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todos los herreros de las aldeas que trabajaban con metales les enseñé mi arcabuz y les pregunté si

podrían hacerme una copia de aquel artilugio. Todos, desde luego, lo reconocieron como un palo de

trueno... y alabaron con entusiasmo al mexícatl que lo había construido. Pero también todos mostraron

unanimidad al decir que, aunque se sentían inclinados a imitar a aquel artesano de talento, no disponían de

las herramientas necesarias. Y las respuestas que obtuve cuando les pregunté a todos los hombres si

alguno de el os estada dispuesto a unirse a mí para rebelarse contra los opresores españoles podrían

resumirse en la respuesta que obtuve de Erasmo Mártír, el último al que se lo pregunté.

-No -me contestó l anamente. Estábamos sentados juntos en el banco que había a la puerta de su casa,

donde, esta vez, él no estaba dándole forma de mujer a un pedazo de madera. Y continuó-: ¿Me tomas por

un tíahuele loco de atar? Soy uno de los pocos afortunados mexicas que tienen comida en abundancia,

cobijo seguro, están libres del abuso de cualquier amo y disfrutan de libertad para ir y venir a su antojo.

Incluso tengo prosperidad y un futuro prometedor para mi familia.

despojado de hombría, pensé con amargura: "lamiéndole el culo al patrón". Gruñí:

-¿Eso es lo único que deseas tener, Erasmo?

-¿Lo único que deseo? ¿Eres tú el que está tíahuele, Juan Británico? ¿Qué más podría querer un hombre

en este mundo, tal como está hoy en día?

-Hoy en día, tú lo has dicho. Pero hubo un tiempo en que los mexicas también tenían orgul o.

-Los que podían permitírselo. Los gobernantes tlátoantin, aquel os cuyos nombres acababan en -tzin, los

pípiltin, la clase alta, los cabal eros cuaútlin y otros por el estilo. El os eran tan orgul osos, en realidad, que

ni siquiera pensaban en nosotros, los plebeyos macehualtin, que les dábamos de comer, los vestíamos y

éramos sus sirvientes. Sólo se acordaban de nosotros cuando nos necesitaban en el campo de batal a.

-La mayoría de los cuaútlin de los que hablas -le dije fueron antes simples macehualtin que consiguieron

subir desde la clase plebeya a la de los cabal eros porque lucharon contra los enemigos de los mexicas,

estuvieron orgul osos de hacerlo y lo demostraron con sus proezas en el campo de batal a.

Erasmo se encogió de hombros.

-Yo aquí tengo todo lo que cualquier cabal ero mexícail tuvo en la vida, y me lo he ganado sin luchar.

-¡No te lo has ganado! -le recordé l eno de enojo-. Te lo han dado.

Volvió a encogerse de hombros.

-Como quieras. Pero trabajo mucho para ser digno de el o y para poder conservarlo. Y también para

demostrarle mi gratitud al padre Vasco.

-El padre es bueno y afable, eso es cierto. Pero ¿no te das cuenta, cuatl Erasmo? Está degradando vuestra

hombría mexícatl lo mismo que lo haría un amo blanco cruel que utilizase el látigo. Os trata como si no

fuerais más que animales salvajes domesticados. O niños en pañales.

Por lo visto, aquél era el día en que a Erasmo le tocaba encogerse de hombros.

-Incluso el hombre más hombre sabe apreciar que lo traten con tierna solicitud. -Ahora sorbió por la nariz,

como si estuviera a punto de echarse a l orar-. Como una buena esposa trata a un buen marido.

Parpadeé, atónito.

-¿Qué tiene que ver una esposa con...?

-Cal a. Basta ya, por favor, cuatl Juan. Ven, acompáñame un rato caminando. Me gustaría hablar contigo de

algo que es de distinta naturaleza.

Extrañado, lo acompañé. Cuando estuvimos algo alejados de la casa me aventuré a decir:

-No pareces ni mucho menos tan alegre como cuando te vi la última vez y no hace tanto tiempo de eso.

Volvió a sorber por la nariz y después reconoció con aire fúnebre:

-En eso tienes razón. Tengo la cabeza gacha. Me sangra el corazón y me tiembla la mano tanto que mi

trabajo se resiente.

-¿Estás enfermo, Erasmo?

-Será mejor que te dirijas a mí por mi nombre pagano, Ixtálatl, porque ya no soy apto para ser cristiano. He

pecado de un modo que no tiene redención. Estoy.. - afectado de chahuacocoliztli. -Esa palabra tan larga

significa "la enfermedad vergonzosa causada por el adulterio". Y él continuó, sin dejar de sorber-: No sólo

gotea mi corazón. También mi tepuli. Hace ya algún tiempo que no me atrevo a abrazar a mi buena esposa,

y el a no deja de quejarse y de preguntarme por qué.

-Ayya -murmuré compasivamente-. Entonces es que te has acostado con una de esas inoportunas mujeres

purepes. Bueno, estoy seguro de que cualquier ticitl de nuestro pueblo, y a lo mejor incluso un médico

español, puede aliviar esa dolencia. Y cualquier sacerdote de nuestra bondadosa diosa Tíazoltéotl puede

absolverte de la transgresión.

-Como cristiano converso, no puedo recurrir a la diosa Comedora de Porquería.

-Pues ve a confesarte con el padre Vasco. Me ha dicho que el pecado de adulterio no es precisamente

desconocido aquí, en Utopía. Seguro que ya habrá perdonado a otros antes y les habrá permitido que sigan

siendo cristianos.

Erasmo dijo en voz baja y en tono culpable:

-Es que, como hombre, me da demasiada vergüenza confesarme al padre.

-Entonces, ¿por qué, si puedo preguntártelo, te confiesas conmigo?

-Porque el a quiere conocerte.

-¿Quién? -exclamé muy sorprendido-. ¿Tu esposa?

-No. La mujer adúltera.

Yo estaba perplejo.

-¿Por qué, en nombre de todos los dioses, habría yo de consentir en ver a una ramera con el tipili

contaminado?

-Preguntó por ti l amándote por tu nombre. Por tu nombre pagano. Tenamaxtli.

-Debe de tratarse de Pakápeti -dije, aún más confuso porque si de De Puntil as tenía ya la enfermedad

cuando el a y yo copulábamos con tanta frecuencia y con tanto deleite, yo también tendría que estar

sufriendo y goteando. Y apenas si había habido tiempo desde entonces para que otro varón de paso

hubiera...

-No se l ama Pakápeti -me corrigió Erasmo; y de nuevo me dejó pasmado al anunciarme-: Ahí l ega ahora.

Aquel a coincidencia era demasiado grande para ser una coincidencia. La mujer debía de haber estado

observándonos mientras nos acercábamos desde algún escondite cercano, pues ahora se adelantó para

salir a nuestro encuentro. No era nadie que yo hubiera visto antes, y esperaba no volver a ver nunca

aquel a sonrisa fría y satisfecha con que me estaba sonriendo. Erasmo, hablando náhuatl, no poré, nos

presentó sin entusiasmo.

-Cuatl Tenamaxtli, ésta es Gónda Ke, quien expresó un ferviente deseo de conocerte.

No le dirigí ningún saludo de cortesía, sino que solamente le dije:

-Gónda Ke no es un nombre purepe. Y tienes abundante pelo en la cabeza.

Estaba claro que el a entendía perfectamente el náhuatl, porque respondió:

-Gónda Ke es un nombre yaqui.

Y movió altivamente la melena, negra como la muerte.

-Tengo que irme. Mi esposa... -murmuró Erasmo.

Y salió corriendo en dirección a su casa.

-Si eres yaqui -le dije a la mujer-, estás muy lejos de tu tierra.

-Gónda Ke ha estado muchos años alejada de esa tierra Ese era el modo como hablaba, sin decir nunca

"yo" o "mi". Siempre hablaba como si estuviera aparte de su propia presencia física. No parecía tener más

edad que yo, y era hermosa de cara y de formas; comprendí que tenía que haber seducido a Erasmo con

gran facilidad. Pero ya sonriera, frunciera el entrecejo o no tuviera expresión alguna, aquel rostro suyo

nunca dejaba de parecer satisfecho. Eso implicaba que el a poseía algún conocimiento secreto, íntimo y