hombres que estaban relajados o distraídos se pusieron rígidos al instante. Nocheztli volvió a vociferar-: -
Escuchad las palabras de vuestro Uey-Tecutli Tena maxtzin!
Ya fuera por obediencia o por aprensión, la multitud de hombres estaba tan silenciosa que no tuve que
levantar la voz.
-Se os ha convocado a asamblea siguiendo órdenes mías. Por orden mía también, el tequíua Nocheztli,
aquí presente, recorrerá vuestras filas y tocará el hombro de algunos hombres. Esos hombres saldrán de
las filas y se pondrán de pie ante este muro. No habrá pérdida de tiempo, ni protesta, ni preguntas. Ningún
sonido hasta que yo vuelva a hablar.
El proceso de selección de Nocheztli duró tanto que no creo necesario relatarlo paso a paso. Pero cuando
hubo terminado con la última línea de guerreros, la que se encontraba más lejos, conté ciento treinta y ocho
hombres de pie contra la pared, unos con aspecto desgraciado, otros avergonzados y el resto desafiantes.
Iban desde simples reclutas yaoquizquin sin rango alguno, pasaban por todas las categorías de íyactin y
tequiuatin y l egaban hasta los suboficiales cuáchictin. Yo mismo me avergoncé al ver que todos los
acusados sinvergüenzas eran aztecas. Entre el os no había ni uno solo de los viejos guerreros mexicas que
tanto tiempo atrás vinieran de Tenochtitlan para entrenar a este ejército, y tampoco había ningún mexica
más joven que hubiera podido ser hijo de aquel os orgul osos hombres.
El oficial de más alto rango entre los que se encontraban contra la pared era un cabal ero aztécatl, pero
sólo era de la Orden de la Flecha. Las órdenes del Jaguar y del Águila conferían el título de cabal eros a
verdaderos héroes, a guerreros que se habían distinguido en muchas batal as y habían matado a cabal eros
enemigos. A los cabal eros de la Flecha se los honraba meramente porque habían adquirido gran destreza
en el manejo del arco y las flechas, con independencia de que hubieran abatido a muchos enemigos con
esas armas.
-Todos vosotros sabéis por qué estáis ahí de pie -les dije a los hombres situados junto a la pared con voz lo
suficientemente alta como para que lo oyeran el resto de las tropas-. Se os acusa de haber respaldado al
ilegítimo Gobernador Reverenciado Yeyac, aunque todos vosotros sabíais que él se había apoderado de
ese título asesinando a su propio padre y a su hermano político. Seguisteis a Yeyac cuando estableció una
alianza con los hombres blancos, los conquistadores y opresores de nuestro Unico Mundo. Medrando con
esos españoles, luchasteis al lado de Yeyac contra hombres valientes de vuestra propia raza para
impedirles que opusieran resistencia a los opresores. ¿Alguno de vosotros niega esas acusaciones?
Hay que decir en su favor que ninguno lo negó. Y eso también decía mucho en favor de Nocheztli; era obvio
que había actuado con honradez al señalar a los colaboradores de Yeyac. Formulé otra pregunta:
-¿Alguno de vosotros quiere alegar alguna circunstancia que pudiera atenuar vuestra culpa?
Cinco o seis de el os se adelantaron, en efecto, al oír aquel o, pero sólo pudieron decir una cosa a este
respecto.
-Cuando presté el juramento en el ejército, mi señor, juré obedecer siempre las órdenes de mis superiores,
y eso es exactamente lo que hice.
-Le hicisteis un juramento al ejército -dije-, no a ningún individuo que sabíais que obraba en contra de los
intereses del ejército. Ahí tenéis a otros novecientos guerreros, camaradas vuestros, que no se dejaron
tentar por la traición. -Me di la vuelta hacia de De Puntil as y le pregunté en voz baja-: ¿Siente compasión tu
corazón por alguno de estos desgraciados ilusos?
-No, por ninguno -contestó el a con firmeza-. En Michoacán, cuando los purepechas tenían el gobierno, a
esos hombres se los hubiera sujetado a estacas clavadas en el suelo y se los habría dejado al í hasta que
se encontrasen tan débiles que los buitres carroñeros ni siquiera tuvieran que esperar a que muriesen para
empezar a comérselos. Te sugiero que tú les hagas lo mismo a todos éstos, Tenamaxtli.
Por Huitzli, pensé, Pakápeti se ha vuelto tan sedienta de sangre como Gónda Ke. Volví a hablar en voz alta
para que me oyeran todos, aunque me dirigí a los hombres acusados.
-He conocido a dos mujeres que fueron guerreros más viriles que cualquiera de vosotros. Aquí, a mi lado,
está una de el as, que merecería el título de cabal ero si no fuera hembra. La otra mujer valiente murió en la
empresa de destruir una fortaleza entera l ena de soldados españoles. Vosotros, por el contrario, sois una
deshonra para vuestros camaradas, para vuestras banderas de combate, para vuestro juramento, para
nosotros los aztecas y para todos los demás pueblos del Unico Mundo. Yo os condeno a todos vosotros, sin
excepción, a la muerte. Sin embargo, por misericordia, dejaré que cada uno de vosotros decida el modo en
que quiere morir. -De Puntil as murmuró indignada unas palabras de protesta-. Podéis elegir entre tres
modos de poner fin a vuestras vidas. Uno sería vuestro sacrificio mañana en el altar de la diosa patrona de
Aztlán, Coyolxauqui. Pero puesto que no iréis por vuestra propia voluntad, esa ejecución pública
avergonzará á vuestra familia y descendientes hasta el fin de los tiempos. Vuestras casas, propiedades y
posesiones serán confiscadas, dejando a esas familias sumidas en la indigencia además de l enas de
vergüenza. -Hice una pausa para que pudieran considerarlo-. También aceptaré vuestra palabra de honor,
el poco honor que puede que aún os quede, de que cada uno de vosotros se irá de aquí a su casa, pondrá
la punta de una jabalina contra el pecho y se apoyará en el a, muriendo así a manos de un guerrero,
aunque sea por vuestra propia mano. -La mayoría de los hombres asintieron al oír aquel o, aunque
sombríamente, pero unos cuantos esperaron aún hasta oír mi tercera sugerencia-. O bien podéis elegir otro
modo, aún más honorable, de sacrificaros vosotros mismos a los dioses: ofreceros voluntarios para una
misión que he proyectado. Y -añadí con desprecio- el o significará que os volváis contra vuestros amigos los
españoles. Ni uno solo de vosotros sobrevivirá a esa misión, beso el suelo para jurarlo. Pero moriréis en
combate, como todo guerrero espera. Y para gratificación de nuestros dioses, habréis derramado sangre
enemiga además de la vuestra. Dudo que los dioses se ablanden lo suficiente como para concederos la
feliz vida de los guerreros en Tonatiucan. Pero incluso en la espantosa nada de Mictían podéis pasar la
eternidad recordando que, por lo menos una vez en vuestras vidas, os comportasteis como hombres.
¿Cuántos de vosotros queréis ofreceros para eso?
Todos lo hicieron, sin excepción, doblándose en el gesto talqualiztli de tocar la tierra, lo que significaba que
la besaban como muestra de lealtad hacia mí.
-Pues así sea -dije-. Y a ti, cabal ero de la Flecha, te designo para que te pongas al mando de esa misión
cuando l egue el momento. Hasta entonces a todos vosotros se os encarcelará en el templo de
Coyolxauqui, bajo estricta vigilancia. De momento dad vuestros nombres al tequíua Nocheztli a fin de que
un escriba pueda registrarlos para mi.
Y dirigiéndome a los hombres que aún permanecían en la plaza, grité:
-A todos los demás, no menos importantes, os doy las gracias por vuestra inquebrantable lealtad a Aztlán.
Podéis retiraros hasta que vuelva a convocaros en asamblea.