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buscar más reclutas, tú te encargarás de montar esa campaña para conseguir armas.

-¿Y nada más? -me preguntó la mujer al tiempo que me enseñaba el recipiente con ascuas que, de

momento, era su única arma-. ¿No podemos además provocar algunos incendios?

-¡Ayyo, faltaría más! -exclamé-. De todo corazón estoy a favor de cualquier cosa que hostigue a los

españoles y los preocupe. Además, los incendios que provoquéis en los puestos del ejército o en las

haciendas distraerán su atención de otros preparativos de guerra que Pakápeti y yo podamos estar

haciendo en otra parte. Sólo una cosa más, sin embargo, Mariposa. Por favor, no molestéis más a ninguna

de estas aldeas que hay alrededor de Pátzcuaro. Ni el padre Vasco ni sus mexicas domesticados son

nuestros enemigos. -La mujer asintió, aunque a regañadientes. Gónda Ke frunció el entrecejo y pareció

dispuesta a desafiar mis instrucciones, pero yo le di la espalda y le hablé a de De Puntil as-: Desde aquí

iremos hacia el norte, y podemos empezar a caminar ahora mismo, si estás preparada. Veo que ya tienes el

petate de viaje. ¿Hay algo más que necesites, algo que yo pueda proporcionarte?

-Si -respondió el a-. En cuanto sea posible, Tenamaxtli, quiero un palo de trueno para mí.

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-Insisto -dijo de De Puntil as unos diez o doce días después-. Quiero un palo de trueno para mí. Y

probablemente ésta será la última oportunidad de que consiga uno.

Estábamos agazapados entre unos arbustos en un promontorio desde el que se divisaba un cuartel

español. Sólo era una barraca de madera pequeña en la que había apostados dos soldados, armados y con

armadura, con un corral cercado al lado que contenía cuatro cabal os, dos de el os ensil ados y con riendas.

-Y también podríamos robar un cabal o para cada uno de nosotros -añadió con impaciencia de De

Puntil as-. Estoy segura de que podríamos aprender a montarlos.

Nos encontrábamos en la frontera norte de Nueva Galicia. Todo lo que quedaba al sur lo l amaban

cómodamente los españoles Tierra de Paz, y a lo que estaba al norte lo conocían como Tierra de Guerra; a

esta zona que se extendía a lo largo de la frontera se la describía un poco borrosamente como Tierra

Disputable. A lo largo de el a, de este a oeste, había puestos del ejército como aquél situados a unas

cuantas carreras largas unos de otros, y patrul as a cabal o se movían continuamente entre el os. Los

soldados estaban siempre alerta contra cualquier ataque causado por grupos guerreros procedentes de las

naciones de la Tierra de Guerra.

Años atrás, aquel os mismos guardias u otros parecidos habían hecho poco caso cuando mi madre, mi tío y

yo, que, obviamente, éramos unos viajeros inofensivos, cruzamos por algún lugar de aquel a misma

frontera en dirección al sur. Pero ahora no me atrevía a suponer que en esta ocasión los soldados pusieran

tan poca atención como entonces. Y uno de los motivos de que pensara así era que estaba seguro de que

hasta el guardia más negligente tendría mucho gusto en detener y registrar a una joven tan l amativamente

poco común y atractiva como de De Puntil as; y probablemente le haría algo más que eso.

-Bueno, ¿qué hacemos? -me preguntó el a clavándome un codo en las costil as.

-No estoy demasiado ansioso de compartirte con otro, en especial si ese otro es blanco -gruñí.

-¡Ayya! -se burló de De Puntil as-. Pues no vacilaste en decirles a aquel as otras mujeres que fueran a

postrarse y a prostituirse con el os.

-No conocía tan íntimamente a esas otras mujeres como te conozco a ti. Ni el as tenían consortes que

objetasen que fueran a horcajadas por el camino. Tú si.

-Entonces mi consorte también puede rescatarme antes de que me mancil en sin redención. ¿Esperamos a

que uno de esos hombres se marche y sólo nos quede uno del que ocuparnos?

-Sospecho que ninguno de los hombres se marchará hasta que no l egue una patrul a de algún otro puesto.

Si de verdad estás decidida a el o, será mejor que actuemos ahora. Mi arma está cargada. Ve y utiliza las

tuyas: tu seducción. Cuando tengas a tu víctima completamente atontada y el otro esté boquiabierto, da un

grito... de admiración extasiada, de emoción, de lo que sea.. - pero lo bastante fuerte como para que yo lo

oiga. Y entonces entraré violentamente por la puerta. Estate preparada para agarrar y sujetar a tu hombre

mientras yo mato al que mira. Luego, entre los dos, reduciremos al tuyo.

-El plan parece bastante sencil o. Los planes sencil os son los mejores.

-Esperemos que así sea. No te dejes l evar por la emoción tanto que se te olvide dar el grito.

De Puntil as me preguntó, tentadora:

-¿Tienes miedo de que quizá me guste el abrazo de un hombre blanco? ¿De que incluso l egue a preferirlo?

-No -repuse-. Cuando te hayas acercado lo suficiente a un hombre blanco como para poder olerlo, dudo

que lo prefieras. Pero quiero hacer esto con rapidez. En cualquier momento l egará una patrul a.

-Entonces... ximopanolti, Tenamaxtli -dijo el a despidiéndose con toda formalidad a modo de burla.

Se levantó de entre los arbustos y comenzó a bajar por la cuesta, lentamente, pero sin ninguna formalidad,

moviendo las caderas como si estuviera haciendo lo que nuestra gente l ama el quequezcuicatl, "la danza

de las cosquil as". Los soldados debieron de verla por algún agujero que habría en la pared de la barraca.

Los dos se acercaron a la puerta y, excepto por una mirada significativa que intercambiaron entre el os, la

estuvieron observando con mirada impúdica mientras el a avanzaba; luego, amablemente se apartaron para

que el a entrase, y la puerta se cerró detrás de los tres.

Esperé, esperé y esperé, pero no oí el grito de l amada de Puntil as. Al cabo de un rato considerable

empecé a maldecirme por haber hecho mi plan demasiado sencil o. ¿Sospecharían los soldados que

aquel a mujer joven y bonita no viajaba sola? ¿Estarían simplemente reteniendo a su rehén mientras

esperaban, con las armas dispuestas, a que el acompañante de el a apareciese? Por fin decidí que sólo

había un modo de averiguarlo. Arriesgándome a que uno de los dos hombres siguiera mirando por el

agujero, me puse en pie, con lo que quedé a la vista desde la barraca. Al percatarme de que no se producía

ninguna explosión de pólvora, ni grito ni desafío, bajé corriendo del promontorio con el arcabuz dispuesto.

Como parecía que nadie se había percatado todavía de mi presencia, crucé el terreno l ano que se extendía

ante la barraca y apoyé un oído contra la puerta. Lo único que pude oír fue una especie de coro de voces

que gruñían. Aquel o me dejó perplejo, pero era evidente que a de De Puntil as no la estaban torturando

para hacerla gritar, así que aguardé un poco más. Al final, incapaz de soportar la intriga, le di un empujón a

la puerta.

No estaba cerrada, por lo que se abrió con facilidad hacia adentro permitiendo que la luz del día entrase en

el oscuro interior. En la pared trasera de la barraca, los guardias habían construido un estante con tablones,

que probablemente utilizarían tanto de mesa para comer como de catre para dormir, pero que ahora

estaban usando para algo distinto. Sobre aquel estante, de De Puntil as estaba estirada, con las piernas

desnudas separadas y el manto hecho un guiñapo alrededor del cuel o. Se mantenía en silencio, pero se