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vimos, cuando partiste con él hacia Tenochtitlan, no eras más que un mozalbete imberbe. Pero al parecer

has crecido mucho y de un modo inexplicablemente rápido. Exigimos saber...

-¡Guarda silencio, Tototí! -le interrumpí con rudeza; y todos los hombres ahogaron un grito-. También debes

de recordar el protocolo del Consejo, según el cual ningún hombre debe hablar hasta que el Uey-Tecutli

diga cuál es el tema que se va a tratar. No estoy esperando pacíficamente a que vosotros me aceptéis o me

aprobéis. Sé quién soy y lo que soy: vuestro legítimo Uey-Tecutli. Eso es lo único que necesitáis saber. -Se

oyeron murmul os por la sala, pero nadie volvió a desafiar mi autoridad. Pudiera ser que no me hubiera

granjeado su afecto, pero decididamente había captado su atención-. Os he convocado porque tengo

algunas exigencias que haceros y, aunque sólo sea por mera cortesía y por la estima en que os tengo a

todos por ser mis mayores, me gustaría que aprobarais dichas exigencias con vuestro consentimiento

unánime. Pero también os digo, y beso la tierra para jurarlo, que mis exigencias se cumplirán, estéis de

acuerdo o no.

Mientras me miraban con los ojos muy abiertos y murmuraban un poco más, retrocedí para abrir la puerta

del salón del trono y le hice señas a Nocheztli y a dos de los guerreros de Aztlán que él había declarado

dignos de confianza. No los presenté, sino que continué dirigiéndome a los miembros del Consejo.

-A estas alturas lo más seguro es que todos vosotros tengáis noticia de los incidentes que han ocurrido en

los últimos tiempos y de las revelaciones que se han hecho recientemente en estos paraderos. De cómo el

abominable Yeyac arrebató el manto de Uey-Tecutli aunque para el o tuviese que asesinar a su propio

padre.

Al l egar a este punto me dirigí directamente a Kévari, tíatocapili de Yakóreke.

-Incluso a Kauri, tu hijo. Y cómo derrocó y encarceló a la viuda de tu hijo, Améyatzin.

De nuevo hablé para todos.

-Seguro que habéis oído que Yeyac conspiraba en secreto con los españoles para ayudarlos a mantener

oprimidos a todos nuestros pueblos del Unico Mundo. Y ciertamente habréis oído, confío que con placer,

que Yeyac ya no existe. También habréis oído que yo, como único pariente varón vivo de Mixtzin, y por

tanto sucesor en el manto, he librado a Aztlán sin piedad alguna de todos aquel os que apoyaban a Yeyac.

Anoche diezmé el ejército de Aztlán. Hoy voy a encargarme de los lameculos que Yeyac tenía entre la

población civil.

Me l evé una mano a la espalda y Nocheztli me puso en el a varios papeles de corteza. Examiné las

columnas de imágenes de palabras que había en el os y luego anuncié a la sala:

-Esta es una lista de aquel os ciudadanos que ayudaron a Yeyac en sus nefastas actividades; desde

vendedores de mercado hasta respetables mercaderes y prominentes comerciantes pochtecas. Me

complace ver que en esta lista sólo se menciona el nombre de un hombre de este Consejo de Portavoces.

Tlamacazqui Colótic-Acatl, adelántate.

De este hombre he hablado antes en esta narración. Era el sacerdote del dios Huitzilopochtli, quien al

conocer las primeras noticias de la l egada de los hombres blancos al Unico Mundo había temido tanto que

se le desposeyera de su sacerdocio. Como todos nuestros tlamacazque, no se había lavado en toda su

vida, igual que su túnica negra. Pero ahora, incluso a pesar de la mugrienta roña, el rostro se le puso pálido

y temblaba cuando se adelantó.

-Por qué un sacerdote de un dios mexícatl ha de traicionar a los adoradores de ese dios es algo que no

alcanzo a comprender -dije-. ¿Tenias intención de convertirte a la religión de los hombres blancos, a

Crixtanóyotl? ¿O simplemente esperabas engatusarlos para que te dejasen en paz en tu antiguo

sacerdocio? No, no me lo digas. La gente como tú no me importa en absoluto. -Me volví hacia los

guerreros-. Llevad a esta criatura a la plaza central, no a ningún templo, ya que no se merece el honor de

ser sacrificado, de tener otra vida en el más al á, y estranguladlo hasta que muera con la guirnalda de

flores.

Lo prendieron, y el sacerdote se fue de mala gana con el os l oriqueando mientras el resto del Consejo

permanecía al í de pie perplejo.

-Pasaos unos a otros esos papeles -les pedí-. Vosotros, los tíatocapiltin de otras comunidades, encontraréis

nombres de personas que pertenecen a vuestras comunidades que o bien prestaron ayuda a Yeyac o

recibieron favores de él. Mi primera exigencia es que eliminéis a esas personas. Mi segunda exigencia es

que peinéis las filas de vuestros propios guerreros y guardias personales, y Nocheztli, aquí presente, os

ayudará en eso, y exterminéis también a los traidores que haya entre el os.

-Así se hará -me aseguró Tototl, cuya voz ahora manifestaba bastante más respeto hacia mí-. Creo que

hablo en nombre de todo el Consejo al decir que estamos de acuerdo por unanimidad con esta acción.

-¿Tienes aún alguna exigencia más, Tenamaxtzin? -quiso saber Kévari.

-Sí, una más. Quiero que cada uno de vosotros, tíatocapiltin, enviéis a Aztlán a todos los guerreros

verdaderos y sin tacha que tengáis y a todos los hombres sanos que hayan recibido entrenamiento militar

para coger las armas en caso necesario. Tengo intención de integrarlos en mi propio ejército.

-De nuevo, convenido -dijo Teciúapil, tlatocapili de Tecuexe. Pero ¿podemos preguntar por qué?

-Antes de responder a eso -le indiqué-, déjame hacer a mi vez una pregunta: ¿quién de vosotros es ahora

el Evocador de la Historia del Consejo?

Todos parecieron un poco incómodos ante aquel a pregunta, razón por la que se hizo un breve silencio.

Luego habló un hombre que no lo había hecho hasta entonces. El también era anciano, un mercader

próspero, a juzgar por su atuendo, pero en mis tiempos no formaba parte del Consejo. Dijo:

-Cuando murió el viejo Canaútli, el anterior Evocador, que según me han dicho era tu bisabuelo, no se

nombró a nadie para ocupar su lugar. Yeyac insistió en que no había necesidad de tener un Evocador

porque, según él, con la l egada de los hombres blancos la historia del Unico Mundo había l egado a su fin.

Además, añadió Yeyac, ya no contaríamos el paso de los años por haces de cincuenta y dos, ni

mantendríamos más la ceremonia de encender el Fuego Nuevo para marcar el comienzo de cada nuevo

haz. Nos dijo que a partir de entonces contaríamos los años como lo hacen los hombres blancos, en una

sucesión ininterrumpida que empieza con un año simplemente numerado como el año Uno, pero que no

sabemos exactamente cuánto tiempo hace que empezó.

-Yeyac estaba equivocado -contesté-. Todavía queda mucha historia, y tengo la intención de hacer aún

mucha más para que nuestros historiadores la recuerden y la archiven. Por eso, consejeros, y con el o

contesto a vuestra pregunta anterior, es por lo que necesito a vuestros guerreros para mi ejército.

Y a continuación les conté -como acababa de contarle a Améyatl y, antes, a Pakápeti, a Gónda Ke, a la

difunta Citlali y a Pochotí, el artesano que me fabricó el palo de trueno- mis planes para organizar una

rebelión contra Nueva España y recuperar todo el Unico Mundo para nosotros. Igual que sucediera con

aquel os cuando escucharon mis intenciones, los miembros del Consejo de Portavoces parecieron

impresionados aunque incrédulos, y uno de el os empezó a hablar:

-Pero Tenamaxtzin, si hasta los poderosos...