-¡Me cago en la puta Virgen! -Y luego, mirando el uniforme incompleto que yo l evaba puesto y las marcas
del ejército de nuestros cabal os, me preguntó en tono exigente y maleducado-: ¿Quién eres, don Mierda?
A pesar de lo intranquilo que me sentía, tuve el suficiente ingenio para decirle lo mismo que le había dicho
al padre Vasco, que yo era Juan Británico, intérprete y ayudante del notario que servía al obispo de México.
El oficial se echó a reír con desprecio y exclamó:
-¡Y un cojón! -Era una expresión vulgar de incredulidad-. ¿Un indio a cabal o? Eso está prohibido!
Me alegré de que nuestros arcabuces, que estaban prohibidos de una forma mucho más estricta, no
estuvieran a la vista y dije con humildad.
-Tú cabalgas en dirección a la Ciudad de México, señor capitán. Si te place te acompañaré hasta al í, donde
el obispo Zumárraga y el notario De Molina me avalarán con toda seguridad. El os fueron quienes me
proporcionaron personalmente los cabal os para este viaje mío.
No sé si el oficial habría oído antes aquel os dos nombres, pero el hecho de que yo los pronunciara pareció
mitigar un poco su incredulidad. Estaba menos malhumorado cuando me preguntó aún en tono exigente:
-¿Y quién es ese otro hombre?
-Mi esclavo y asistente -mentí, agradeciendo que el a hubiera elegido hacerse pasar por hombre; y le dije el
nombre de el a en español-: Se l ama de De Puntil as.
El otro oficial se echó a reír.
-¡Un hombre que se l ama de De Puntil as! Qué estúpidos l egan a ser estos indios!
El primero también se echó a reír; luego, pronunciando mal en son de burla mi nombre, dijo:
-Y tú, don Zonzón, ¿qué estás haciendo aquí?
Ya más compuesto, logré decir con toda soltura una mentira.
-Estoy en misión especial, señor capitán. El obispo desea conocer el temperamento de los salvajes que hay
por aquí, en la Tierra de Guerra. Me han enviado a mí porque soy de su raza y hablo varias de sus lenguas,
pero también estoy investido de autoridad española y cristiana.
-¡Joder! -exclamó con voz áspera-. Todo el mundo conoce ya el temperamento de estos salvajes. Y es un
temperamento bastante feo. Asesinos. Sedientos de sangre. ¿Por qué te piensas que nosotros viajamos
siempre en grupos tan numerosos? Pues para que no se atrevan a asaltarnos.
-Exactamente -convine con blandura-. Pienso informar al obispo de que quizá lograse suavizar el
temperamento de los salvajes enviándoles misioneros cristianos para realizar trabajos humanitarios entre
el os, a la manera del padre Vasco de Quiroga.
De nuevo lo mismo: no sé si el oficial habría oído alguna vez hablar de aquel sacerdote, pero mi aparente
familiaridad con tantos hombres de la Iglesia pareció por fin disipar todas sus sospechas. Añadió:
-Nosotros también tenemos encomendada una misión humanitaria. Nuestro gobernador de Nueva Galicia,
Nuño de Guzmán, reunió esta compañía tan numerosa para escoltar a cuatro hombres hasta la Ciudad de
México. Son tres valientes españoles cristianos y un leal esclavo moro, que durante mucho tiempo se
habían dado por perdidos en esa lejana colonia l amada Florida. Pero de manera verdaderamente
milagrosa se han abierto camino hasta aquí, tan cerca de la civilización. Ahora desean contar la historia de
sus andanzas al marqués Cortés en persona.
-Y estoy seguro de que tú los l evarás a su destino sanos y salvos, señor capitán -le dije-. Pero se está
haciendo tarde. Mi esclavo y yo teníamos intención de avanzar un poco más, sin embargo no hace ni una
legua que hemos pasado por un buen charco, lo suficientemente grande como para que acampen todos tus
soldados. Si me lo permites, regresaremos al í para guiaros, con tu venia, acamparemos con vosotros.
-Faltaría más, don Juan Británico -repuso él ahora con compañerismo-. Guíanos hasta al í.
De Puntil as y yo dimos la vuelta a los cabal os y, mientras la compañía nos seguía con sonidos metálicos,
arrastrar de pies y otros ruidos estrepitosos, le traduje lo que habíamos dicho el oficial y yo. El a me
preguntó, de nuevo con voz temblorosa porque hablaba de hombres blancos:
-En el nombre de Curicaurl, el dios de la guerra, ¿por qué deseas pasar la noche con el os?
-Porque el oficial ha hablado de ese carnicero que se l ama Guzmán, el hombre que debilitó tu tierra de
Michoacán y la reclamó como propia -le expliqué-. Yo creía que en estos parajes septentrionales no había
españoles. Quiero averiguar lo que está haciendo Guzmán tan lejos de su Nueva Galicia.
-Haz lo que creas que debes hacer -me dijo de De Puntil as con resignación.
-Y tú, de De Puntil as, por favor, trata de pasar desapercibida. Deja que los hombres blancos capturen su
propia caza para la cena. Por favor, no saques el palo de trueno para mostrarles el dominio que tienes de
él.
El oficial, que se l amaba Tal abuena y tenía sólo el rango de teniente, aunque yo para caerle en gracia
continué l amándole capitán, se sentó a mi lado ante la hoguera del campamento. Mientras los dos
dábamos buena cuenta de una jugosa carne de ciervo asado, me confió con mucha libertad lo que yo
deseaba saber sobre ese gobernador Guzmán.
-No, no, no ha l egado tan lejos por el norte. Sigue residiendo en Nueva Galicia, al í está a salvo. El astuto
Guzmán sabe que no le conviene arriesgar ese gordo culo suyo aquí, en la Tierra de Guerra. Pero ha
establecido su capital justo en la frontera norte de Nueva Galicia, y espera convertirla en una hermosa
ciudad.
-¿Por qué? -le pregunté-. La antigua capital de Michoacán estaba en la oril a del Lago de los Juncos, lejos
al sur.
-Guzmán no es pescador. Su provincia natal al á, en Vieja España, es tierra de minas de plata. Por lo tanto
espera hacer aquí fortuna a partir de la plata. Así que fundó su capital en una región cercana a la costa
donde sus buscadores han descubierto ricas venas de ese metal en bruto y de otros. La ha l amado
Compostela. Hasta ahora sólo está formada por él, esos compinches suyos que son sus aduladores
favoritos y su cuadro de tropas, pero l evará esclavos nativos para que se maten a trabajar bajo tierra
extrayendo la plata para él. Compadezco a esos pobres desgraciados.
-Yo también -murmuré al tiempo que decidía que de De Puntil as y yo nos dirigiríamos más al noroeste
cuando prosiguiéramos el viaje para no tropezarnos con la tal Compostela. Sin embargo, me preocupaba
que aquel carnicero de Guzmán hubiera fundado su nueva ciudad tan cerca de mi Aztlán nativa. Por lo que
yo calculaba, no estaba a más de cien largas carreras de distancia.
-Pero ven, don Juan -dijo entonces Tal abuena-. Ven a conocer a los héroes del momento.
Me guió hasta donde estaban comiendo los tres héroes. Varios soldados de rango inferior los estaban
atendiendo con devoción; los agasajaban con las porciones más delicadas de carne de ciervo, les servían
vino de unas bolsas de cuero y saltaban dispuestos a cumplir hasta el más mínimo deseo de el os. También
estaba a su servicio un hombre vestido con ropa de fraile apropiada para viajar, el cual todavía trataba de
ganarse el favor de el os de una forma aún más servil. Los héroes, por lo que pude ver, en origen habían
sido de piel blanca, pero ahora estaban tan quemados por el sol que tenían la piel incluso más oscura que
la mía. El cuarto hombre, a quien también se habría considerado un héroe si hubiera sido blanco, estaba
sentado comiendo solo, aparte y sin que nadie le sirviera. Era negro y el sol no habría podido ponerlo más