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Yeyac dio otro paso, pero esta vez hacia atrás, tambaleándose, y abrió la boca muchísimo al proferir un

grito que no se oyó en el tumulto de truenos que siguió; soltó la espada y cayó pesadamente de espaldas,

produciendo una gran salpicadura de barro.

No tuve necesidad de defenderme de los cuatro secuaces. Todos permanecieron de pie inmóviles, con las

maquáhuime levantadas y chorreando agua de l uvia, como si los relámpagos los hubieran petrificado en

esa posición. Tenían la boca tan abierta como la de Yeyac, pero de asombro, respeto y miedo. No habían

podido ver, como lo había visto yo, el agujero bril ante húmedo y rojo que se había abierto en la parte del

vientre de la armadura de algodón acolchado de Yeyac, y ninguno de nosotros habíamos oído el sonido del

arcabuz que había causado aquel o. Los cuatro cuilontin sólo podían haber supuesto que yo, por arte de

magia, había hecho bajar sobre su líder los tenedores de Tláloc. No les di tiempo de pensar otra cosa, sino

que vociferé:

-¡Bajad las armas!

Al instante bajaron mansamente las espadas. Supuse que aquel as criaturas debían de ser como la más

débil de las mujeres, que se acobardan con facilidad cuando oyen la voz de mando de un hombre auténtico.

-Este vil impostor está muerto -les dije dándole al cadáver un desdeñoso puntapié; sólo lo hice para darle la

vuelta a Yeyac y ponerlo de bruces a fin de que no vieran el agujero que tenía en la parte delantera y la

mancha de sangre que se iba extendiendo-. Lamento haber tenido que invocar la ayuda de los dioses tan

repentinamente. Hay algunas preguntas que quería hacer, pero este desgraciado no me dejó elección. -Los

cuatro miraban con aire fúnebre al cadáver y no hicieron caso cuando le indiqué con un gesto a de De

Puntil as que saliera de entre los árboles y se adelantara-. Y ahora, guerreros -continué-, vosotros acataréis

mis órdenes. Soy Tenamaxtzin, sobrino del difunto señor Mixtzin, y por lo tanto, por derecho de sucesión, de

ahora en adelante seré el Uey-Tecutli de Aztlán.

Pero no se me ocurrió ninguna orden que darles, excepto decirles:

-Esperadme aquí.

Luego volví chapoteando entre la l uvia para interceptar a de De Puntil as, que se acercaba l evando de las

riendas a todos los cabal os. Pensaba decirle, antes de que se reuniera con nosotros, que escondiera el

arcabuz que tan a tiempo y tan certeramente había empleado. Pero cuando me acerqué vi que el a ya lo

había ocultado prudentemente en su sitio, así que sólo le dije:

-Bien hecho, Pakápeti.

-Entonces, ¿no he sido demasiado impetuosa? -Me había mirado mientras me acercaba con cierta

ansiedad en su cara, pero ahora sonrió-: Tenía miedo de que me regañases. Pero de verdad pensé que

ésta también era una bestia que te atacaba.

-Esta vez tenías razón. Y tu actuación ha sido espléndida. A tal distancia y con tan poca luz.., hay que

reconocer que tienes una habilidad envidiable.

-Si -convino el a con lo que me pareció una satisfacción muy poco femenina-. He matado a un hombre.

-Bueno, no muy hombre.

-Habría hecho todo lo posible por matar a los otros también si no me hubieras hecho señas.

-Esos son aún menos peligrosos. Ahorra tu odio hacia los hombres, querida, hasta que puedas empezar a

matar a enemigos que verdaderamente valga la pena matar.

Los tlaloc que del cielo seguían prodigando su clamor y su aguacero cuando les ordené a los cuatro

guerreros que pusieran el cadáver de Yeyac sobre uno de mis cabal os de carga; así quedó boca abajo, de

manera que la herida del vientre resultaba invisible. A continuación les ordené a los cuatro que me

acompañasen mientras yo cabalgaba, y que se pusiesen dos a cada lado de mi cabal o; de De Puntil as

cerraba la comitiva mientras avanzábamos. Cuando se hizo una pausa en los redobles de truenos, me

incliné hacia abajo desde la sil a de montar y le dije al hombre que caminaba penosamente al lado de mi

estribo izquierdo:

-Dame tu maquáhuitl. -La levantó hacia mí mansamente; y yo añadí-: Ya oíste lo que me dijo Yeyac...

acerca de todas esas muertes oportunas que de forma tan fortuita lo elevaron a él al puesto de Uey-Tecutli

de Aztlán. ¿Qué cosas de las que me contó son ciertas y cuáles no?

El hombre tosió y contemporizó:

-Tu bisabuelo, nuestro Evocador de la Historia, murió de viejo, como deben morir los hombres si no los

matan antes.

-Eso lo acepto -le dije-, pero no tiene nada que ver con el rápido y maravil oso ascenso de Yeyac hasta

alcanzar la posición de Gobernador Reverenciado. También acepto que los hombres tienen que morir, pero,

te lo advierto, algunos deben morir antes que otros. ¿Qué me dices de esas otras muertes: las de Mixtzin,

Cuicantzin y Káuritzin?

-Fue exactamente como te explicó Yeyac -respondió el hombre; pero desvió la mirada igual que había

hecho aquél-. A tu tío y a tu madre los asaltaron los bandidos...

No dijo más. Con un fuerte golpe de revés de su propia espada de obsidiana le separé la cabeza de los

hombros, y ambas partes cayeron en una zanja junto al sendero por donde corría el agua de l uvia. Cuando

se produjo el siguiente intervalo entre unos truenos y otros, le hablé al guerrero que iba al otro lado de mi

sil a, el cual me miraba con los ojos saltones a causa del miedo, como una rana a punto de que la pisen.

-Como ya he dicho antes, unos hombres tienen que morir antes que otros. Y verdaderamente me

desagrada invocar la ayuda de Tláloc, que de momento está muy atareado con esta tormenta, cuando yo

mismo puedo matar con igual facilidad. -Como si Tláloc me hubiera oído, la tormenta empezó a amainar-.

Así que, ¿qué tienes que decirme tú?

El hombre balbuceó durante unos instantes, pero por fin comenzó a hablar.

-Yeyac mintió y Quani también lo ha hecho. -Hizo un gesto para indicar los pedazos que habían quedado

atrás en la zanja-. Yéyactzin apostó vigilantes alrededor de los límites más alejados de Aztlán para que se

quedasen al í, esperando con paciencia, hasta divisar el regreso de Mixtzin, su hermana y tú de aquel viaje

a Tenochtitlan. Cuando el os dos regresaron... bueno... les habían preparado una emboscada.

-Esos emboscados -repetí-. ¿Quiénes estaban esperándolos?

-Yeyac, desde luego, y Quani, que era su favorito, el guerrero que ahora acabas de matar. Ya te has

vengado por completo, Tenamaxtzin.

-Lo dudo -dije yo-. No hay en este mundo dos hombres, ni siquiera aunque atacaran cobardemente en una

emboscada, capaces de vencer el os solos a mi tío Mixtzin.

Y de nuevo golpeé con la maquáhuití. Por separado, la cabeza de aquel hombre salió volando y el cuerpo

se desplomó entre la maleza empapada de aquel lado del sendero. Me di la vuelta otra vez y le hablé al

guerrero que iba caminando a mi izquierda.

-Todavía estoy esperando oír la verdad. Y como habrás observado, no tengo mucha paciencia.

Este, casi balbuceando de terror, me aseguró:

-Voy a decir la verdad, mi señor, beso la tierra para jurarlo. Todos somos culpables. Yeyac y nosotros cuatro

tendimos la emboscada. Fuimos nosotros, todos juntos, quienes caímos sobre tu tío y tu madre.

-¿Y qué fue de Kauri, el corregente?

-Ni él ni nadie más en Aztlán supo la suerte que corrieron Mixtzin y Cuicantzin. Engatusamos a Káuritzin

para que nos acompañase a cazar osos en las montañas. Lo hizo, y él solo, comportándose como un

verdadero hombre, hirió con la lanza y mató a un oso. Pero nosotros, a nuestra vez, matamos a Kauri, y

luego utilizamos los dientes y las garras del animal para mutilarlo y desgarrarlo. Cuando l evamos a casa el