en esta tierra, Tenamaxtli -me dijo Pakápeti-. Déjame que te diga a
qué se debe. Las parcelas que tenemos de maíz, tomate y chiles las cuidan nuestros ancianos, hombres y
mujeres. Los niños recogen fruta, nueces, bayas y miel silvestre para hacer dulces y chápari. Somos las
mujeres quienes traemos la carne: aves silvestres, gamos pequeños, pescado, incluso un jabalí o un cuguar
de vez en cuando. -Hizo una pausa y luego añadió con cierta tristeza-: No lo hacemos con palos de trueno.
Utilizamos los medios antiguos de coger las aves con red y los peces con anzuelo, y hacemos servir armas
de caza de obsidiana y
además nosotras, las mujeres, continuamos produciendo la antigua artesanía purepe de cerámica vidriada
y barnizada.
Esos objetos se los canjeamos por otros alimentos a las tribus costeras, y por cerdos, pol os, corderos o
chivos a los españoles. Vivimos incluso sin hombres, y no nos podemos quejar pero estamos en esta
situación sólo como una deferencia de esos amos blancos. Por eso digo que no nos echarían de menos si
nos marcháramos a la guerra.
-Pero por lo menos vivís -le contesté-. Y seguramente no viviríais tan bien si fuerais a la guerra. Eso si es