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tenedores de relámpagos, y con el ruido de truenos golpeaban sus inmensas jarras de agua unas contra

otras para derramar l uvia sobre la tierra. A través de aquel a cortina de agua divisé el resplandor de una

hoguera de campamento sobre la falda de una colina que se hal aba a no mucha distancia por delante de

nosotros. Detuve nuestra pequeña comitiva entre unos árboles que nos ocultaban y aguardé a que la

l amarada de un relámpago me permitiese ver con más claridad. Cuando cayó el relámpago pude contar

cinco hombres, que estaban de pie o en cuclil as alrededor de una hoguera protegida por un abrigo hecho

con ramas cubiertas de hojas. Todos los hombres vestían la armadura de algodón acolchado propia de los

guerreros aztecas, y casi parecía que los hubieran puesto al í para aguardar nuestra l egada. Pensé que si

era así, aquel o resultaba bastante desconcertante, porque ¿cómo iba a saber nadie en Aztlán que nos

aproximábamos?

-Espera aquí, de De Puntil as -le indiqué-. Deja que me asegure de que son hombres de mi pueblo. Estate

preparada para dar media vuelta y huir si te hago señas de que son hostiles.

Avancé a largos pasos colina arriba bajo la l uvia torrencial. Cuando me acercaba al grupo levanté ambas

manos para mostrar que no l evaba armas y grité:

-¡ Mixpantzinco!

-¡Ximopanolti! -me respondieron con mucha cortesía y con el familiar acento del antiguo Aztlán, que me

resultó muy agradable oír de nuevo.

Unos cuantos pasos más y estuve lo bastante cerca para ver, a la luz del siguiente relámpago, al hombre

que había respondido a mi saludo. Una cara familiar del viejo Aztlán, aunque no me resultaba agradable

verlo de nuevo porque recordaba perfectamente cómo era. Imagino que ese sentimiento se me reflejó en la

voz cuando lo saludé sin demasiado entusiasmo.

-Ayyo, primo Yeyac.

-Yéyactzin -me recordó con altivez-. Ayyo, Tenamaxtli. Hemos estado esperándote.

-Eso parece -dije al tiempo que miraba a los otros cuatro guerreros, todos el os armados con maquáhuime

de filo de obsidiana. Supuse que serían sus actuales amantes cuilontin, pero no hice ningún comentario.

Sólo añadí-: ¿Cómo supiste que venía?

-Tengo mis medios de saberlo -respondió Yeyac; y el estruendo de un prolongado trueno acompañó

aquel as palabras suyas haciendo que sonaran como un mal presagio-. Naturalmente, no tenía idea de que

fuera mi amado primo quien venía a casa, pero la descripción fue bastante exacta, ahora lo veo.

Sonreí, aunque no estaba de humor para hacerlo.

-¿Acaso nuestro bisabuelo ha estado ejerciendo su talento de vidente?

-El viejo Canaútli murió hace mucho tiempo. -A aquel anuncio los tlaloc que añadieron otro ensordecedor

golpear de jarras de agua. Cuando Yeyac pudo hacerse oír me preguntó en tono exigente-: Y dime, ¿dónde

está el resto de tu grupo: tu esclavo y los cabal os del ejército de los españoles?

Yo cada vez estaba más turbado. Si Yeyac no estaba siguiendo el aviso de algún vidente aztécatl, ¿quién lo

tenía tan bien informado? Me percaté de que hablaba de "españoles", sin usar la palabra "caxtilteca", que

antes había sido el nombre que los de Aztlán utilizaban para los hombres blancos. Y recordé cómo, muy

recientemente, me había sentido intranquilo al saber que el gobernador Guzmán había establecido la

capital de su provincia tan cerca de la nuestra.

-Siento enterarme de la muerte de nuestro bisabuelo -dije sin alterarme-. Perdona, primo Yeyac, pero sólo

daré informes a nuestro Uey-Tecutli Mixtzin, no a ti ni a ninguna otra persona inferior. Y tengo muchas cosas

de las que informar.

-¡Pues informa aquí y ahora! -ladró Yeyac-. Yo, Yéyactzin, soy el Uey-Tecutli de Aztlán!

-¿Tú? Imposible! -dejé escapar movido por un impulso.

-Mi padre y tu madre nunca regresaron, Tenamaxtli. -Al oír aquel o hice algún movimiento involuntario, ante

lo cual Yeyac añadió-: Siento tener que comunicarte tantas noticias y además dolorosas... -Desvió sus ojos

de los míos-. Tuvimos informes de que a Mixtzin y a Cuicani se los encontró muertos, al parecer asesinados

por algunos bandidos de los caminos.

Era desolador oír aquel o. Pero si era cierto que mi tío y mi madre estaban muertos, comprendí al instante

por el semblante de Yeyac que no habían muerto a manos de extraños. más destel os de relámpagos,

estruendos de truenos y ráfagas de l uvia me dieron tiempo para componerme. Luego dije:

-¿Y tu hermana y su marido... cómo se l ama...? Kauri, sí. Mixtzin los designó a el os para gobernar en su

lugar.

-Ayya, el debilucho Kauri -exclamó Yeyac con desprecio-. No era precisamente un gobernante guerrero; ni

siquiera un cazador diestro. Un día, en estas montañas, hirió a un oso al que iba dando caza y cometió la

tontería de perseguirlo. El oso, naturalmente, se dio la vuelta y lo descuartizó. La viuda Améyatzin se

contentó con retirarse a los pasatiempos propios de cualquier matrona y me hizo asumir la carga de

gobernar.

Yo sabía que eso tampoco era cierto, porque yo conocía a mi prima Améyatl mucho mejor aún de lo que

conocía a Yeyac. Voluntariamente, el a nunca le habría cedido el puesto ni siquiera a un hombre de verdad,

mucho menos iba a cedérselo a aquel despreciable simulacro al que siempre había despreciado y del que

siempre se había burlado.

-¡Basta de perder el tiempo, Tenamaxtli! -gruñó Yeyac-. Tú me obedecerás!

-¿Que te obedeceré? -le pregunté-. ¿Igual que tú obedeces al gobernador Guzmán?

-Ya no lo hago -respondió sin pensarlo-. Al nuevo gobernador, Coronado...

Cerró la boca, pero ya era demasiado tarde. Yo sabía todo lo que necesitaba saber. Aquel os cuatro jinetes

españoles habían l egado a Compostela para arrestar a Guzmán y habrían mencionado el encuentro que

habían tenido conmigo y con de De Puntil as por el camino. Quizá entonces hubieran empezado a

preguntarse sobre la legitimidad de mi "misión" eclesiástica y habían dado a conocer sus sospechas. Ya

fuera que Yeyac se encontraba en Compostela o que le hubiera l egado la noticia más tarde, daba igual.

Estaba claro que estaba confabulado con los hombres blancos. Qué otra cosa podía significar eso (si es

que todo Aztlán, sus aztecas nativos y los residentes mexicas habían aceptado de igual modo l evar el yugo

español), ya lo averiguaría a su debido tiempo. En aquel momento sólo tenía que vérmelas con Yeyac.

Cuando se produjo el siguiente momento de calma en el alboroto de la tormenta, le dije en tono de

advertencia:

-Ten cuidado, hombre sin virilidad. -Y eché mano al cuchil o de acero que l evaba en la cintura-. Ya no soy el

primo pequeño novato que recuerdas. Desde que nos separamos, he matado...

-¿Sin virilidad? -bramó-. Yo también he matado! ¿Quieres ser tú el siguiente?

Tenía la cara desfigurada por la rabia; levantó mucho la pesada maquáhuitl y avanzó hacia mí. Sus cuatro

compañeros hicieron lo mismo, situándose justo detrás de él, y yo retrocedí, deseando haber l evado

conmigo alguna arma más útil que el cuchil o. Pero de pronto todas aquel as amenazadoras espadas

negras de obsidiana adquirieron un bril o plateado, porque los tenedores del relámpago de Tláloc

empezaron a apuñalar, y a apuñalar en rápida sucesión, rodeándonos de cerca a los seis. Yo no me

esperaba lo que sucedió a continuación, aunque lo agradecí y no me sorprendí demasiado cuando ocurrió.