cadáver y los restos del oso, su viuda, tu prima Améyatzin, difícilmente pudo discutir la historia que le
contamos de que la bestia era responsable de la muerte de su marido.
-¿Y luego? ¿Vosotros, viles traidores, la matasteis a el a también?
-No, no, mi señor. Está viva, beso la tierra para jurarlo. Pero ahora está recluida, ya no es regente.
-¿Por qué? Tendría que haber seguido esperando el regreso de su padre para que éste reasumiese el lugar
que le correspondía. ¿Por qué iba a abdicar de su regencia?
-¿Quién sabe, señor mío? Quizá fuera por el dolor que le causó la viudedad, por el profundo dolor que
sentía.
-¡Tonterías! -le interrumpí con brusquedad-. Ni aunque las fauces de la nada de Mictían se abrieran ante
el a, Améyatzin nunca habría eludido su deber. ¿Cómo la obligasteis a hacerlo? ¿Torturándola?
¿Violándola? ¿O qué?
-Sólo Yeyac podría responderte a eso. Fue él solo quien la convenció. Y tú no lo has dejado en condiciones
de que te pueda contestar. Una cosa, sin embargo, si puedo decirte. -Con suma altivez y con un gesto de
fastidio, añadió-: Mi señor Yéyactzin nunca se habría mancil ado violando ni jugueteando de ningún otro
modo con el cuerpo de una simple hembra.
Aquel comentario me enfureció más que todas las mentiras de sus camaradas, y mi tercer golpe con la
espada de obsidiana le hizo una hendidura desde el hombro hasta el vientre.
A mi otro lado, el único superviviente se había alejado prudentemente y con sigilo del alcance de mi arma,
pero, también prudentemente, miraba al cielo que, aunque había dejado de derramar agua, seguía
amenazadoramente oscuro.
-Haces bien en no echar a correr -le dije-. Los tenedores de Tláloc son mucho más largos que mi brazo.
Pero puedes estar tranquilo. A ti voy a reservarte, por lo menos durante algún tiempo. Y por un motivo.
-¿Motivo? -graznó él-. ¿Qué motivo, mi señor?
-Deseo que me cuentes todo lo que ha ocurrido en Aztlán en los años transcurridos desde que me marché.
-¡Ayyo, hasta el menor detal e, mi señor! -aceptó con ansiedad-. Beso la tierra para jurarlo. ¿Cómo quieres
que empiece?
-Ya sé que Yeyac hizo amistad y se confabuló con los hombres blancos. Así que dime primero: ¿hay
españoles en nuestra ciudad o en sus dominios exteriores?
-Ninguno, mi señor, en ningún lugar de las tierras de Aztlán. Yeyac y nosotros, su guardia personal, hemos
visitado con frecuencia Compostela, eso es cierto, pero ningún hombre blanco ha venido más al norte de
al í. El gobernador español le juró a Yeyac que podría continuar gobernando Aztlán sin discusión, aunque
con una condición: que Yeyac impidiera el paso de cualquier intruso nativo que fuera a hacer incursiones en
las tierras del gobernador.
-En otras palabras -resumí-, Yeyac estaba dispuesto a luchar contra su propio pueblo del Unico Mundo en
nombre de los hombres blancos. ¿Llegó a ocurrir eso alguna vez?
-Sí -respondió el guerrero mientras intentaba poner cara compungida-. En dos o tres ocasiones Yeyac se
puso al frente de tropas cuya lealtad personal hacia él era firme, y el os... bueno... desanimaron a algunas
pequeñas bandas de descontentos que marchaban hacia el sur para crear problemas a los españoles.
-Cuando dices tropas leales, parece que no todos los guerreros y habitantes de Aztlán se hayan alegrado
demasiado de tener a Yeyac como Uey-Tecutli.
-Así es. La mayoría de los aztecas, y también los mexicas, preferían con mucho que los gobernasen
Améyatzin y su consorte. Quedaron consternados cuando la señora Améyatl fue depuesta de la regencia.
Desde luego, les habría gustado aún más que regresara Mixtzin. Y siguen esperando su regreso, aun
después de todos estos años.
-¿Tiene conocimiento el pueblo del traicionero pacto de Yeyac con el gobernador español?
-Muy pocos lo saben, ni siquiera los ancianos del Consejo de Portavoces. Sólo estamos enterados de el o
los de la guardia personal de Yeyac y esas tropas leales de las que te he hablado, y su consejero más
íntimo y en quien más confía, cierta persona recién l egada a estas tierras. Pero la gente ha aceptado ya el
gobierno de Yeyac, aunque sólo a regañadientes, porque afirmó que él, y sólo él, estaba en situación de
impedir una invasión de los hombres blancos. Eso lo ha hecho. Ningún residente de Aztlán ha visto todavía
a un hombre blanco. Y tampoco un cabal o -añadió el hombre echando una ojeada fugaz al mío.
-Lo que significa -dije pensativo- que el hecho de que Yeyac mantenga a los españoles libres de molestias
les da a el os tiempo para incrementar sus fuerzas y su armamento sin que nadie se lo impida hasta que
estén bien preparados para venir. Y lo harán. Pero espera; has hablado de cierta persona que aconseja a
Yeyac. ¿De quién se trata?
-¿Dije una persona, señor mío? Pues tendría que haber dicho una mujer.
-¿Una mujer? Tu difunto compañero acaba de dejar claro que a Yeyac no le sirven las mujeres en ningún
sentido, ni siquiera como víctimas.
-Y ésta tampoco tiene ninguna utilidad para los hombres, supongo, aunque un hombre al que le gusten las
mujeres a lo mejor la encontrará muy linda y atractiva. Pero es verdaderamente sagaz en las artes de
gobernar, de la estrategia y de la conveniencia. Por eso Yeyac estaba dispuesto a escuchar cualquier
consejo que viniese de el a. Fue a instancias de el a por lo que en principio mandó una embajada al
gobernador español. Cuando tuvimos noticia de que te aproximabas, me atrevo a decir que el a habría
venido gustosa con nosotros a interceptarte, pero se encarga de mantener a tu prima Améyatl en aislado
encierro.
-Déjame aventurar una conjetura -le dije sombríamente-. El nombre de esa mujer inteligente es Gónda Ke.
-Lo es -respondió el hombre, muy sorprendido-. ¿Tú has oído hablar de el a, mi señor? ¿Acaso esa señora
tiene, debido a su sagacidad, la misma reputación en el extranjero que tiene aquí en Aztlán?
-Sólo diré que tiene reputación -gruñí.
La tormenta había despejado y la mayoría de las nubes habían desaparecido, así que Tonatiuh, que se iba
poniendo serenamente por el oeste, iluminó el día y reconocí el lugar donde nos encontrábamos. Las
primeras casas diseminadas y los campos labrados de los alrededores de Aztlán pronto aparecerían a la
vista. Le hice señas a Pakápeti para que pusiera su cabal o junto al mío.
-Antes de oscurecer, querida, estarás en el último bastión que queda de lo que en otro tiempo fue el
dominio azteca. Una Tenochtitlan menor, pero aun así orgul osa y floreciente. Espero que la encuentres de
tu agrado.
El a, curiosamente, no dijo nada; se limitó a adoptar una expresión que ponía en evidencia que aquel o no
la emocionaba lo más mínimo.
-¿Por qué estás tan alicaída, querida de De Puntil as? -le pregunté.
En tono irritado, respondió:
-Habrías podido dejar que por lo menos a uno de esos tres hombres lo matara yo.
Dejé escapar un suspiro. Por lo visto, Pakápeti se estaba volviendo una mujer tan poco femenina como
aquel a terrible Gónda Ke. Me volví de nuevo hacia el guerrero que caminaba junto a mi estribo derecho y le
pregunté:
-¿Cómo te l amas, hombre?
-Me l aman Nocheztli, mi señor.
-Muy bien, Nocheztli. Quiero que camines delante de esta comitiva cuando entremos en la ciudad. Espero
que el populacho salga a las puertas para vernos pasar. Tienes que anunciar una y otra vez, en voz bien
alta, que Yeyac, que se lo tenía bien merecido, ha caído muerto por los dioses, que por fin se habían