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dos guardias fronterizos, si que la convencí para que se pusiera la camisa, los pantalones y las botas que

yo había adquirido en la catedral. Eran con mucho demasiado grandes para el a, desde luego, pero

sirvieron para nuestro propósito. Yo me puse las botas militares, la camisa azul y los pantalones del

uniforme de uno de los soldados. Cuando emprendimos el camino traté de montar en el cabal o sin sil a que

no l evaba fardo alguno, pensando que tal vez podría adaptarme mejor a su espalda desnuda. Pero no

conseguí hacerlo. Incluso yendo al paso, pronto empecé a temer que el espinazo del cabal o estaba

separándome en dos, desde las nalgas hacia arriba. Abandoné el intento y volví a montar en el cabal o

ensil ado.

Ayya, no me extenderé en relatar todos los sufrimientos y errores que de De Puntil as y yo cometimos

durante los días que siguieron. Baste decir que acabamos por acostumbrarnos a montar a horcajadas en

los animales, lo mismo que se acostumbraron nuestros músculos, nuestra piel y nuestros glúteos. En

realidad, con el tiempo, y como para demostrar la verdad del comentario que el a me había hecho en cierta

ocasión, de De Puntil as se convirtió en mucho mejor amazona que yo jinete, y se deleitaba en hacer gala

de su proeza. Yo, por lo menos, logré no irle a la zaga una vez que aprendí a animar a mi cabal o para que

pasase directamente del paso al galope, en que era mucho más fácil ir sentado. Cualquier cosa menos

sufrir los botes del trote.

Además, durante aquel os días, a medida que nuestros dolores y sufrimientos disminuían, le enseñé a de

De Puntil as a cargar y descargar el arcabuz, permitiéndole usar uno de los que les había quitado a los

soldados. Para consternación mía, el a resultó también ser mejor que yo en aquel o. Es decir, el a

conseguía que la bola de plomo le diera a cualquier cosa a la que apuntase -aunque fuese a una distancia

considerable- por lo menos tres veces de cada cinco, mientras que yo me habría considerado ducho si

hubiera podido hacer lo mismo una vez de cada cinco. Sin embargo, mi orgul o masculino quedó a salvo

cuando cambié el arma con el a, y nuestro respectivo porcentaje de aciertos cambió de acuerdo con el

arma. Era evidente que por algún motivo los arcabuces de los soldados eran más certeros que la copia que

el artesano Pochotl me había hecho a mi. Examiné con cuidado las tres armas que ahora teníamos en

nuestro poder y no pude apreciar diferencia alguna entre el os que explicase este fenómeno. Pero, desde

luego, yo no era experto en esas cosas, como tampoco lo era Pochotl.

Así que, a partir de entonces, de De Puntil as y yo l evábamos cada uno nuestro propio arcabuz robado. Yo

estimé prudente l evarlos ocultos en las mantas de dormir enrol adas, y sólo sacábamos uno cuando de De

Puntil as deseaba cazar para que tuviéramos carne fresca. A de De Puntil as le gustaba hacer de eso una

tarea particular suya, y tenía inclinación a alardear de su puntería abatiendo conejos y faisanes. Pero le

advertí que la pólvora era demasiado preciosa para desperdiciarla en seres tan pequeños, sobre todo

porque cuando aquel a pesada bola le acertaba a uno de el os no quedaba gran cosa del animal para

comer. Desde entonces el a sólo apuntaba a ciervos y a jabalíes. Yo no deseché el arma que había

fabricado Pochotl y que tanto trabajo le había costado manufacturar, sino que la guardé oculta entre

nuestros bultos, por si alguna vez la necesitábamos.

Una de las noches que pasamos en las tierras del interior me aventuré de nuevo a acariciar a de De

Puntil as, que estaba acostada entre sus mantas a mi lado. Y de nuevo me rechazó.

-No, Tenamaxtli -me dijo-. Me siento impura. Debes de haber visto que me ha salido un rastrojo en la

cabeza y... y en todas partes. Me parece que ya no soy una mujer purepe inmaculada como es debido.

Hasta que esté...

Y se dio media vuelta y se quedó dormida.

Exasperado y frustrado, durante la cabalgada del día siguiente me aseguré de buscar una planta de amoli y

desenterré la raíz. Aquel a noche, cuando estaba agachado asando un jabalí en el fuego de la hoguera que

habíamos encendido, también puse a hervir mi cantimplora de metal l ena de agua. Cuando hubimos

terminado de comer le dije a de De Puntil as:

-Pakápeti, aquí tienes agua caliente, aquí tienes raíz de jabón y aquí tienes un buen cuchil o de acero que

he afilado hasta conseguir la máxima agudeza. Tienes todas las facilidades para volver a convertirte en

inmaculada.

De Puntil as respondió, airada:

-Creo que no voy a aceptarlo, Tenamaxtli. Me has vestido con ropa de hombre, así que he decidido dejarme

crecer el pelo para parecer un hombre.

Naturalmente yo la reconvine y le hice ver que los dioses habían puesto a las mujeres hermosas en este

mundo para otros y mejores propósitos que hacerse pasar por hombres. Pero el a se mostró muy testaruda,

y l egué a la conclusión de que la profanación que había sufrido en aquel puesto de guardia había hecho

que le resultase odioso el acto de copular y que de De Puntil as estaba dispuesta a no volver a hacerlo

nunca de nuevo ni conmigo ni con ningún otro hombre. En conciencia, yo no tenía ninguna objeción que

hacer a eso. Sólo podía respetar aquel a decisión suya y, entretanto, alimentar dos esperanzas. Una era la

esperanza de que, puesto que ahora de De Puntil as sabia usar un arcabuz, no tuviera el capricho de usar

el suyo contra el varón que tenía más cerca, que era yo. Y esperaba también que pronto, durante el viaje,

nos tropezásemos con alguna aldea donde las mujeres no hubieran decidido, por el motivo que fuera,

rechazar las proposiciones de todos los hombres de la humanidad. En vez de eso, con lo que nos

tropezamos un día a última hora de la tarde fue con algo totalmente imprevisto: una tropa de españoles a

cabal o, la mayoría de el os armados y con armaduras, que cabalgaban por esta Tierra de Guerra; y nos los

encontramos tan de repente que no tuvimos oportunidad de escapar. No se trataba, como yo hubiera

podido suponer, de un cuerpo de soldados que nos persiguiera a nosotros para vengarse de lo que

habíamos hecho en el puesto avanzado fronterizo. Yo en ningún momento había dejado de mirar hacia

atrás con cautela. Si hubiera visto la menor señal de que se nos acercaba alguna patrul a habría podido

tomar las precauciones oportunas para que no nos capturasen. Pero aquel a tropa se acercó a nosotros a

cabal o desde el lado más alejado de una colina que también estábamos subiendo, y resultó evidente que

se sorprendieron tanto como nosotros cuando nos encontramos en lo alto.

No había nada que yo pudiera hacer excepto decirle a de De Puntil as en poré:

-¡Estate cal ada!

Luego levanté una mano con gesto de camaradería hacia el soldado que iba en cabeza, el cual intentaba

coger el arcabuz que l evaba colgado del cuerno de la sil a de montar, y lo saludé cordialmente, como si él y

yo estuviéramos acostumbrados a encontrarnos así cada día.

-Buenas tardes, amigo. ¿Qué tal?

-B-buenas tardes -tartamudeó él; y me devolvió el saludo con la mano con la que había intentado coger el

arma.

No dijo nada más, sino que se sometió a la opinión de otros dos jinetes, hombres con uniformes de

oficiales, los cuales se abrieron paso hasta mí con sus cabal os.

Uno de el os soltó una blasfemia terrible.