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retorcía desesperadamente porque ambos soldados la estaban violando a la vez. De pie, y cada uno en el

extremo opuesto del estante, habían introducido con brusquedad sus tepulis en los orificios inferior y

superior de el a, y se sonreían el uno al otro con lascivia mientras bombeaban y gruñían.

Al instante descargué mi arcabuz, y a tan corta distancia no pude errar el blanco. El soldado que estaba de

pie entre las piernas de Puntil as salió despedido lejos de el a contra la pared de la barraca; la coraza de

cuero se rasgó y el pecho adquirió un color rojo vivo. Aunque la habitación quedó al instante l ena de una

nube de humo azul, pude ver al segundo soldado que también salió despedido hacia atrás, con lo que se

alejó de la cabeza de Puntil as; y, curiosamente, éste también estaba empapado en sangre. Estaba claro

que seguía vivo, pues gritaba como una mujer, pero obviamente no suponía para mí un peligro inmediato,

porque con ambas manos se apretaba lo que quedaba de su tepuli, de donde la sangre manaba como del

chorro de una fuente. No gasté tiempo en echar mano de mi otra arma, el cuchil o de obsidiana que l evaba

en el cinturón, sino que simplemente le di la vuelta al arcabuz con una mano y lo agarré como si fuera una

porra. Tendí la otra mano hacia el soldado que sufría terriblemente, quien se puso de pie tambaleante; le

quité de un tirón el casco de metal y le golpeé la cabeza con la culata del arcabuz hasta que cayó muerto.

Cuando me separé de él y me di la vuelta, de De Puntil as se había bajado del tablón como había podido y

estaba de pie, tambaleándose; había dejado caer el manto que utilizaba para cubrir su desnudez mientras

se atragantaba, tosía y comenzaba a escupir en el suelo de tierra. Su rostro, al í donde no estaba

manchada de jugos viscosos, tenía un color verdoso y enfermizo. La agarré por un brazo, la saqué a toda

prisa al aire libre y empecé a decirle:

-Habría venido antes, Pakápeti...

Pero el a se limitó a apartarse de mí tambaleante, sin dejar de emitir sonidos ahogados, para ir a apoyarse

en la val a del corral de los cabal os, donde un tronco de árbol ahuecado que hacía las veces de abrevadero

contenía agua para los animales. Sumergió la cabeza debajo del agua y la echó varias veces hacia atrás

para hacer gárgaras con el agua en la boca y luego escupirla; mientras tanto había formado un recipiente

con las manos y se echaba agua por debajo del manto para lavarse las partes bajas. Cuando por fin se

sintió lo suficientemente limpia o compuesta como para hablar, empezó a hacerlo, aunque atragantándose y

teniendo arcadas entre palabra y palabra.

-Ya lo has visto... no podía... gritar...

-No hables -le recomendé-. Quédate aquí y descansa. Tengo que ocultar los cadáveres.

Sólo el hecho de mencionar a aquel os hombres hizo que la cara se le descompusiera y se le volviera gris

de nuevo, así que la dejé y me dirigí a la barraca. Mientras arrastraba a uno de los hombres muertos y

luego al otro y los sacaba por la puerta cogiéndolos por los pies, se me ocurrió una idea. Corrí de nuevo a lo

alto del promontorio y vi que no se divisaba ninguna patrul a ni ningún otro ser que se moviera ni al este ni

al oeste. De modo que bajé corriendo otra vez al lugar donde estaban los soldados y, con torpeza, pero con

la mayor rapidez que pude, les desaté las diversas piezas de metal y de cuero de las armaduras. Cuando

puse al descubierto el uniforme de gruesa lona azul que l evaban debajo, también se lo arranqué del

cuerpo. Varias de las prendas estaban destrozadas por el impacto de mi arcabuz o empapadas de sangre.

Pero salvé y puse aparte una camisa, unos pantalones y un par de robustas botas militares. Una vez

desnudos, los cadáveres resultaban bastante más fáciles de mover, pero cuando por fin acabé de

arrastrarlos a ambos hasta el lado más alejado del promontorio, yo estaba jadeando y sudando

profusamente. Al í los matorrales eran muy espesos, y creo que realicé un trabajo bastante meritorio

escondiéndolos a el os y a lo que quedaba de sus armas entre la maleza. Luego, ayudándome con una de

aquel as camisas suyas rotas, volví sobre mis pasos y borré los trazos que había dejado (mis propias

huel as, las manchas de sangre, las ramitas rotas y las hojas en desorden), esforzándome todo lo posible

porque no se notasen.

El humo se había disipado de la barraca ya, así que entré en el a otra vez y cogí los dos arcabuces que los

soldados no habían tenido ocasión de usar, las bolsas de cuero en las que guardaban las bolas y la

pólvora, dos cantimploras de metal y un buen cuchil o afilado de acero. También había una bolsa con carne

seca y fibrosa que me pareció que valía la pena l evarse y unas tiras de cuero y cuerdas. Mientras recogía

esas cosas, vi que el suelo de tierra estaba muy salpicado de sangre que se iba ya coagulando, de modo

que utilicé el cuchil o para levantar la superficie de tierra y luego empecé a apisonarla de nuevo con los

pies. Estaba ocupado en eso cuando se me ocurrió una cosa; me detuve y miré con más detenimiento por

todo el suelo a mi alrededor.

-¿Qué estás haciendo? -me preguntó de De Puntil as con impaciencia. Estaba apoyada contra la jamba de

la puerta, lánguida, todavía con aspecto enfermo y desgraciado-. Ya los has escondido. Tenemos que

marcharnos de aquí.

Me di cuenta de que intentaba valientemente reprimir aquel os espasmos de nauseas que le revolvían el

estómago, pero el pecho le latía a causa del esfuerzo.

-Quiero esconder cualquier rastro de el os -le dije-. Hay... er... un pedazo que falta.

De Puntil as pareció de pronto aún más asqueada que antes, y las sacudidas de su pecho volvieron a

convertirse en violentas arcadas mientras decía:

-No lo hice adrede... pero... con el ruido del trueno.., mordí... y luego yo...

Tragó, con un golpe de flema, para reprimir el nudo que estranguló las palabras que iba a decir a

continuación. Yo no necesitaba oír esas palabras. También tuve que tragar varias veces para evitar vomitar

del modo menos viril.

De Puntil as desapareció de la puerta y yo me apresuré a acabar de apisonar el suelo de la barraca. Luego

corrí una vez más a lo alto del promontorio para asegurarme de que no nos interrumpiera ninguna patrul a o

algún viajero. Aunque ya me iba sintiendo muy cansado, continué, tratando de portarme como un hombre

para infundir ánimo a la pobre de De Puntil as, que estaba de nuevo haciendo gárgaras con el agua del

abrevadero. Virilmente, vencí lo que habría sido la timidez natural de cualquiera ante unos animales tan

enormes y desconocidos como los cabal os, y me aproximé a el os dentro del corral val ado. Me sorprendió

un poco, aunque me envalentonó mucho, el ver que no retrocedían al sentirme ni me atacaban con los

enormes cascos. Los cuatro animales se limitaron a mirarme con ojos de ciervo que denotaban una leve

curiosidad, y uno de los dos animales que tenían el lomo descubierto se estuvo quieto y muy sumiso

mientras le ponía sobre la espalda las diversas cosas que yo había saqueado de los soldados y de la

barraca, atándolas encima de él con los pedazos de cuerda y las correas que había encontrado al í. Al ver

que el animal continuaba sin dar señal de protesta, añadí a la carga mi petate de viaje y el de Puntil as.

Luego me acerqué hasta donde ésta estaba sentada junto al abrevadero, acurrucada y pesarosa, y me

incliné para ayudarla a ponerse de pie. de De Puntil as dio un respingo, rechazó mi mano y dijo, casi en un