-De Puntil as -intervine yo con seriedad-, haz lo que dice el tícitl. Recuerda que pronto tendremos que volver
a ponernos en camino. Y no podrás venir conmigo a menos que te pongas bien. Por ahora bébete la
poción. Luego el médico consultará con sus colegas ticiltmn en cuanto a las medidas que se tomarán a
continuación. ¿No es así, Ualiztli?
-Exactamente así, mi señor -respondió él contribuyendo a mi mentira.
Aunque todavía con expresión obstinada y desafiante, de De Puntil as me obedeció y se bebió la taza que
el médico había vuelto a l enar. Después Ualiztli le dio permiso para que se arreglase la ropa y se retirase. Y
cuando se hubo marchado nos dijo a Améyatl y a mi:
-Está bastante trastornada. Está demente. Le he dado una tintura de la seta nanácatl. Eso por lo menos le
aliviará el torbel ino que tiene en la cabeza. No sé qué otra cosa puede hacerse, excepto cortar en su
interior con la lanceta de obsidiana, y pocos pacientes sobreviven a tan drástica exploración. Os dejaré una
provisión de la tintura para que se la administréis cuando vuelva a ponerse alterada. Lo siento, mi señor, mi
señora, pero el pronóstico no es nada prometedor.
En los días siguientes Améyatzin ocupó un trono ligeramente más pequeño que el mío, situado un poco
más abajo y a mi derecha, asistió a mis conferencias con el Consejo de Portavoces cuando había ocasión
para que se reunieran aquel os ancianos, me ayudó en muchas de las decisiones que los otros funcionarios
venían a pedirme y me alivió de gran parte de la cansina carga de tratar las peticiones de la gente corriente.
Améyatl siempre tenía a su lado izquierdo a nuestra querida Pakápeti, principalmente como precaución
contra algún daño que la muchacha pudiera causarse a sí misma, pero también con la esperanza de que
con las actividades del salón del trono la mente de De Puntil as pudiera distraerse de su oscura obsesión.
Los tres estábamos al í el día en que un mensajero del ejército vino a decirme:
-Mi señor, el tequíua Nocheztli te envía el mensaje de que los guerreros de Yeyac se encuentran tan en
forma como en sus mejores tiempos.
-Entonces dile a Nocheztli que venga aquí y que traiga consigo a ese cabal ero de la Flecha.
Cuando l egaron, el cabal ero, cuyo nombre era Tapachini, se inclinó con humildad para hacer el gesto
tlalqualiztli de tocar el suelo del salón del trono. Dejé que permaneciera en aquel a postura servil mientras le
decía:
-Os ofrecí a ti y a tus camaradas en la traición tres modos de morir. Todos vosotros escogisteis el mismo, y
en el día de hoy conducirás a esos hombres en su marcha hacia la muerte. Como os prometí, será una
muerte en combate, por lo tanto buena a los ojos de los dioses. Y esto otro te lo voy a decir por primera vez:
habréis tenido el honor de librar la primera batal a de lo que ser una guerra total e incondicional para
expulsar a los hombres blancos del Unico Mundo.
Tapachini, con la cabeza aún baja, dijo:
-Es un honor que difícilmente hubiéramos esperado merecer, mi señor. Estamos agradecidos. Sólo tienes
que mandarnos.
-Se os devolverán a todos vuestras armas y armaduras. Luego marcharéis hacia el sur y atacaréis la ciudad
española de Compostela. Haréis cuanto podáis por arrasar la ciudad y acabar con sus habitantes blancos.
Naturalmente, no lo lograréis. Os superarán de diez a uno en número, y vuestras armas no serán rival para
las de los hombres blancos. No obstante, veréis que la ciudad se cree fatuamente a salvo a causa del pacto
que hizo con el difunto Yeyac. Encontraréis a Compostela desprevenida ante vuestro ataque. De modo que
los dioses, y yo, estarán desolados si cada uno de vosotros no acaba por lo menos con cinco enemigos
antes de caer vosotros mismos.
-Confía en el o, mi señor.
-Espero enterarme de el o. La noticia de una matanza así, sin precedentes, no tardará en l egar a mis oídos.
Mientras tanto desecha cualquier ilusión de que tus hombres y tú podréis eludir mi mirada tan pronto como
salgáis de Aztlán.
Me di la vuelta hacia Nocheztli.
-Elige guerreros leales y fornidos para que sirvan de escolta. Haz que acompañen al cabal ero Tapachini y a
su contingente por los senderos que l evan al sur; será una marcha de no más de cinco días; y que
permanezcan con el os hasta que se encuentren dentro del radio de ataque de Compostela. Cuando el
cabal ero Tapachini dirija la carga contra la ciudad, y no antes, los escoltas regresarán aquí para informar.
Durante el camino hacia el sur han de contar continuamente a los hombres que están bajo su custodia. El
número del cabal ero y el de sus hombres es de ciento treinta y ocho en este momento. Ese mismo número
ha de atacar Compostela. ¿Queda bien entendido, tequíua Nocheztli?
-Sí, mi señor.
-Y a ti, cabal ero Tapachini -añadí con sarcasmo-, ¿te resultan satisfactorias las condiciones?
-No puedo culparte, mi señor, por habernos considerado indignos de merecer tu confianza.
-Entonces, márchate ya. Y que seas perdonado cuando hayas derramado un río de sangre de los hombres
blancos. Y de la tuya propia.
El propio Nocheztli fue con los hombres de Tapachini y sus escoltas durante el primer día de marcha; luego,
al caer la noche, dio la vuelta, y a la mañana siguiente temprano me informó:
-Ninguno de los hombres condenados trató de escapar, mi señor, y no ha habido incidentes hasta el
momento. Cuando me marché había todavía ciento treinta y ocho hombres.
No sólo elogié a Nocheztli por su asidua y continua atención a todos los aspectos de aquel a misión, sino
que lo ascendí en aquel mismo momento.
-Desde este día, eres cuáchic, una "vieja águila". Además, te doy permiso para que elijas tú mismo los
guerreros que servirán bajo tu mando. Y si alguno de los altivos cabal eros o de los otros cuáchictin tiene
alguna queja sobre eso, diles que vengan a quejarse a mi.
Nocheztli se apresuró a inclinarse para hacer el gesto de besar la tierra; se esmeró tanto que casi cayó a
mis pies. Cuando consiguió erguirse torpemente, se fue de mi presencia de una forma aún más respetuosa,
caminando hacia atrás todo el camino hasta que salió del salón del trono.
Pero apenas se hubo marchado le sucedió otro guerrero que solicitaba audiencia, y éste había traído
consigo a una mujer del pueblo l ano de aspecto más bien asustado. Ambos tocaron el suelo con el gesto
tlalqualiztli y el hombre dijo:
-Perdona mi urgencia, mi señor, pero esta mujer ha venido a nuestras barracas para informar de que esta
mañana, al abrir la puerta de su casa, ha encontrado un cadáver en el cal ejón.
-¿Por qué me dices esto, iyac? Probablemente algún borracho que había bebido más de lo que podía
aguantar.
-Perdona que te corrija, mi señor. Este era un guerrero, y lo habían apuñalado por la espalda. Y además le
habían quitado la armadura de combate; sólo l evaba puesto el taparrabos y no portaba armas.
-Entonces, ¿cómo sabes que era un guerrero? -le pregunté con enojo, bastante irritado por empezar el día
de ese modo.
Antes de contestarme, el yeyac se inclinó de nuevo para tocar el suelo y yo me volví y vi que Améyatl había
entrado en la sala.
-Porque, mi señor -continuó el hombre-, yo he servido como guardia de los prisioneros en el templo de
Coyolxauqui, así que reconocí a este guerrero muerto. Era uno de los detestables cómplices del difunto
Yeyac.
-Pero.. - pero... -tartamudeé, confuso-. Todos tenían que abandonar la ciudad ayer. Y lo hicieron. Todos, los
ciento treinta y ocho.
Améyatl me interrumpió con voz insegura.