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Ciudad de México. Bien, esa persona l egó justo antes de que yo me marchase de Compostela, mi señor, y

resultó ser un emisario muy peculiar. Un fraile cristiano corriente.., y lo reconocí porque ese fraile había

residido en Compostela antes y yo lo había visto al í. No sé cómo se l ama, pero en aquel a época anterior

sus compañeros lo l amaban con desprecio el Monje Mentiroso. Y no sé por qué ha regresado, ni por qué el

virrey lo ha enviado, ni cómo es posible que él pueda ayudar al gobernador Coronado a realizar sus

ambiciones. Lo único que puedo decirle a este respecto es que el fraile l egó acompañado de un ayudante,

un simple moro esclavo. Ambos, fraile y esclavo, entraron inmediatamente a conferenciar en privado con el

gobernador. Estuve tentado de quedarme y tratar de enterarme de más cosas acerca de este misterio. Sin

embargo, para entonces yo ya empezaba a resultar sospechoso a la gente de la ciudad. Además temía que

tú, mi señor, pudieras dudar de mí por mi tardanza en regresar.

-Confieso que dudas he tenido, Nocheztli, y te pido disculpas. Lo has hecho bien, realmente bien. Por lo

que tú has descubierto, yo puedo adivinar mucho más. -Me eché a reír de corazón-. Ese moro está guiando

al Monje Mentiroso en busca de las fabulosas Siete Ciudades de Antilia, y Coronado confía en compartir el

mérito cuando las descubran.

-¿Mi señor...? -dijo Nocheztli sin comprender.

-No importa. Lo que significa es que ese Coronado sí que enviará algunas de sus tropas destacadas para

ayudar en esa búsqueda, y dejar a la complaciente ciudad de Compostela todavía más indefensa. Se

acerca el momento de que los guerreros leales al difunto Yeyac expíen sus crímenes. Ve, Nocheztli, y di a

los vigilantes del templo prisión que empiecen a alimentar a esos hombres con buena carne, pescado,

grasas y aceites. Hay que volver a ponerlos fuertes. Y que los guardias los dejen salir del templo de vez en

cuando para que se bañen, hagan ejercicio, entrenen y se pongan en forma para entrar en combate.

Ocúpate de eso, Nocheztli, y cuando consideres que los hombres están preparados, ven a decírmelo.

Me dirigí a los aposentos de Améyatl, donde el a ya no estaba postrada en el lecho, sino sentada en una

sil a icpali, y la puse al corriente de todo lo que me habían contado, lo que había deducido de esa

información y lo que pensaba hacer al respecto. Mi prima parecía aún tener sus dudas acerca de mis

planes, pero no retiró su aprobación. Luego dijo:

-Entretanto, primo, no has hecho nada aún acerca de la precaria condición de Pakápeti. Cada día me

preocupa más.

-Ayya, tienes razón. Me he descuidado. -Ordené a una de sus otras criadas que se encontraba asistiéndola

en aquel momento-: Ve a buscar al ticití Ualiztli. Es cirujano del ejército. Lo encontrarás en las barracas de

los cabal eros. Dile que requiero su presencia aquí de inmediato.

Améyatl y yo estuvimos charlando de varios asuntos; una de las cosas que me dijo es que se encontraba

muy restablecida y que, si yo se lo permitía, empezaría a ayudarme con algunos de los detal es rutinarios

de mi cargo. Y después l egó Ualiztli, que l evaba la bolsa de instrumentos y medicamentos que los ticiltin

l evan a todas partes. Como era un hombre de bastante edad, aunque robusto, y como había acudido

corriendo a mi l amada, se encontraba casi sin aliento, hice que la criada le trajera una taza de chocólatl

para que se repusiera y al mismo tiempo le dije que condujese hasta nosotros a de De Puntil as.

-Estimado Ualiztli -comencé a decirle-, esta joven es buena amiga Pakápeti, miembro del pueblo purepe. de

De Puntil as, este cabal ero es el médico más considerado de toda Aztlán. A Améyatzin y a mí nos gustaría

mucho que le permitieras examinar tu condición física.

De Puntil as pareció un poco recelosa pero no protestó.

-De acuerdo con los síntomas, Pakápeti está encinta -le dije al tícitl-, pero al parecer tiene un embarazo

difícil. A todos nosotros nos sería muy valiosa tu opinión y tu consejo.

Inmediatamente de De Puntil as exclamó:

-¡No estoy encinta!

Pero se tendió obediente sobre el jergón de Améyatl cuando el médico le dijo que lo hiciera.

-Ayyo, pues si que lo estás, querida -sentenció el médico después de palpar un poco entre la ropa-. Por

favor, súbete la blusa y bájate un poco la falda por la cintura para que pueda realizar un examen completo.

No pareció que a de De Puntil as le diera apuro descubrir sus pechos y el abultado vientre en presencia de

Améyatl y de mí, y pareció igualmente indiferente ante el entrecejo fruncido, los suspiros y los murmul os

del tícitl mientras le apretaba y le hurgaba por aquí y por al á. Cuando por fin se apartó de el a, de De

Puntil as habló antes de que pudiera hacerlo el médico:

-¡No estoy preñada! Y tampoco quiero estarlo!

-Tranquila, niña. Hay ciertas pociones que hubiera podido administrarte antes para inducir un parto

prematuro, pero tu estado es demasiado avanzado...

-¡No pariré ni antes, ni después, ni nunca! -insistió con vehemencia de De Puntil as-. Y quiero matar a esta

cosa que l evo dentro!

-Bien, con toda seguridad el feto no habría sobrevivido a un parto prematuro. Pero ahora...

-No es un feto. Es una... cosa macho.

El tícitl sonrió con tolerancia.

-¿Acaso alguna comadre entrometida te ha dicho que sería niño porque lo l evas situado muy alto? Eso no

es más que una vieja superstición.

-¡Ninguna comadre me ha dicho nada! -aseguró de De Puntil as, cada vez más agitada-. No he dicho un

niño... he dicho una cosa macho. La cosa que sólo una persona macho... -Hizo una pausa con cara

avergonzada y luego añadió-: Un kurú. Un tepuli.

Ualiztli le dirigió una mirada penetrante.

-Déjame tener unas palabras con tu eminente amigo. -Me condujo fuera del alcance del oído de las mujeres

y me dijo en un susurro-: Mi señor, ¿acaso hay en esto un marido que no sospecha nada? ¿Acaso la joven

ha sido inf...?

-No, no -me apresuré a defenderla-. No hay ningún marido. Hace varios meses a Pakápeti la violó un

soldado español. Temo que el espanto de l evar en su seno el hijo de un enemigo le ha alterado de algún

modo las facultades.

-A menos que las mujeres purepes estén hechas de un modo diferente a las nuestras, cosa que dudo, algo

le ha alterado también las entrañas. Si está encinta, le está creciendo más en la zona del estómago que en

el vientre, y eso es imposible.

-¿Puedes hacer algo que la alivie?

El médico puso cara de incertidumbre; luego volvió a inclinarse sobre de De Puntil as.

-Puede que tengas razón, querida, y que esto no sea un feto viable. A veces una mujer puede desarrol ar un

tumor fibroso que se parece mucho a un embarazo.

-¡Te digo que está creciendo! Te digo que no es un feto! Te digo que es un tepuli!

-Por favor, querida, ésa es una palabra inapropiada para que la pronuncie una señorita bien educada. ¿Por

qué persistes en hablar de un modo tan inmodesto?

-¡Porque sé lo que es! Porque me lo tragué! Sácamelo!

-Pobre muchacha, estás trastornada.

Ualiztli se puso a buscar algo dentro de la bolsa.

Pero yo estaba mirando a Pakápeti con la boca abierta. Estaba recordando... y me preguntaba...

-Toma, bébete esto -le ordenó Ualiztli al tiempo que le tendía una tacita.

-¿Me librar de esta cosa? -le preguntó de De Puntil as esperanzada, casi suplicante.

-Te calmará.

-¡No quiero que me calme! -Le tiró la taza de la mano-. Quiero librarme de este espantoso...