salvajes.
-Quizá... -dije yo pensativo-. Quizá podamos idear algún motivo para que vayas al í legalmente, y con la
bendición de los hombres blancos.
-¿Ah, si? ¿Cómo?
-He oído a ese fray Marcos haciendo preguntas...
Esteban se echó a reír de nuevo, y dijo, otra vez sin ganas:
-Ah, el galicoso.
-¿Qué? -le pregunté.
Si yo había entendido bien la palabra, Esteban había descrito a fray Marcos como alguien que padece una
enfermedad vergonzosa en extremo.
-Era una broma. Un juego de palabras. Tenía que haber dicho el galicano.
-Pues sigo sin...
-El francés, entonces. El es de Francia. Marcos de Niza no es más que la transformación en español de su
verdadero nombre, Marc de Nice, y Nice es un lugar de Francia. Ese fraile es un reptil, como todos los
franceses.
-Me da igual que tenga escamas -le dije con impaciencia-. ¿Quieres escucharme, Esteban? El fraile ha
estado sonsacando información a tus camaradas blancos sobre las siete ciudades. ¿A qué se refería?
-¡Ay de mí! -exclamó; y escupió con asco-. Es una antigua fábula española. Yo la he oído muchas veces.
Las Siete Ciudades de Antilia. Se supone que son ciudades construidas con oro, plata, piedras preciosas,
marfil y cristal, que están situadas en alguna tierra hasta ahora nunca vista mucho más al á del mar
Océano. Esa fábula se ha estado repitiendo desde un tiempo anterior al tiempo. Cuando se descubrió este
Nuevo Mundo, los españoles se esperaban encontrar aquí esas ciudades. Nos l egaron rumores, incluso en
Cuba, de que los otros, los indios de Nueva España, podríais decirnos, si quisierais, dónde se encuentran.
Pero yo ahora no te lo estoy preguntando, amigo, no me malinterpretes.
-Pregunta si quieres -le conminé-. Puedo responder con honradez que hasta ahora nunca había oído hablar
de el as. ¿Has visto tú o los otros algo así durante vuestros viajes?
-¡Mierda! -gruñó Esteban-. En todas esas tierras que hemos atravesado, a cualquier aldea de ladril os de
barro y paja la l aman ciudad. Esa es la única clase de ciudades que vimos. Feas, desgraciadas,
miserables, piojosas y malolientes.
-El fraile se mostró muy insistente en sus preguntas. Cuando los tres héroes protestaron y alegaron total
ignorancia acerca de tan fabulosas ciudades, me pareció que fray Marcos incluso sospechaba que le
ocultaban algún secreto.
-¡Ya lo creo que si, el muy reptil! Cuando estuvimos en Compostela me dijeron que todos los hombres que
lo conocen lo l aman el Monje Mentiroso. Naturalmente el Monje Mentiroso sospecha que todo el mundo
miente.
-Bien... ¿Alguno de los indios con los que os encontrasteis insinuó la existencia de...?
-¡Mierda y mierda! -exclamó Esteban en voz tan alta que tuve que indicarle otra vez que bajara el tono por
temor a que alguien se despertase-. Pues si, lo insinuaron, será mejor que lo sepas. Un día, cuando
estábamos entre el Pueblo del Río, que nos utilizaban como animales de carga cuando se trasladaban de
uno de los feos meandros del río a otro, nuestros capataces señalaron hacia el norte y nos dijeron que en
aquel a dirección se asentaban seis grandes ciudades del Pueblo del Desierto.
-Seis -repetí-. ¿No siete?
-Seis, pero por lo visto eran grandes ciudades. Lo cual quiere decir que lo más probable es que para esos
estúpidos las ciudades tuvieran cada una más de un puñado de casas de barro y quizá un pozo de agua del
que poder abastecerse.
-¿No las riquezas de esa fabulosa Antilia?
-¡Oh, pues claro que si! -reconoció Esteban con sarcasmo-. Nuestros indios del Pueblo del Río nos
explicaron que el os comerciaban con pieles de animales, conchas del río y plumas de pájaros con los
habitantes de aquel as elegantes ciudades, y a cambio conseguían grandes riquezas. Se ha de tener en
cuenta que el os l amaban riquezas sólo a esas piedras baratas azules y verdes que vosotros los indios
tanto veneráis .
-Entonces, ¿nada que pudiese suscitar la avaricia de los españoles?
-¿Quieres escucharme, hombre? De lo que estamos hablando es de un desierto!
-Entonces... ¿tus compañeros no le están ocultando nada al fraile?
-¿Ocultándole qué? Yo era el único que comprendía los idiomas de los indios. Mi amo Dorantes sólo sabe
aquel o que yo le traducía. Y era bastante poco, porque poco había que decir.
-Pero supónte que... ahora... tú te l evases aparte a fray Marcos y le susurrases al oído que los hombres
blancos le están ocultando un secreto. Que tú conoces el paradero de ciudades realmente ricas.
Esteban me miró boquiabierto.
-¿Que le mienta? ¿Qué ganaría yo con mentirle a un hombre al que se le conoce como el Monje
Mentiroso?
-Según mi experiencia, los mentirosos son las personas más dispuestas a creer mentiras. Al parecer el
fraile ya se cree esa fábula de las Siete Ciudades de Antilia.
-¿Y qué? ¿Le digo que es verdad que existen? ¿Y que yo sé dónde están? ¿Por qué habría yo de hacer
eso?
-Como te he sugerido hace un rato, para que puedas volver a esas tierras donde no eras un esclavo; donde
encontraste que las mujeres nativas eran de tu agrado; y para volver al í en esta ocasión no como un
fugitivo.
-Hmm... -murmuró Esteban, considerándolo.
-Convence al fraile de que puedes l evarlo a esas ciudades de inmensurable riqueza. Se dejará convencer
con facilidad si cree que estás revelándole algo que los héroes blancos no le quieren contar. Supondrá que
el os están esperando para revelarle el secreto al marqués Cortés. Se regocijará con la ilusión de que, con
tu ayuda, él puede l egar hasta esas riquezas antes que Cortés o que cualquier buscador de tesoros que
Cortés pueda enviar. Y lo organizará para que tú lo l eves al í.
-Pero... ¿y qué pasará cuando l eguemos al í y yo no tenga nada que enseñarle? Sólo hay risibles
conejeras de barro, guijarros azules sin valor y...
-Ahora eres tú, amigo, el que se está comportando como un estúpido. Guíalo hasta al í y ocúpate de que se
pierda. Eso te resultará bastante fácil. Si alguna vez él l ega a encontrar el camino de regreso hasta aquí,
hasta Nueva España, sólo podrá informar de que lo más probable es que te hayan asesinado los vigilantes
que guardan esos tesoros.
La cara de Esteban empezó a resplandecer, si es que el negro puede resplandecer.
-Sería libre...
-Ciertamente merece la pena intentarlo. Ni siquiera hace falta que mientas, si es eso lo que te inquieta. La
propia avaricia y carácter deshonesto del fraile le proporcionarán a su mente la exageración necesaria para
convencerle.
-¡Por Dios, claro que voy a hacerlo! Tú, amigo, eres un hombre sabio e inteligente. Tú deberías ser el
marqués de toda Nueva España!
Puse modestos reparos, pero debo confesar que yo también resplandecía de orgul o por el complicado plan
que estaba poniendo en marcha. Esteban, desde luego, no sabía que yo lo estaba utilizando para l evar
adelante mis planes secretos, pero no por el o dejaría él de beneficiarse. Sería libre de cualquier amo por
primera vez en su vida, y libre de aprovechar la oportunidad de permanecer libre entre los habitantes de
aquel lejano Pueblo del Río, y libre para retozar cuanto quisiera, u osase, con sus mujeres.
He relatado gran parte de nuestra conversación, que duró toda la noche, al detal e porque el o aclarará la
explicación -que daré en su debido momento- de cómo en realidad mi encuentro con los héroes y el fraile