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Los habitantes varones son en su mayor parte soldados españoles, cuyo número calculo en unos mil, la

mitad de el os montados a cabal o. Pero muchos de los soldados de alto rango han l evado al í a sus

familias, y otras familias españolas han acudido como colonos, y se han construido casas para todos el os.

El palacio del gobernador y la iglesia de la ciudad son de piedra bien trabajada; las demás residencias son

de ladril o de barro seco. Hay un mercado, pero las mercancías y productos que se venden al í las han

traído caravanas de mercaderes procedentes del sur. Los blancos de Compostela no cultivan ni crían

ganado; todos prosperan con la explotación de las numerosas minas de plata de los alrededores. Y es

evidente que prosperan lo suficiente como para poder permitirse el gasto de importar los comestibles y

otras necesidades.

-¿Y cuántos de los nuestros residen al í? -le pregunté.

-La población india es casi igual a la de los blancos. Hablo sólo de aquel os que trabajan como esclavos

domésticos en las casas de los españoles; y además hay numerosos esclavos negros, esos seres a los que

l aman moros. Cuando los esclavos no tienen el domicilio en las casas de sus amos, viven en unas cabañas

y barracas miserables situadas a las afueras de la ciudad. Hay otra cantidad considerable de hombres de

los nuestros que trabajan en las minas, bajo tierra, y en unos edificios que hay alrededor de las minas, pero

encima de la tierra, a los que l aman tal eres. Me temo que no pueda calcular el número exacto de esos

hombres, pues muchísimos de el os trabajan bajo tierra, por turnos, la mitad de el os durante el día, la otra

mitad de noche. Y además el os y sus familias, si es que las tienen, viven encerrados en complejos

cerrados y vigilados donde no conseguí entrar. Los españoles l aman a esos lugares obrajes.

-Ayya, sí -asentí-. Conozco los infames obrajes.

-Corre el rumor de que esos obreros, puesto que nuestra gente nunca antes había tenido que trabajar

esclavizada bajo tierra, mueren sin cesar, varios de el os cada día. Y los dueños de las minas no pueden

sustituirlos con tanta rapidez como mueren, porque, naturalmente, los indios de Nueva Galicia a los que no

han esclavizado se han dado prisa en marcharse y esconderse lejos del alcance de los cazadores de

esclavos. De modo que el gobernador Coronado le ha pedido al virrey Mendoza en la Ciudad de México

que envíe a Compostela cantidades de esclavos moros de... de donde sea que traen a esos moros.

-De cierta tierra l amada Africa, me han dicho.

Nocheztli hizo una mueca de desagrado y dijo:

-Debe de ser un lugar parecido a nuestras espantosas Tierras Calientes del sur remoto. Porque he oído

decir que los moros pueden soportar con facilidad el terrible calor, el encierro y el estruendo de las minas y

de los tal eres. Y además los moros deben de ser más parecidos a las bestias de carga de los españoles

que a los seres humanos, porque también se dice de el os que pueden trabajar sin descanso y l evar cargas

aplastantes sin morir y sin siquiera quejarse. Puede ser que, si se importasen suficientes moros a Nueva

Galicia, Coronado deje de intentar capturar y esclavizar a nuestro pueblo.

-Háblame de ese Coronado, el gobernador -le pedí.

-Sólo tuve ocasión de verlo dos veces mientras pasaba revista a sus tropas elegantemente ataviado y

montado en un cabal o blanco que hacia cabriolas. No es mayor que tú, mi señor, pero su rango, desde

luego, es inferior al tuyo de Gobernador Reverenciado, porque él ha de rendir cuentas a sus superiores en

la Ciudad de México y tú no has de rendir cuentas ante nadie. Sin embargo, está determinado a hacerse un

nombre más señorial para sí. No siente remordimiento alguno en exigir que los esclavos extraigan hasta el

último pel izco de Mena de plata, no sólo para su propio enriquecimiento y el de sus súbditos de Nueva

Galicia, sino para toda Nueva España y ese gobernante l amado Carlos que se encuentra en la lejana Vieja

España. Sin embargo, en conjunto, Coronado parece menos tirano que su predecesor. No permite que sus

súbditos atormenten, torturen o ejecuten a nuestro pueblo a capricho, como solía hacer el gobernador

Guzmán.

-Háblame de las armas y de las fortificaciones que el gobernador tiene en Compostela.

-Esa es una cosa curiosa, mi señor. Sólo puedo suponer que el difunto Yeyac debió de persuadir a

Compostela de que no tenía que temer nunca un ataque de nuestro pueblo. Además de los habituales palos

de trueno que l evan encima los soldados españoles, tienen también esos tubos de trueno mucho más

grandes montados en carros con ruedas. Pero los soldados no rodean la ciudad para defenderla; se ocupan

principalmente de mantener a los esclavos de las minas trabajando con sumisión, o de vigilar los obrajes en

los que están confinados. Y los enormes tubos de trueno que hay estacionados alrededor de la ciudad no

apuntan hacia afuera, sino hacia adentro, obviamente para rechazar cualquier intento de los esclavos de

rebelarse o escapar.

-Interesante -murmuré. Encendí y fumé un poquietl mientras meditaba sobre lo que había aprendido-.

¿Tienes alguna cosa más de importancia que comunicar?

-Muchas más, mi señor. Aunque Guzmán afirmaba que había conquistado Michoacán y había enviado a los

pocos guerreros supervivientes a la esclavitud en el extranjero, parece que no los sometió a todos. El nuevo

gobernador Coronado recibe regularmente noticias de levantamientos en el sur de sus dominios, sobre todo

en la zona de los alrededores del lago Pátzcuaro. Bandas de guerreros armados sólo con espadas hechas

del famoso metal purepe y con antorchas han estado atacando los puestos avanzados españoles y las

estancias de los colonos españoles. Atacan siempre de noche, matan a los guardias armados, les roban los

palos de trueno y prenden fuego a los edificios de las estancias, matando así a muchas familias blancas:

hombres, mujeres, niños... todos. Los blancos que han sobrevivido juran que los atacantes eran mujeres,

aunque no sé cómo pudieron distinguirlo teniendo en cuenta la oscuridad y el hecho de que los purepechas

son calvos. Y cuando los soldados españoles que quedan peinan el campo a la luz del día se encuentran a

las mujeres purepes haciendo exactamente lo mismo que siempre han hecho: tejer cestos de forma

apacible, hacer cacharros de cerámica y otras cosas por el estilo.

-Ayyo -exclamé para mí mismo con satisfacción-. Desde luego, las tropas de Pakápeti están demostrando lo

que valen.

-El resultado ha sido que han enviado tropas adicionales desde Nueva España para intentar, de momento

en vano, sofocar esos disturbios. Y los españoles de la Ciudad de México se lamentan de que esta

desviación de las tropas los deja a el os vulnerables ante las invasiones o insurrecciones indias. Si los

ataques en Michoacán en realidad sólo han hecho un daño insignificante, sin duda han conseguido que los

españoles, en todas partes, se sientan intranquilos y temerosos de perder su seguridad.

-Debo encontrar alguna manera de enviar mi felicitación personal a esa espantosa mujer cóyotl Mariposa

-murmuré.

-Como te decía -continuó Nocheztli-, el gobernador Coronado recibe estos informes, pero se niega a enviar

al sur a ninguna de sus tropas de Compostela. He oído decir que insiste en mantener a sus hombres

dispuestos para algún grandioso plan que ha concebido con intención de l evar adelante sus propias

ambiciones. También he oído que aguardaba ansioso la l egada de cierto emisario del virrey Mendoza, de la