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redundó en beneficio de la realización de mi plan para derrocar a los hombres blancos. Y aún había en

reserva otro encuentro más para darme más ánimo. Para cuando Esteban y yo terminamos de hablar, ya

estaba clareando el día, y con la mañana l egó una más de esas aparentes coincidencias que los dioses, en

su maliciosa interferencia con las obras de los hombres, están ideando continuamente.

De improviso l egaron cuatro nuevos soldados españoles a cabal o procedentes de la misma dirección por

la que de De Puntil as y yo habíamos venido; entraron con estruendo en el campamento y despertaron con

un sobresalto a todos los que nos encontrábamos al í. Cuando me enteré de que le hablaban a voces al

teniente Tal abuena, sentí un gran alivio; aquel os hombres no nos iban persiguiendo a de De Puntil as y a

mí. Los cabal os estaban profusamente cubiertos de espuma, luego era evidente que habían estado

cabalgando mucho y durante toda la noche. Si habían pasado por el puesto de guardia que había bastante

más atrás, al parecer no se habían detenido a prestarle atención alguna.

-¡Teniente! -gritó uno de los recién l egados-. Ya no está bajo el mando de ese zurul ón Guzmán!

-Alabado sea Dios por eso -repuso Tal abuena mientras se frotaba los ojos para quitarse el sueño-. Pero

¿por qué no lo estoy?

El jinete se dejó caer del cabal o de un salto, le echó las riendas a un soldado somnoliento y exigió:

-¿Hay algo de comer? Tenemos las hebil as del cinturón rozándonos el espinazo! Ay, han l egado noticias

de la capital, teniente. El rey por fin ha nombrado un virrey para que encabece la Audiencia de Nueva

España. Un buen hombre, este virrey Mendoza. Una de las primeras cosas que hizo fue oír las numerosas

quejas existentes contra Nuño de Guzmán, las incontables atrocidades que ha cometido contra los indios y

los moros esclavos que hay por aquí. Y uno de los primeros decretos de Mendoza es que a Guzmán se le

despoje del cargo de gobernador de Nueva Galicia. Vamos al galope tendido a Compostela con órdenes de

hacernos cargo de él y de l evarlo a la ciudad para que se le castigue. -Yo no hubiera podido oír nada que

me complaciera más. El portador de la noticia hizo una pausa para dar un enorme bocado a un pedazo de

carne de ciervo fría antes de continuar hablando-: Guzmán será sustituido por un hombre más joven, uno

que ha venido de España con Mendoza, un tal Coronado, que en estos momentos se encuentra de camino

hacia aquí.

-¡Oye! -exclamó fray Marcos-. ¿No será ése un tal Francisco Vásquez de Coronado?

-Pues sí -respondió el soldado entre un bocado y otro.

-¡Qué feliz fortuna! -exclamó otra vez el fraile-. He oído hablar mucho de él, y todo lo que he oído han sido

alabanzas. Es amigo íntimo de ese virrey Mendoza, quien a su vez es amigo íntimo del obispo Zumárraga,

quien a su vez es íntimo amigo mío. Además, este Coronado ha contraído recientemente un bril ante

matrimonio con una prima del mismísimo rey Carlos. Ay, pero Coronado ejercerá poder e influencia aquí!

Los demás españoles movían la cabeza ante tantas noticias que l egaban todas al mismo tiempo, pero me

escurrí del grupo de personas y me acerqué hasta donde estaba Esteban, de pie un poco más al á, y le dije

en voz baja:

-Las cosas se ponen cada vez mejor, amigo, para que tú regreses pronto con ese Pueblo del Río.

Esteban asintió y dijo exactamente lo mismo que yo estaba pensando.

-El Monje Mentiroso convencerá a su amigo el obispo, y al amigo del obispo, el virrey, para que lo envíe al í

como misionero entre aquel os salvajes. Si les dice o no al obispo y al virrey por qué va al í en realidad, no

importa gran cosa. Con tal de que yo vaya con él.

-Y este gobernador Coronado -añadí- estará deseando hacer méritos. Si traes a fray Marcos y pasáis por

Compostela, apuesto lo que quieras a que Coronado se mostrará de lo más generoso y proporcionará

cabal os, armas, provisiones y cualquier otro tipo de equipamiento.

-Sí -graznó Esteban-. Te debo mucho, amigo. No te olvidaré. Y si alguna vez l ego a ser rico, puedes estar

seguro de que lo compartiré contigo.

Dicho eso, me rodeó impulsivamente con los brazos y me dio ese apretón estrujante que en español l aman

abrazo. Unos cuantos españoles estaban mirando, y me preocupó que pudieran preguntarse por qué, a

cuenta de qué se me estaban dando las gracias de manera tan efusiva. Pero tenía otra preocupación más

inmediata. Por encima del hombro de Esteban vi que de De Puntil as también estaba mirando. Abrió mucho

los ojos y se precipitó bruscamente hacia nuestros cabal os. Comprendí lo que estaba a punto de hacer, me

solté del abrazo y salí como un rayo tras el a. Llegué justo a tiempo para impedir que sacase uno de los

arcabuces de los petates.

-¡No, Pakápeti! No hay necesidad!

-¿Sigues indemne? -me preguntó con voz temblorosa-. Creí que esa bestia negra te estaba atacando.

-No, no. Eres una chica querida y cariñosa, pero demasiado impetuosa. Por favor, déjame a mí toda tarea

de salvamento. Te contaré más tarde por qué me estaba estrujando.

Muchos españoles nos estaban mirando con curiosidad, pero les dirigí una sonrisa tranquilizadora a todos

el os, que devolvieron su atención a los portadores de noticias. Uno de el os estaba diciendo a los que

escuchaban:

-Otra noticia, aunque no tan portentosa, es que el Papa Paulo ha establecido un nuevo obispado aquí, en

Nueva España, la diócesis de Nueva Galicia. Y ha elevado al padre Vasco de Quiroga a un nuevo y augusto

puesto. Otro de nuestros Correos se dirige ahora a cabal o a informar al padre Vasco de que ahora ha de

l evar la mitra, pues ya es el obispo Quiroga de Nueva Galicia.

Aquel anuncio me complació tanto como cualquiera de los otros que había oído en aquel lugar. Pero

confiaba en que el padre Vasco, ahora que era un dignatario tan importante, no renunciara a sus buenas

obras, buenas intenciones y buen carácter. Sin duda el papa Paulo esperaba que el más reciente de sus

obispos exprimiera a todos aquel os colonos de Utopía con más contribuciones si cabía para lo que Alonso

de Molina había l amado "el quinto del rey" particular del Papa. Fuera como fuese, aquel o también era un

buen augurio con vistas al plan que yo había concebido para Esteban. Lo más probable era que el obispo

Zumárraga viera a Quiroga como un rival y se sintiera aún más dispuesto a enviar a fray Marcos como

explorador, ya fuese en busca de nuevas almas o de nuevas riquezas para la Santa Madre Iglesia.

Demoré a propósito mi partida de aquel lugar hasta que los cuatro soldados recién l egados se hubieron ido

al galope en dirección a Compostela. Luego me despedí de Esteban y del teniente Tal abuena, y tanto el os

como la tropa restante, excepto los tres héroes blancos y el Monje Mentiroso, nos dijeron adiós con la mano

cordialmente. Cuando de De Puntil as y yo, que l evábamos cogidos de las riendas a los otros dos cabal os

que teníamos, estuvimos cabalgando de nuevo, desvié nuestro rumbo ligeramente hacia el norte con la

intención de apartarme de la dirección que habían tomado los soldados que se acababan de marchar, y me

encaminé hacia lo que yo esperaba que fuera la dirección a Aztlán.

17

No muchos días después nos encontrábamos entre unas montañas que reconocí del viaje que había hecho

con mi madre y mi tío. Era todavía el comienzo de la estación de las l uvias, pero el día en que l egamos a

los límites orientales de las tierras gobernadas por Aztlán, el dios Tláloc y sus ayudantes los espíritus

tíatoque se estaban divirtiendo al provocar una tormenta. Desde los cielos lanzaban con fuerza sus