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fuego era obra de aquel a malévola Gónda Ke... hasta que noté que alguien me tiraba del manto, me volví y

vi que se trataba de De Puntil as, que esta vez había personificado su nombre acercándoseme de puntil as

y en silencio por detrás. Lucía una amplia y triunfante sonrisa, así que al instante dije:

-¡Has sido tú quien ha hecho eso! Incendiar la aldea.

-No he sido yo, sino mis mujeres guerreras. Desde que las reuní, te hemos estado buscando todo el tiempo,

Tenamaxtli. Te vi en aquel a aldea de al á. Cuando te marchaste les di órdenes a mis mujeres, y luego te he

seguido hasta aquí. -Con cierto desprecio, añadió-: Ya he visto que no has encontrado partidarios.

Señalé hacia el humo.

-Pero ¿por qué hacer eso? Esos mexicas son inofensivos.

-Precisamente porque son inofensivos. Para demostrarte lo que nosotras, unas simples mujeres, somos

capaces de hacer. Ven, Tenamaxtli, antes de que regresen los españoles. Ven a conocer a las primeras

reclutas de tu ejército de rebelión.

La acompañé a la falda de una montaña que daba al lago, donde sus "guerreras" se habían reagrupado

para esperarla después de atacar con antorchas los edificios de la aldea de Erasmo. Además de De

Puntil as había cuarenta y dos hembras de todas las edades, desde las que eran apenas núbiles hasta

venerables matronas. Aunque su apariencia era agradable en diferentes grados -eso sí, todas el as

uniformemente calvas-, parecían saludables, robustas y decididas a demostrar su valor. Yo pensé con

resignación: "Bueno, sólo son mujeres, pero son cuarenta y tres aliados más de los que he tenido hasta

ahora..." Y entonces, de pronto, mi presuntuosidad masculina sufrió un revés.

-Pakápeti -le ladró una de las mujeres mayores-. Fuiste tú quien nos alistó en esta aventura. ¿Por qué nos

pides ahora que aceptemos a este forastero como nuestro líder?

Confiaba en que de De Puntil as dijera algo acerca de mis cualidades para el liderazgo, o por lo menos que

mencionase el hecho de que aquel a "aventura" era una idea mía originariamente, pero lo único que

comentó, dirigiéndose a mi, fue:

-Tenamaxtli, muéstrales cómo funciona tu arcabuz.

Aunque considerablemente exasperado, hice lo que me decía: cargué el arma y luego disparé contra una

ardil a que estaba encaramada en una rama de árbol no muy distante. (Esta vez, felizmente, le di a aquel o

a lo que apuntaba.) La bola de plomo desintegró por completo al animalito, pero las mujeres manosearon

con excitación los restos hechos trizas de la piel, se los pasaron unas a otras, cloquearon con admiración

ante la capacidad de destrucción del palo de trueno y se quedaron maravil adas de que yo poseyera una

cosa así. Luego, juntas, empezaron a pedir a voces que les enseñara a usar el arcabuz y que les dejase

practicar con él por turnos.

-No -me negué con firmeza-. Si cada una de vosotras se procura uno, cuando los tengáis os enseñaré a

usarlo.

¿Y cómo vamos a lograr eso? -me preguntó la misma mujer mayor en tono exigente; tenía la voz (y el

rostro) de un cóyotl-. Los hombres blancos no suelen dejar sus armas sólo porque alguien se las pida.

-Aquí tenéis a alguien que os enseñar cómo hacerlo -dijo una voz nueva.

Se nos había unido la cuadragésimo cuarta mujer, y ésta no era calva, no era purepe: se trataba otra vez de

la yaqui Gónda Ke, que de nuevo se entrometía en mis asuntos. Era evidente que, en el poco tiempo que

hacía que yo no la había visto, aquel demonio se había unido a la tropa de mujeres y se había congraciado

con el as, porque la escucharon con gran respeto mientras hablaba. Y ni siquiera yo encontré nada que

oponer a lo que dijo:

-Entre vosotras hay muchachas bonitas. Y hay numerosos soldados españoles aquí, en Michoacán, que

ocupan puestos avanzados del ejército o protegen las estancias de los terratenientes españoles. Sólo

tenéis que l amar la atención de esos hombres, y con vuestra bel eza y vuestras tretas de seducción...

-¿Sugieres que vayamos a horcajadas sobre el camino? -exclamó una de las jóvenes más bonitas,

utilizando una expresión que connotaba prostitución o promiscuidad desenfrenada-. ¿Querrías que

copulásemos con nuestros enemigos declarados?

Estuve tentado de decir que incluso los cristianos odiosos y sucios eran preferibles a las cabras machos y

otras parejas por el estilo que el as tenían a su disposición en Michoacán. Pero guardé silencio y dejé que

respondiera Gónda Ke.

-Hay muchas maneras de liquidar a un enemigo en la guerra, joven. Y la seducción es un modo que les

está negado a los combatientes varones. Deberías estar orgul osa de poseer una arma única y propia de

nuestro sexo femenino.

-Bueno... -murmuró la muchacha que había protestado, un tanto suavizada.

Gónda Ke continuó hablando.

-Además, como mujeres purepes, tenéis otra ventaja única. Las hembras de los españoles son

repelentemente peludas en la cabeza y en el cuerpo. Los soldados españoles sentirán curiosidad por...

¿cómo diríamos...? Por explorar a cualquier mujer total y tentadoramente desprovista de pelo.

La mayoría de aquel as cabezas calvas asintieron, indicando que estaban de acuerdo.

-Id hasta cada soldado o hasta cada puesto de guardia continuó la mujer yaqui-, solas o en grupo, y ejerced

vuestros encantos. Haced cualquier cosa que sea necesaria, ya sea para debilitar a los soldados con la

lujuria o, si queréis l egar más lejos, para estrujarlos, dejándoles lacios e indefensos. Y luego les robáis sus

palos de trueno.

-Y cualesquiera otras armas que puedan tener-me apresuré a añadir-. Y también la pólvora y el plomo

necesarios para que esas armas funcionen.

-¿Ahora mismo? -preguntaron varias de las mujeres, casi ansiosas-. ¿Podemos ir en este mismo instante a

buscar a esos soldados?

-No veo por qué no -les contesté-, si verdaderamente estáis dispuestas a emplear vuestro atractivo

femenino en nuestra causa. Pero comprenderéis que no he tenido tiempo todavía de pensar en ningún plan

extenso de acción. Para que sea más seguro, tenemos que ser más. Y para encontrar a más, debo ir

mucho más al á de esta tierra.

-Yo iré contigo -dijo de De Puntil as con decisión-. Si he podido reunir a todas estas mujeres en tan poco

tiempo, seguro que puedo hacer lo mismo entre otros pueblos y naciones.

-Muy bien -acepté, ya que no tenía objeción alguna que hacer contra la compañía de tan emprendedora (y

agradable) consorte-. Y puesto que tú y yo vamos a estar viajando -añadí, concediéndole con el o a de De

Puntil as con magnanimidad el rango de líder igual al mío-, sugiero, Pakápeti, que los dos juntos

nombremos a un segundo en el mando aquí.

-Sí -convino el a; y echó un vistazo a las al í reunidas-. ¿Por qué no tú, camarada recién l egada?

Señaló hacia la mujer yaqui.

-No, no -respondió ésta tratando de parecer modesta y humilde-. Estas valientes mujeres purepes deberían

tener como jefe a una de el as. Además, igual que tú y Tenamaxtli, Gónda Ke tiene trabajo que hacer en

otra parte. Por la causa.

-Entonces -dijo de De Puntil as-, recomiendo a Kurápani. E indicó a la mujer con cara de eóyotl; otra que

también tenía un nombre egregiamente equivocado, porque la palabra poré significa Mariposa. Estoy de

acuerdo -indiqué; y le hablé directamente a Mariposa-. Pasará mucho tiempo antes de que podamos hacer

la guerra como es debido contra los hombres blancos. Pero mientras Pakápeti y yo recorremos el país para