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estaban situadas al norte, pero no lo hacia con ninguna del sur. ¿Podría el Uey-Tecutli idear un plan para

deshacernos de ese exceso, y a cambio obtener un beneficio...?

Tuve que luchar no sólo con mis funcionarios de la corte y con los asuntos importantes en materia de

política, sino también con las cosas triviales de la gente corriente. Aquí un litigio entre dos vecinos por la

linde entre sus parcelas de tierra; al í unas disputas familiares por el reparto de las exiguas propiedades de

su padre muerto recientemente; acul á un deudor que solicitaba un respiro en el acoso al que lo sometía un

prestamista usurero; al í un acreedor que pedía permiso para desalojar a una viuda y a sus hijos huérfanos

del hogar para satisfacer alguna obligación que el difunto marido no había podido cumplir...

Me resultaba excesivamente difícil encontrar tiempo para atender asuntos que para mí eran mucho más

urgentes. Pero me las arreglé como pude. Di instrucciones a todos los cabal eros y cuáchictin leales de mi

ejército para que comenzaran a entrenar de forma intensiva a sus fuerzas (y a todos los reclutas de que

pudieran disponer), y para que hicieran sitio en sus filas para los guerreros adicionales que se habían

reclutado y que l egaban a diario de las demás comunidades subordinadas a Aztlán.

E incluso encontré tiempo para sacar de su escondite los tres arcabuces que Pakápeti y yo habíamos

l evado con nosotros y para instruir personalmente en el uso de los mismos. No hace falta decir que al

principio los guerreros tenían miedo de manejar aquel as armas extranjeras. Pero seleccioné sólo a

aquel os que fueron capaces de superar su turbación y que demostraron aptitudes para utilizar el palo de

trueno con eficacia. Al final los escogidos fueron más o menos veinte, y cuando uno de el os me preguntó,

l eno de desconfianza: "Mi señor, cuando vayamos a la guerra, ¿tendremos que turnarnos para emplear los

palos de trueno?", yo le contesté: "No, joven iyac. Confío en que les arrebatéis a los hombres blancos sus

arcabuces para armaros vosotros. Y además también confiscaremos los cabal os de los hombres blancos.

Cuando lo hagamos se os entrenará también para que podáis manejarlos."

El hecho de estar continuamente ocupado por lo menos tenía un aspecto gratificante: me evitaba el tener

nada que ver con Gónda Ke, la mujer yaqui. Mientras yo estaba ocupado con los asuntos de Estado el a se

encargaba de supervisar los asuntos domésticos del palacio. Pudiera ser que fuera un fastidio para los

sirvientes, pero así tenía pocas oportunidades de fastidiarme a mi. Claro que de vez en cuando nos

encontrábamos por un pasil o del palacio y la mujer yaqui soltaba algún comentario bromista o guasón: "Me

canso de esperar, Tenamaxtli. ¿Cuándo vamos a salir tú y yo a comenzar nuestra guerra?" O: "Me canso de

esperar, Tenamaxtli. ¿Cuándo nos iremos tú y yo juntos a la cama para que puedas besar cada una de las

pecas que salpican mis partes íntimas?"

Aunque yo no hubiera estado demasiado ocupado para acostarme con nadie, y aunque el a hubiera sido la

última hembra humana en el mundo, no me hubiera sentido tentado a el o. En realidad durante el tiempo

que fui Uey-Tecutli, cuando, por tradición, hubiera podido tener a cualquier mujer de Aztlán que hubiese

deseado, no disfruté de ninguna en absoluto. Pakápeti parecía firme en su determinación de no volver a

copular nunca jamás con ningún hombre. Y a mi no se me habría pasado por la cabeza, ni siquiera en

sueños, molestar a Améyatl en su lecho de enferma, aunque el a cada día estaba más saludable, más

fuerte y más bel a.

Desde luego visitaba a mi prima y me quedaba junto a su cama siempre que tenía un momento libre, pero

sólo para conversar con el a. La ponía al corriente de las actividades que yo l evaba a cabo como Uey-

Tecutli y de los acontecimientos de Aztlán y sus alrededores a fin de que el a pudiera reemprender con más

facilidad su regencia cuando l egase el momento. (Y francamente yo anhelaba que ese momento l egase

pronto para poder marcharme a la guerra.) También hablábamos de muchas otras cosas, por supuesto, y

un día Améyatl, un poco turbada, me dijo:

-Pakápeti me ha cuidado amorosamente. Y el a ahora está muy guapa, pues el pelo le ha crecido y lo tiene

casi tan largo como yo. Pero la querida muchacha bien podría ser repelentemente fea, porque la ira que

hay en el a es casi visible.

-Está muy enojada con los hombres, y tiene motivos para el o. Ya te conté el encuentro que tuvo con

aquel os dos soldados españoles.

-Entonces comprendo que lo esté con los hombres blancos. Pero, exceptuándote tan sólo a ti, creo que

mataría gustosa a todo hombre vivo.

-También lo haría la venenosa Gónda Ke -le comenté-. Quizá estar cerca de el a haya influido en Pakápeti

para que les tenga un odio aún más profundo a los hombres.

-¿Incluyendo al que l eva en su seno? -me preguntó Améyatl.

Parpadeé asombrado.

-¿Qué estás diciendo?

-Entonces, ¿no te has dado cuenta? Sólo se le está empezando a notar. de De Puntil as está preñada.

-Yo no he sido -balbucí-. No la he tocado desde hace...

-Ayyo, primo, cálmate -me recomendó Améyatl riéndose a pesar de la preocupación- de De Puntil as lo

atribuye al encuentro ese del que has hablado.

-Bien, es razonable que esté amargada por l evar dentro al hijo mestizo de un...

-No por l evarlo dentro, ni porque sea mestizo, sino porque es un varón, ya que detesta a todos los varones.

-Oh, venga, prima. ¿Cómo es posible que Pakápeti sepa que ser un niño?

-Ni siquiera se refiere a él como un niño. Habla salvajemente de "este tepuli que está creciendo dentro de

mí". O de "este kurú", la palabra poré que designa el órgano masculino. Tenamaxtli, ¿es posible que el

disgusto que tiene de De Puntil as le esté haciendo perder la cabeza?

-Yo no soy una autoridad en materia de locura ni de mujeres -le dije al tiempo que dejaba escapar un

suspiro-. Consultaré a un ticitl que conozco. Quizá él pueda prescribir algún paliativo para la angustia de De

Puntil as. Mientras tanto tú y yo vigilaremos que no intente hacerse daño a si misma.

Pero pasó algún tiempo antes de yo lograse l amar a aquel médico, porque tenía otras cosas que atender.

Una fue la visita de uno de los guardias del templo de Coyolxauqui, que vino a informarme de que los

guerreros encarcelados se encontraban en unas condiciones muy miserables, pues tenían que dormir de

pie, no comían otra cosa que gachas, l evaban mucho tiempo sin bañarse, y algunas otras cosas por el

estilo.

-¿Acaso alguno de el os se ha asfixiado o se ha muerto de hambre? -le pregunté con exigencia.

-No, mi señor. Puede que estén medio muertos, pero al í se confinó a ciento treinta y ocho hombres, y el

número todavía permanece invariable. No obstante, ni siquiera nosotros los guardias que estamos fuera del

templo somos capaces de soportar el hedor y el clamor.

-Pues cambiad la guardia con más frecuencia. Y a menos que esos traidores empiecen a morirse, no

volváis a molestarme. Medio muertos no es castigo suficiente para el os.

Y luego Nocheztli volvió de su misión como quimichi en Compostela. Había estado ausente unos dos

meses, y yo había empezado a preocuparme y a pensar que quizá se hubiera pasado de nuevo al enemigo,

pero regresó, tal como había prometido, y venía rebosante de noticias que contar.

-Compostela es una ciudad mucho más floreciente y populosa, mi señor, que la última vez que estuve al í.