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labranza. Aparte de eso, nos esforzamos por no dirigir a los colonos ni entrometernos en sus vidas. Cierto,

fue nuestro hermano Agustín quien les enseñó a hacer guitarras. Pero encontramos a hombres purepes

ancianos a los que pudimos convencer para que dejaran de lado viejas rivalidades y enseñaran a los

colonos las artesanías purepes ancestrales. Ahora cada aldea se dedica a perfeccionar una de esas artes:

trabajar la madera, la cerámica, los tejidos y demás, en la mejor tradición purepe. Y todos los colonos

incapaces de aprender una artesanía contribuyen a Utopía cultivando la tierra, pescando o criando cerdos,

cabras, pol os y cosas así.

-Pero padre Vasco -le pregunté-, ¿qué utilidad tiene para tus colonos algo como las guitarras? Ese Erasmo

con el que he hablado ni siquiera sabía hacer música con el a.

-Pues verás, hijo mío, se venden a los mercaderes de la Ciudad de México. Tanto las guitarras como los

demás objetos de artesanía. Muchos de el os los compran agentes de negocios que, a su vez, los exportan

a Europa. Además nos pagan muy buen precio por el os. El grueso del producto de nuestros agricultores y

ganaderos también se vende. Del dinero que recibimos, yo les pago una parte a las familias de la aldea,

dividida en partes iguales entre todas el as. Pero la mayor parte de nuestros ingresos la empleamos en

conseguir herramientas nuevas, semil as, ganado y todo aquel o que pueda mejorar y beneficiar a Utopía

en su conjunto.

-Eso suena muy práctico y loable, padre -le indiqué, y lo decía sinceramente-. Sobre todo porque, como

dice Erasmo, tú no haces que tu gente se mate trabajando como esclavos.

-¡Válgame Dios, no! -exclamó-. He visto esos obrajes infernales en la ciudad y en otros lugares. Puede que

nuestros colonos sean de una raza inferior, pero son seres humanos. Y ahora son cristianos, así que no son

animales brutos y sin alma. No, hijo mío. La norma aquí, en Utopía, es que la gente trabaje en comunidad

sólo seis horas al día, seis días a semana. Los domingos, desde luego, son para las devociones. Todo el

resto del tiempo de la gente es suyo y pueden emplearlo como gusten: cuidando los jardines de sus

hogares, en cosas privadas, en hacer vida social con sus paisanos. Si yo fuera un hipócrita podría decir que

simplemente me comporto como un cristiano al no ser un amo tirano. No obstante, la verdad es que nuestra

gente trabaja más y de manera más productiva que cualquier esclavo empujado a latigazos o que cualquier

obrero de los obrajes.

-Otra cosa que me dijo Erasmo es que sólo permites que hombres y mujeres ya casados se establezcan en

esta Utopía -le comenté-. ¿Acaso no obtendrías más trabajo de hombres y mujeres solteros, que no

tuviesen la carga de los hijos?

El padre pareció un poco incómodo.

-Pues no. Has abordado un tema más bien indecoroso. No presumimos de haber recreado el Edén aquí,

pero desde luego tenemos que combatir con Eva y con la serpiente. O con Eva haciendo de serpiente,

mejor dicho.

-Ayyo, perdona que lo haya preguntado, padre. Debes de referirte a las mujeres purepes.

-Exactamente. Desprovistas de sus propios hombres, y al saber que aquí en Utopía hay hombres jóvenes y

fuertes, a menudo han caído sobre nosotros para... ¿cómo decirlo...? Camelar a nuestros hombres para

que actúen de sementales. Eran una verdadera plaga cuando nos establecimos aquí al principio, y hasta la

fecha de vez en cuando todavía recibimos la visita inoportuna de alguna hembra. Me temo que nuestros

hombres de familia no sean todos, o no lo sean siempre, capaces de resistir la tentación, pero estoy seguro

de que los hombres sin esposa serían mucho más fáciles de seducir. Y ese tipo de libertinaje conduciría a

Utopía a la ruina.

-Me parece, padre Vasco, que tú lo tienes todo bien pensado y bien atado -le dije con aprobación-. Me

complacerá l evarle esa información al notario del obispo.

-Pero no solamente fiándote de mi palabra, hijo Juan. Da toda la vuelta al lago. Visita las aldeas. No te hará

falta un gula. De todos modos, no me gustaría que sospechases que te estaban enseñando sólo los

aspectos ejemplares de nuestra comunidad. Ve tú solo. Mira las cosas sencil as y sin barniz. Y cuando

regreses aquí, me gratificará que puedas decir, como en una ocasión dijo san Diego, que a un hombre lo

justifican sus obras, no sólo la fe.

14

Así que me dirigí al oeste, deteniéndome por lo menos una noche en cada aldea a la que l egaba, y luego

hacia el norte, hacia el este y hacia el sur hasta que hube rodeado todo el lago de los Juncos y volví de

nuevo al oeste, a la primera aldea de todas las que había visitado, San Marcos Churitzio, aquel a en la que

residía Erasmo Mártír.

Encontré que era cierto lo que el padre Vasco había que la gente que habitaba junto al lago vivía en

amistad, prosperidad y convivencia, y era comprensible que estuvieran contentos de vivir así. Y desde

luego habían dominado las antiguas artesanías de los purepechas. Una aldea producía objetos de cobre

batido: platos, fuentes y jarros de gracioso diseño y acabado ondulado. Otra hacía utensilios similares, pero

de una clase de cerámica que no se veía en ninguna otra parte de un lustroso color negro conseguido con

una mezcla de polvo de plomo con la arcil a. Otra aldea fabricaba los famosos objetos de laca por los que

los purepechas eran famosos desde tiempos remotos: bandejas, mesas, enormes biombos, todo el o de un

rico color negro bril ante, con incrustaciones de oro y muchos colores vivos. Otra confeccionaba esteras,

jergones y cestos de juncos trenzados procedentes del lago; eran, tengo que admitirlo, incluso más

elegantes que los que tejía mi querida Citlali. Otra aldea hacía joyas complicadas de alambre de plata; otra,

joyas de ámbar; otra trabajaba con el nácar de conchas de mejil ón. Y así sucesivamente a lo largo de todo

el perímetro del lago. Entre aldea y aldea, y alrededor de el as, estaban los campos labrados donde

cultivaban la caña dulce y la hierba también dulce l amada sorgo, así como otros productos más conocidos

para nosotros, como el maíz y las alubias. Los campos se veían mucho más fértiles que nunca en tiempos

pasados, antes de que nuestros campesinos tuvieran las ventajas de las herramientas y las ideas

importadas por los españoles.

No se podía negar que aquel os colonos mexicas se habían beneficiado enormemente de su asociación con

los españoles. Me pregunté a mí mismo si acaso las virtudes de la atractiva Utopía contrarrestaban las

miserias y las degradaciones que sufrían sus paisanos mexicas en aquel os abominables obrajes. Llegué a

la conclusión de que no, porque los mexicas que se encontraban en este último caso se contaban por

miles, muchos miles. Sin duda existían otros hombres blancos como el padre Vasco de Quiroga, hombres

que interpretaban el significado de la palabra cristianismo como "amorosa bondad". Pero yo sabía a ciencia

cierta que, aunque hubiese hombres de esta clase, se veían ampliamente sobrepasados en número por

esos otros hombres blancos malvados, avariciosos, engañosos y de corazón frío que también se l amaban

a sí mismos cristianos e incluso sacerdotes.

En aquel momento, lo admito, yo era igual de engañoso que cualquier hombre blanco. No estaba, como

suponía el padre Vasco, recorriendo las aldeas de su Utopía sólo para evaluarlas o admirarlas; las estaba

peinando en busca de algún habitante que pudiera colaborar en la sedición que yo estaba planeando. A