cansado de sus perfidias; y que yo, Tenamaxtzin, el legítimo sucesor, l ego para establecer mi residencia en
el palacio de la ciudad como el nuevo Uey-Tecutli de Aztlán.
-Así lo haré, Tenamaxtzin. Tengo una voz que puede vociferar casi tanto como la de Tláloc.
-Otra cosa, Nocheztli. En cuanto yo l egue al palacio voy a despojarme de este atuendo extranjero y a
ponerme las galas e insignias reales que me corresponden. Y mientras hago eso quiero que congregues a
todo el ejército de Aztlán en la plaza central de la ciudad.
-Mi señor, yo sólo tengo el rango de tequíua. No dispongo de suficiente autoridad para ordenar...
-Aquí y ahora yo te invisto de esa autoridad. En cualquier caso, lo más probable es que tus compañeros se
congreguen movidos por la curiosidad. Quiero en la plaza a todos los guerreros aztecas y mexicas, no sólo
a aquel os que son profesionales de las armas, sino también a todo hombre sano de cualquier otra
profesión u oficio que haya sido entrenado para combatir y esté sujeto a reclutamiento en tiempo de guerra.
Encárgate de el o, Nocheztli!
-Er... discúlpame, Tenamaxtzin, pero algunos de esos guerreros que le fueron leales últimamente a Yeyac
quizá huyan a las montañas al saber de la muerte de su amo.
-Les daremos caza cuando tengamos tiempo. Pero asegúrate de no desaparecer tú, Nocheztli, o serás el
primero a quien daremos caza, y el modo como acabaremos contigo se convertirá en leyenda para el
futuro. He aprendido algunas cosas de los españoles que horrorizarían incluso a los más malvados dioses
del castigo. Beso la tierra para jurarlo.
Aquel hombre tragó saliva tan fuerte que incluso se oyó y luego dijo:
-Estoy y estaré a tus órdenes, Tenamaxtzin.
-Muy bien. Sigue así y quizá aún vivas lo bastante como para morir de viejo. Una vez que el ejército esté
reunido, te pondrás entre los hombres y me irás señalando a todos y cada uno, desde el de más alto rango
hasta el más bajo, de los que se unieron a Yeyac en su servilismo hacia los españoles. más tarde haremos
lo mismo con el resto de la ciudadanía de Aztlán. Me señalarás a todo hombre y mujer, anciano respetado,
sacerdote o ínfimo esclavo que haya colaborado alguna vez en lo más mínimo con Yeyac o se haya
beneficiado de su protección.
-Discúlpame de nuevo, mi señor, pero la principal de todos esos sería esa mujer, Gónda Ke, que ahora
mismo reside en el palacio que tú piensas ocupar. Se encarga de vigilar la cámara asignada a la cautiva
señora Améyatl.
-Sé muy bien cómo tratar a esa criatura -le comuniqué-. Tú encuéntrame a los demás. Pero ahora.., ahí
tenemos las primeras cabañas de las afueras de Aztlán y a la gente que sale para vernos. Adelántate,
Nocheztli, y haz lo que te he ordenado.
Con cierta sorpresa por mi parte, pues aquel hombre era un cuilontli y por consiguiente había que suponer
que tenía un carácter afeminado, comprobé que Nocheztli era capaz de bramar tan fuerte como ese animal
macho que los españoles l aman toro. Y bramó lo que yo le había dicho que dijera y lo repitió una y otra
vez, y la gente que miraba abría mucho los ojos y se quedaba boquiabierta. Muchos de el os se unieron a
nuestra comitiva poniéndose detrás de nosotros, de modo que, al caer la noche, cuando l egamos a las
cal es pavimentadas de la ciudad propiamente dicha, Nocheztli, Pakápeti y yo íbamos a la cabeza de una
procesión considerable, y l evábamos detrás a una verdadera multitud cuando cruzamos la plaza central
iluminada por antorchas en dirección al palacio, que se hal aba cercado por un muro.
A cada lado del amplio portal abierto en el muro había un guerrero montando guardia; iban vestidos con
armadura acolchada completa y el casco de pieles con colmil os de la Orden de los Cabal eros del Jaguar,
cada hombre armado con espada maquáhuitl, cuchil o al cinto y larga lanza. Según la costumbre deberían
haber cruzado aquel as lanzas para impedirnos la entrada hasta que hubiéramos hecho saber el asunto que
nos l evaba al í. Pero los dos hombres se limitaron a mirarnos boquiabiertos al ver a unos extranjeros
ataviados de manera curiosa, que l evaban extraños animales, y las hordas de gente que l enaban la plaza.
Era comprensible que no supieran qué hacer en aquel as circunstancias.
Me incliné sobre el cuel o de mi cabal o para preguntarle a Nocheztli:
-Estos dos, ¿eran hombres de Yeyac?
-Si, mi señor.
-Mátalos.
Los dos cabal eros permanecieron de pie sin ofrecer resistencia en una actitud valiente mientras Nocheztli
blandía su propia espada de obsidiana y, golpeando primero a izquierda y luego a derecha, los talaba como
si de maleza fastidiosamente obstructiva se tratase. La multitud detrás de nosotros emitió al unísono un
grito ahogado y retrocedió un paso o dos.
Y ahora, Nocheztli -le dije-, l ama a unos cuantos hombres fuertes de entre este gentío y deshaceos de esta
carroña. -Señalé a los centinelas abatidos y al cuerpo de Yeyac, que seguía colgado como un fardo de uno
de los cabal os de carga-. A continuación ordena a la multitud que se disperse, bajo pena de que me
enfade. Luego haz lo que te ordene: reúne al ejército en esta misma plaza y diles que aguarden mi
inspección; volveré en cuanto me hal e vestido formalmente de oro, piedras preciosas y plumaje, como
corresponde a su comandante en jefe.
Cuando se hubieron l evado los cadáveres le hice señas a Pakápeti para que me siguiera y, sin desmontar y
l evando detrás los otros dos cabal os, entramos cabalgando arrogantemente, como conquistadores, en el
patio del espléndido palacio del Gobernador Reverenciado de Aztlán, de al í en adelante el palacio del Uey-
Tecutli Téotl-Tenamaxtzin. Yo.
18
Bajo antorchas sujetas a la cara interior del muro del patio, varios esclavos seguían trabajando a aquel a
hora tan tardía; cuidaban las muchas matas de flores dispuestas por todas partes en enormes urnas de
piedra. Cuando Pakápeti y yo desmontamos les dimos las riendas de nuestros cuatro cabal os a un par de
aquel os hombres. Con los ojos a punto de salírseles de las órbitas, los esclavos aceptaron las riendas con
cautela y temor y las sostuvieron con los brazos muy separados del cuerpo.
-No temáis nada -les dije a aquel os hombres-. Estos animales son muy mansos. Tan sólo traedles mucha
agua y maíz, y luego quedaos con el os hasta que yo os dé más instrucciones acerca de cómo cuidarlos.
De Puntil as y yo nos dirigimos a la puerta principal del edificio del palacio, pero se abrió antes de que
l egásemos. Aquel a mujer yaqui l amada Gónda Ke la abrió de par en par y nos hizo señas para que
entrásemos con tanto descaro como si fuera la dueña o la anfitriona oficial del palacio y estuviese dando la
bienvenida a unos huéspedes que hubieran acudido invitados por el a. Ya no vestía aquel as prendas
toscas apropiadas para la vida en el exterior y para la vida errante, sino que iba espléndidamente ataviada.
También l evaba profusión de cosméticos en el rostro, posiblemente para ocultar las pecas que le afeaban
el cutis. De todos modos resultaba bastante atractiva de contemplar. Incluso el cuilontli Nocheztli, que no
era precisamente un admirador del sexo femenino, se había referido con toda razón a aquel espécimen del
mismo como "linda y atractiva". Pero yo me fijé en que seguía teniendo ojos y sonrisa de lagarto. Y además
continuaba refiriéndose a si misma siempre por su nombre o como "el a", como si hablase de alguna
entidad completamente distinta.
-Volvemos a encontrarnos, Tenamaxtli -me saludó con alegría-. Desde luego Gónda Ke ya sabía que venías