verlo arder.
Como he dicho, el anciano Juan Damasceno sólo habló brevemente antes de que se aplicara la antorcha a
la leña que había amontonada alrededor de él. Y luego no profirió queja ni gemido alguno, ni siquiera
suspiró a medida que el fuego le consumía el cuerpo. Y ninguno de los que presenciamos aquel o emitimos
sonido alguno tampoco, excepto mi madre, que exhaló un único sol ozo. Pero no obstante había sonidos.
Todavía puedo oírlo arder.
Entre aquel os sonidos estaban el crepitar de la madera al cumplir su función de combustible, los ávidos
lengüetazos y lametazos de las l amas, los sonidos cercanos producidos por la piel del hombre al abultarse
hasta formar ampol as que reventaban al instante, el chisporroteo y el siseo de la carne, el silbido de la
sangre al evaporarse, los chasquidos y crujidos que se producían al contraérsele tensamente los músculos
por el calor hasta romperle los huesos de su interior y, hacia el final, el indescriptible y horrendo sonido del
cráneo al estal ar en fragmentos a causa de la presión del cerebro que hervía dentro de él.
Todos pudimos también olerlo mientras ardía. El aroma de la carne humana al cocerse es, al principio, tan
deliciosamente apetitoso como el de cualquier otra clase de carne que se esté asando como es debido.
Pero luego aquel a carne asada en particular empezó a quemarse y se percibió el olor a chamuscado y a
humo, el olor rancio de la grasa de debajo de la piel al burbujear y derretirse, el duradero olor a quemado
de su única prenda al desintegrarse, el tufo más breve, aunque más agudo, que se produjo cuando el pelo
de la cabeza desapareció en una l amarada, el hedor de los órganos, las membranas y las vísceras al
asarse, el empalagoso, dulce y nauseabundo olor de la sangre al convertirse en vapor, y al cabo de un rato
el olor caliente y metálico que se levantó cuando la cadena que lo sujetaba parecía intentar arder el a
también, y el polvoriento olor de los huesos al convertirse en cenizas, y la peste repulsiva cuando el
intestino de aquel hombre y sus contenidos fecales fueron incinerados.
Puesto que el hombre que estaba atado al poste también podía ver, oír y oler todas aquel as cosas variadas
que le sucedían a él mismo, empecé a preguntarme qué le estaría pasando por la cabeza durante aquel
tiempo. No emitió ni un sonido, pero seguramente tenía que estar pensando en algo. ¿En qué?
¿Lamentaría las cosas que había hecho o dejado de hacer y que le habían conducido a aquel espantoso
final? ¿Se recrearía y saborearía los pequeños placeres, incluso las aventuras que hubiera disfrutado en
algún momento de su vida? ¿Pensaría en los seres queridos que dejaba atrás? No, con la edad que tenía lo
más probable era que hubiese sobrevivido a todos el os, excepto quizá a sus hijos y a sus nietos, si es que
los había tenido, pero por fuerza tenía que haber habido mujeres en su vida; aunque viejo, todavía era un
hombre de buen aspecto cuando subió al poste. Además había l egado a aquel indecible destino sin miedo
y sin rebajarse; en sus buenos tiempos seguro que había sido un hombre importante. ¿Quizá estuviera
ahora, a pesar del dolor atroz que padecía, riéndose por dentro de la ironía de haber sido en otro tiempo
alto y poderoso y de haber caído tan bajo al final?
¿Y cuál de sus sentidos, me preguntaba yo, sería el primero en extinguirse? ¿Le duraría la visión lo
suficiente para poder ver cómo lo miraban sus ejecutores y cómo sus paisanos se apiñaban alrededor? ¿Se
estaría preguntando en qué pensaban los vivos al verle morir? ¿Podía ver cómo sus propias piernas se
encogían, retorciéndose, ennegreciéndose, mientras él colgaba suspendido de la cadena que se rizaba
contra su vientre? ¿Y luego cómo los brazos hacían lo mismo, encogiéndose, tostándose y enroscándosele
en el pecho como si sus miembros estuvieran tratando de proteger el torso para el que habían trabajado
fielmente durante su vida? ¿O le habría quemado ya el calor los globos oculares cuando todo eso ocurrió,
de manera que no le quedase más luz ni vista para verlo?
Luego, ciego, ¿seguiría por el oído y el olfato el progreso de su corrupción? Los sonidos de las burbujas
que formaban las ampol as de la piel al aumentar, hacer erupción y estal ar viscosamente... ¿podría oírlos?
¿Podría oler su propia carne humana mientras se convertía en aquel a nauseabunda carroña que ni
siquiera los buitres tzopilotin querrían comerse? ¿O simplemente sentiría todo eso? Si era así, ¿lo sentiría
por separado, como pinchazos identificables, o como una agonía que lo engul ía todo?
Pero aunque hubiera sido privado de la vista, del oído, del olfato -y espero que de las sensaciones-, todavía
durante un rato le quedó el cerebro. ¿Seguiría pensando hasta el último instante? ¿Temería la noche
interminable y la nada del infierno Mictían? ¿O soñaría con una vida nueva y eterna en la tierra feliz,
exuberante y bril ante de Tonatiuh, el dios del sol? ¿O simplemente el cerebro trataría de aferrarse
desesperadamente, aunque sólo fuese por un poco más de tiempo, a los recuerdos de este mundo y de la
vida que fueran los más queridos para él? ¿Recuerdos de juventud, de cielo y luz de sol, de amorosas
caricias, de hazañas y proezas, de lugares que visitara en otro tiempo y que nunca volvería a visitar?
¿Habría logrado conservar esos pensamientos y recuerdos para su último y patético solaz hasta el instante
en que su propia cabeza se resquebrajó y todo acabó?
Si aquel espectáculo realmente tenía la intención de dar alguna clase de lección edificante para nosotros, a
quienes se nos había ordenado mirar, me parece que habíamos tenido más que suficiente desde hacía ya
mucho rato. Para empezar, vimos que aquel hombre, Juan Damasceno, moría sin ningún propósito úticlass="underline" ni
su corazón, ni siquiera su sangre fueron a nutrir a ningún dios, a ninguno de nuestros dioses ni tampoco a
los de los cristianos. Pero los soldados no nos dejaron marchar antes de que lo hicieran los sacerdotes que
presidían el acto, y éstos permanecieron en aquel a plataforma hasta que de su víctima no quedó nada que
no fuera hedor y humo. Estuvieron observando aquel proceso con esa expresión seria de quien cumple con
un deber desagradable, esa expresión que cualquier sacerdote de cualquier religión sabe asumir tan
virtuosamente. Pero sus ojos contradecían la expresión que tenían en el rostro. Los ojos de los sacerdotes
bril aban l enos de ávido regocijo y de aprobación ante lo que estaban contemplando. Todos los sacerdotes
menos uno, debo expresarlo así: aquel más joven que había hecho la traducción al náhuatl.
El rostro de este hombre no estaba serio sino triste, sus ojos no se regodeaban sino que sufrían. Y cuando
finalmente los demás sacerdotes bajaron de la plataforma y se marcharon, y los soldados nos ordenaron a
nosotros que nos dispersásemos, aquel joven sacerdote se quedó al í un poco más. Se detuvo delante de la
cadena que colgaba y se balanceaba de un lado a otro, con los eslabones al rojo vivo, y miró l eno de pena
hacia abajo, hacia los insignificantes restos de lo que aquel a cadena había sujetado.
Los demás, incluidos mi madre y mi tío, se apresuraron a marcharse de la plaza. Pero yo también me
quedé, junto con el sacerdote; me puse a su lado y me dirigí a él en el idioma que ambos hablábamos.
-Tlamacazqui -le dije con el debido respeto.
El levantó una mano en señal de protesta.
-¿Sacerdote? No soy sacerdote -me explicó-. Pero puedo l amar a uno si me dices por qué deseas hablar