-Tenamaxtzin, ¿has visto a de De Puntil as?
-¿Qué? -exclamé aún más confuso.
-Esta mañana no estaba al lado de mi cama, como solía suceder siempre. No recuerdo haberla visto desde
que los tres estuvimos en esta habitación ayer.
Améyatl y yo debimos de comprenderlo ambos al instante. Pero nosotros, los sirvientes e incluso Gónda Ke
fuimos a registrar cada rincón del palacio y sus jardines. Nadie encontró a Pakápeti, y el único
descubrimiento significativo lo hice yo mismo, a saber: que uno de los tres palos de trueno que estaban
ocultos también había desaparecido, de De Puntil as se había adelantado deliberadamente para matar,
para que mataran a lo que fuera que había en sus entrañas y para morir el a.
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Yo había calculado que las tropas del cabal ero Tapachini y sus escoltas tardarían unos cinco días en l egar
a Compostela, y que a dichos escoltas les l evaría bastante menos tiempo regresar para informar, quizá si
hubiese un buen corredor entre el os se adelantase y l egara incluso antes. De todos modos tendría que
esperar varios días para poder escuchar los resultados de la misión, de manera que en vez de consumirme
de impaciencia y ansiedad decidí sacarles provecho a esos días. Dejé toda la aburrida y exasperante rutina
de gobierno en manos de Améyatl y del Consejo de Portavoces (a mi se me consultaba sólo en asuntos
muy importantes) y me dediqué a mis otras ocupaciones en el exterior.
Mis cuatro cabal os estaban bien alimentados y cuidados, pues había dado a los esclavos instrucciones al
respecto; ahora se veían lustrosos y atractivos, y resultaba evidente que se encontraban ansiosos por
estirar las patas. Así que busqué voluntarios que quisieran aprender a cabalgar. A la primera que le
pregunté fue a Gónda Ke, pues yo tenía esperanzas de que el a y yo estuviéramos pronto viajando a toda
velocidad hacia tierras lejanas, por delante de mi ejército, a fin de reclutar soldados para ese ejército. Pero
Gónda Ke rechazó con desdén la idea de montar a cabal o. En aquel inimitable estilo suyo, me dijo:
-Gónda Ke ya sabe todo lo que merece la pena saber. ¿Qué necesidad tiene de aprender algo nuevo?
Además, Gónda Ke ha cruzado una y otra vez todo el Unico Mundo, lo ha hecho muchas veces y siempre a
pie, como corresponde a un yaqui valiente y robusto. Tú, si lo prefieres, cabalga, Tenamaxtli, como un débil
hombre blanco. Gónda Ke te garantiza que no podrás dejarla atrás.
-Gastarás un buen montón de tus preciadas sandalias -le indiqué secamente. Pero no la presioné mas.
A continuación, en deferencia a su rango, les ofrecí la misma oportunidad a los oficiales del ejército, y no
me sorprendí demasiado al ver que el os también rehusaban, aunque desde luego no de un modo tan
insultante como lo había hecho antes Gónda Ke. Se limitaron a decirme:
-Mi señor, el águila y el jaguar se avergonzarían de depender de bestias inferiores para tener movilidad.
Así que me dirigí a las filas del cuáchictin, y dos de el os se ofrecieron voluntarios. Como ya podía haber
supuesto, el nuevo cuáchic, Nocheztli, apenas esperó a que le preguntase. El otro era un mexicatl de
mediana edad l amado Comití, quien, en su juventud, había formado parte de aquel os guerreros que
habían traído de Tenochtitlan para entrenar a los nuestros. Últimamente había sido uno de los hombres a
los que yo había enseñado a manejar el arcabuz. Quedé asombrado al ver que el tercer voluntario era el
cirujano del ejército, aquel ticitl Ualiztli de quien ya he hablado.
-Si tan sólo buscas hombres que puedan luchar a cabal o, mi señor, comprenderé, naturalmente, que me
rechaces. Como puedes ver, soy ya considerablemente viejo, tengo bastante peso de más para poder
marchar con el ejército y además he de l evar mi pesado saco mientras lo hago.
-No te rechazo, Ualiztli. Creo que un ticitl debería estar capacitado para moverse con rapidez por un campo
de batal a a fin de poder administrar con más rapidez sus servicios. Y he visto montar a cabal o a muchos
españoles más viejos y pesados que tú; si el os eran capaces de hacerlo, seguro que tú puedes aprender.
De modo que durante aquel os días de espera enseñé a los tres hombres todo lo que sabía acerca de
manejar un cabal o. -mientras deseaba con ansiedad que de De Puntil as, mucho más diestra, estuviera al í
para supervisar su entrenamiento. Realizamos las prácticas alternativamente en la plaza central, que
estaba pavimentada, y en algunos terrenos l enos de hierba y, dondequiera que lo hiciéramos, una multitud
de gente de la ciudad venían a mirarnos, desde una distancia prudencial, l enos de temeroso respeto y
admiración. Dejé que el ticitl Ualiztli utilizase la otra sil a en su cabal o, y Comitl y Nocheztli se abstuvieron
varonilmente de quejarse por el hecho de tener que ir dando botes sobre la espalda desnuda de las otras
dos monturas.
-Eso os endurecerá -les aseguré-, de manera que cuando por fin confisquemos otros cabal os a los
soldados blancos, encontraréis muy cómodo montar en sil a.
No obstante, cuando mis tres discípulos se hubieron vuelto por lo menos tan diestros como yo en el arte de
cabalgar, nuestras actividades ya no servían para distraerme de mi ansiedad. Habían transcurrido siete días
desde la partida de Tapachini y sus hombres, tiempo suficiente para que un mensajero veloz hubiera
regresado a Aztlán, pero no había sido así. Pasó el octavo día, y luego el noveno, tiempo suficiente para
que todos los guardias de escolta hubieran regresado.
-Ha sucedido algo terriblemente malo -gruñí al décimo día mientras paseaba malhumorado por el salón del
trono. De momento sólo les confiaba mi consternación a Améyatl y a Gónda Ke-. Y no tengo manera de
saber qué es!
-Quizá sea que esos hombres condenados hayan decidido esquivar su sino -sugirió mi prima-. Pero no creo
que hayan podido escabul irse de la fila de uno en uno o de dos en dos, pues de ser así los escoltas te
habrían informado de el o. De modo que lo más probable es que se hayan sublevado en masa: eran
muchos y los escoltas pocos; y después de matar a los guardianes han debido de huir, juntos o por
separado, a un lugar donde no puedas darles alcance.
-Ya he pensado en eso, naturalmente -gruñí-. Pero habían besado la tierra en señal de juramento. Y en otro
tiempo habían sido hombres honorables.
-También lo fue Yeyac... en otro tiempo -comentó Améyatl con amargura-. Mientras nuestro padre estuvo
presente para mantenerlo leal, viril y digno de confianza.
-Sin embargo -objeté-, se me hace difícil creer que ninguno de esos hombres haya cumplido su juramento...
por lo menos para volver y decirme que los demás no lo habían hecho. Y recuerda, es prácticamente
seguro que Pakápeti estaba entre el os disfrazada de hombre. Y el a nunca desertaría.
-Quizá haya sido el a -apuntó Gónda Ke con aquel a característica sonrisa suya de satisfacción- quien los
ha matado a todos.
Aquel comentario no fue digno de ninguna observación por mi parte. Luego Améyatl dijo:
-Si los hombres de Yeyac mataron a sus escoltas, no creo que tuvieran reparos en hacer lo mismo con de
De Puntil as ni con ninguno de los suyos que les hiciese frente.
-Pero eran guerreros -seguí objetando-. Siguen siendo guerreros, a menos que la tierra se haya abierto y se
los haya tragado. No conocen otro modo de vida. Juntos o separados, ¿qué harán ahora con sus vidas?
¿Recurrir al vulgar bandidaje clandestino? Eso sería impensable para un guerrero, por muy deshonrosa que