nada limpio, con el que podía hacer daño o incluso condenar a Mictian a cualquier persona que eligiera.
Había un único rasgo en su cara que sólo se veía muy de vez en cuando entre nuestra gente.
-Tienes una gran profusión de pecas -comenté sin importarme si me estaba mostrando grosero, porque
supuse que era una manifestación de su detestable enfermedad.
-Gónda Ke tiene pecas por todo el cuerpo -reconoció con una sonrisa satisfecha, como invitándome a echar
un vistazo.
Yo no le hice caso y le pregunté:
-¿Qué te ha traído tan al sur de las tierras yaquis? ¿Vas en busca de algo?
- Si.
¿Qué buscas?
-A ti.
Me eché a reír sin humor.
-No me había dado cuenta de que mi atractivo tuviera un alcance tan largo. De todos modos, ya sé que en
lugar de encontrarme a mí encontraste a Erasmo.
-Pero sólo para encontrarte a ti.
De nuevo me eché a reír.
-Erasmo tiene buenos motivos para desear que no lo hubieras encontrado nunca a él.
La mujer me dijo con indiferencia:
-Erasmo no importa. Gónda Ke espera que él le transmita la enfermedad a todos los demás mexicas que
hay por aquí.
Todos el os se merecen ese sufrimiento y esa vergüenza. Son débiles y cobardes como sus antepasados,
que se negaron abandonar Aztlán conmigo.
Se me despertaron los recuerdos. Y, creo yo, también se me agitaron las raíces de los cabel os de la nuca.
Recordé como mi bisabuelo Canaútli, el Evocador, me había hablado de la mujer yaqui de antaño (y si, el a
se l amaba Gónda Ke) que había convertido a algunos de los apacibles primitivos aztecas en los belicosos
mexicas que más tarde se abrieron camino hacia la grandeza por medio de la guerra.
-Eso fue hace haces y haces de años -le dije, convencido de que el a no necesitaba que yo le explicase a
qué me refería con "eso"-. Si no moriste entonces, como se comentó, mujer yaqui, ¿qué edad debes de
tener ahora?
-Eso tampoco importa. Lo que importa es que tú, Tenamaxtli, has abandonado Aztlán. Y ahora estás en
disposición de aceptar el regalo de la otra enfermedad de Gónda Ke.
-¡Por Huitzli, yo no quiero ninguna de tus aflicciones! -estal é.
-¡Ayyo, si que las quieres! Acabas de pronunciar la palabra precisa, el nombre de él, Huitzilopochtli, el dios
de la guerra. Porque ésa es la otra enfermedad de Gónda Ke, una enfermedad que el a con mucho gusto te
ayudará a extender por todo el Unico Mundo. La guerra!
No pude hacer otra cosa que mirarla con fijeza. Últimamente no había tomado chápari, así que aquel a
horrible criatura no podía ser una alucinación de borracho.
-Aquí no podrás reclutar guerreros, Tenamaxtli. Y no dejes que te tiente quedarte a holgazanear en esta
cómoda Utopía. Tu tonali te ha destinado a una vida más dura y gloriosa. Dirígete al norte. Tú y Gónda Ke
os encontraréis de nuevo, probablemente en muchas ocasiones, a lo largo del camino. Dondequiera que la
necesites, al í estará para ayudarte a contagiar a otros de la enfermedad sublime que tú y el a compartís.
Había ido caminando poco a poco hacia atrás, alejándose de mí mientras hablaba, y ahora ya se
encontraba a cierta distancia; así que le grité:
-¡No te necesito! No me haces falta! Puedo hacer la guerra sin ti! Vuelve a Mictían, de donde has venido!
Justo antes de que desapareciera detrás de la esquina de una de las casas de la aldea, Gónda Ke habló
por última vez; no lo hizo en voz muy alta, pero si audible y amenazadora:
-Tenamaxtli, ningún hombre puede nunca rechazar o eludir a una mujer inclinada al desprecio y a la
malevolencia. Nunca te verás libre de ésta mientras el a viva, odie y maquine.
-Ni siquiera he oído hablar de los yaquis nunca -me dijo el padre Vasco.
-Moran en el rincón noroeste más remoto del Unico Mundo -le expliqué-. En los terrenos montañosos y
boscosos situados más al á de los desiertos baldíos que nuestro pueblo l ama la Tierra de los Huesos
Muertos. Los yaquis tienen fama de ser los más fieros, los salvajes más sedientos de sangre; desprecian a
todos los demás seres humanos, incluidos sus parientes más cercanos. Yo estoy dispuesto a dar crédito a
esa reputación, sobre todo después de conocer ayer a mi primer yaqui. Si las mujeres son como el a, los
hombres deben de ser verdaderos monstruos.
Era porque me caía bien y admiraba al padre Vasco por lo que yo me había tomado la molestia de volver a
la aldea capital de Santa Cruz Pátzcuaro para visitarlo. Omitiendo mencionar las aspiraciones belicosas de
la mujer yaqui, tanto las que había expresado el a el día anterior como las que se le imputaban en las
historias de Canaútli de tiempos remotos, le relaté al padre todo lo demás que yo sabía de sus malas obras
e intenciones.
-Sucedió en una época anterior a lo imaginable -le comenté-, pero los hechos nunca se olvidaron. Las
palabras se las fueron repitiendo los ancianos Evocadores de uno a otro. Explican cómo esa misteriosa
mujer yaqui se infiltró en nuestra serena Aztlán predicando el culto a un dios ajeno, y con el o enemistando
a hermano contra hermano.
-Hmmm -musitó el padre-. Lilit viene de Cain y Abel.
-¿Perdona? -dije yo.
-Nada. Continúa, hijo mío.
-Bien. O el a no murió hace todos esos siglos y se convirtió en un demonio inmortal, o engendró un largo
linaje de hijas demonio. Porque ciertamente existe esa mujer yaqui que intenta desbaratar tu Utopía. Esta
Gónda Ke es una amenaza mucho peor para tus colonos que cualquier cantidad de mujeres purepes, que
sólo están hambrientas del abrazo de un hombre. Era creencia de mi bisabuelo que, como los varones
yaquis son tristemente famosos por abusar de sus hembras, esta mujer yaqui en particular se propone
vengarse de todos los hombres vivos.
-Hmmm -murmuró de nuevo el padre-. Siempre, desde Lilit, todos los países del Viejo Mundo han conocido
hembras depredadoras como ésta, ansiosas de arrancarle las entrañas a cualquier varón. Mujeres reales o
mitos, ¿quién es capaz de distinguirlo? En diversos idiomas el a es la arpía, la lamía, la esposa bruja, la
hechicera de pesadil a, la bel a dama sin merced. Pero dime Juan Británico si yo he de frustrar a este
demonio, ¿cómo puedo encontrarla y reconocerla?
-Podría resultarte difícil -admití-. Gónda Ke sería capaz de pasar por una joven transeúnte de cualquier
nación (excepto por una mujer purepe calva, desde luego), incluso por una señorita española, si escogiera
ese disfraz. Confieso que no recuerdo su cara lo suficientemente bien como para describirla. Era bastante
atractiva, pero parece desdibujarse en mi memoria. Toda el a excepto tres cosas: puedo decirte que su
cabel o no es de ningún color viviente, tiene la piel moteada con pecas y sus ojos son como los del lagarto
axólotl. Pero si, como creo esa mujer me vio tomar el camino que conduce hasta aquí, padre, sabrá que
intento advertirte acerca de el a, y puede que se haya escondido o que haya huido de Utopía para siempre.
Nos interrumpió la súbita entrada de aquel fraile joven que yo ya había visto antes, agitado y gritando:
-¡Padre! Venid de prisa! Hay un terrible incendio al este Parece que San Marcos Churitzio, la aldea de las
guitarras está en l amas!
Nos precipitamos al exterior y miramos hacia donde señalaba. Una inmensa columna de humo se alzaba
al í, muy parecida a la que había producido yo sobre la Colina de los Saltamontes. Pero esta maldad no era
obra mía, así que permanecí donde estaba mientras el padre Vasco, sus frailes y los demás habitantes de
Santa Cruz salían corriendo para ayudar a sus vecinos de San Marcos. Yo, desde luego, supuse que el