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detrás del banco.

Se trataba de piezas de madera aproximadamente del mismo tamaño y forma grácilmente curvada de un

torso de mujer.

Asentí con la cabeza al reconocer lo que serían aquel as partes cuando estuvieran ensambladas.

-Lo que el os l aman guitarra.

De los instrumentos musicales que los españoles introdujeron en Nueva España, la mayoría eran, por lo

menos básicamente, parecidos a los que ya se conocían en nuestro Unico Mundo. Es decir, producían

música si se soplaba a su través, se los golpeaba con palitos o se frotaban con una vara con muescas.

Pero los españoles también habían traído instrumentos diferentes de los nuestros, como aquel a guitarra, y

otros como la vihuela, el ama y la mandolina. Todo nuestro pueblo se sorprendió mucho, y con admiración,

de que tales instrumentos pudieran producir una música dulce a partir de aquel as simples cuerdas, siempre

bien tensadas, que pulsaban con los dedos o rascaban con un arco.

-Pero ¿por qué estás copiando una novedad extranjera? Estoy seguro de que los españoles tendrán sus

propios fabricantes de guitarras.

-Pero no tan expertos como lo somos nosotros -respondió con orgul o-. El padre y sus ayudantes nos

enseñaron a hacerlas, y ahora dice que hacemos estas mecahuéhuetin tan bien que son incluso superiores

a las que traen de Vieja España.

-¿Nosotros? -repetí-. ¿Es que no eres el único que hace guitarras?

-No, desde luego. Los hombres de aquí, de San Marcos Churitzio, se concentran en esta única habilidad.

Es la empresa particular que se ha asignado a esta aldea, como a otras aldeas de Utopía se les ha

asignado producir cerámica laqueada, objetos de cobre o lo que sea.

-¿Por qué?

Fue lo único que se me ocurrió decir, porque nunca antes había tenido noticia de que ninguna comunidad

se dedicase a hacer sólo una cosa y nada más.

-Ve a hablar con el padre Vasco -me dijo Erasmo-. El tendrá mucho gusto en explicártelo todo acerca de

cómo engendró esta Utopía nuestra.

-Así lo haré. Gracias, cuatl Erasmo, y mixpantzinco.

En lugar de decir "ximopanolti" a modo de despedida, lo que dijo fue:

-Vaya con Dios. -Y añadió alegremente-: Vuelve por aquí, cuatl Juan. Tengo la intención de aprender a tocar

una de estas cosas un día de éstos.

Seguí caminando penosamente en dirección oeste, pero me detuve en una zona deshabitada y me escondí

entre unos arbustos para cambiarme el manto y el taparrabos por la camisa, los pantalones y las botas que

l evaba en el petate. Así que iba ataviado a la española cuando l egué a Santa Cruz Pátzcuaro. Cuando

pregunté, me enviaron a la pequeña iglesia de adobe y a la casa del cura que estaba contigua a el a. El

padre en persona me abrió la puerta; en modo alguno era tan altivo e inaccesible como lo son la mayoría de

los sacerdotes españoles. Además iba vestido con calzones y una camisa de tela fuerte, pesada y

manchada de trabajar, y no con una túnica negra.

Tuve el descaro de presentarme a él en español como Juan Británico, ayudante lego de fray Alonso de

Molina, notario de la catedral del obispo Zumárraga, y le expliqué que en aquel os momentos tenía la tarea,

por orden de mi amo Alonso, de visitar las misiones que la Iglesia tenía en aquel os parajes para hacer una

valoración e informar de los progresos.

-Ah, pues creo que de la nuestra darás buenos informes, hijo mío -me contestó el padre-. Me complace oír

que Alonso sigue trabajando con afán y asiduidad en las viñas de la Santa Madre Iglesia. Recuerdo a ese

muchacho con mucho cariño.

De manera que a mi tergiversación y a mí se nos aceptó al instante, sin cuestionar nada, por aquel buen

sacerdote. Y verdaderamente encontré que era bueno. El padre Vasco de Quiroga era un hombre alto,

delgado y de aspecto austero, pero con auténtico buen humor. Era lo bastante viejo como para no necesitar

tonsura a causa de la calvicie, pero todavía era vigoroso, como lo atestiguaba el hecho de que l evara ropa

de trabajo, cosa por la que se disculpó humildemente.

-Ya sé que debería vestir una sotana como es debido para darle la bienvenida a un emisario del obispo,

pero es que hoy estoy ayudando a mis frailes a construir una porqueriza detrás de esta casa...

-Pues no permitas que yo te interrumpa...

-No, no, no. Cielo santo, me alegro de tomarme un respiro. Siéntate, hijo Juan. Veo que estás aún

polvoriento del camino. -Llamó a alguien que se encontraba en otra habitación para que nos l evase un

poco de vino-. Siéntate, siéntate, hijo mío. Y cuéntame. ¿Has visto muchas cosas de las que el Señor nos

ha ayudado a realizar por estos parajes?

-Sólo unas cuantas. He estado hablando un rato con un tal Erasmo Mártir.

-Ah, si. De todos nuestros habilidosos constructores de guitarras, quizá él sea el más habilidoso. Y además

es un devoto cristiano converso. Y dime, Juan Británico, puesto que l evas el nombre de un santo inglés,

¿acaso conoces al difunto y piadoso don Tomás Moro, también de Inglaterra?

-No, padre. Pero, perdona, yo tenía entendido que los hombres de Inglaterra son blancos.

-Y así es. Moro era el nombre de ese hombre, no su raza ni su color. Murió hace poco de forma injusta y vil,

pues su único crimen fue su piedad cristiana; el rey de esa Inglaterra que es un hereje odioso y

despreciable, ordenó que lo ejecutaran. De todos modos, si no has oído hablar de don Tomás, supongo que

no conocerás su famoso libro De optimo Reipublicae statu...

-No, padre.

-¿Ni de la Utopía que prefiguró en ese libro?

-No, padre. Pero le he oído pronunciar esa palabra al artesano Erasmo.

-Bien, Utopía es lo que intentamos crear aquí, alrededor de las oril as de este lago paradisíaco. Lo único

que lamento es no haber emprendido esta tarea hace años. Pero no hace tanto que soy sacerdote.

Entró un fraile joven que traía dos copas de madera exquisitamente tal ada y laqueada, sin lugar a dudas un

producto purepe. Nos entregó una a cada uno y se retiró en silencio; bebí con agradecimiento aquel vino

fresco.

-Durante la mayor parte de mi vida -continuó explicándome el padre en tono contrito- fui juez, hombre del

oficio de las leyes. Y cualquier ejercicio de la ley, permíteme decirte, joven Juan, es una profesión venal,

corrupta y aborrecible. Por fin, gracias a Dios, me di cuenta de que estaba deshonrando mi vida y mi alma

de una forma horrible. Y entonces fue cuando me despojé de la toga judicial, recibí las órdenes sagradas y

por fin me ordené para vestir la sotana. -Hizo una pequeña pausa y se echó a reír-. Desde luego, muchos

de mis antiguos adversarios de los juzgados me han citado con júbilo el viejo proverbio: "Hartóse el gato de

carne y luego se hizo fraile."

Me costó un momento traducir aquel o en la cabeza. "El gato se hartó de carne antes de convertirse en

fraile."

-La Utopía que imaginó Tomás Moro había de ser una comunidad ideal cuyos habitantes existirían en

perfectas condiciones -continuó diciendo el padre-. Donde los males que acarrea la sociedad, como

pobreza, hambre, miseria, crimen, pecado o guerra, se habrían desterrado para siempre. -Me contuve de

comentar que habría algunas personas, incluso en una comunidad ideal, que quizá quisieran conservar el

derecho a disfrutar pecando o haciendo la guerra-. De modo que he repoblado esta parte de Nueva Galicia

con familias de colonos. Además de instruirlos en los dogmas del cristianismo, mis frailes y yo les

enseñamos a usar las herramientas europeas y a emplear los métodos más modernos de agricultura y