-No -reconoció el a-. Pero él vino una vez, hace mucho tiempo, a Aztlán.
-Aunque tan sólo hubiera sido por el ojo amaril o -me explicó mi tío-, Cuicani y yo lo habríamos reconocido.
-¿El ojo amaril o? -repetí-. ¿Os referís a esto?
Y saqué el cristal que había cogido de entre las cenizas.
-¡Ayyo! -gritó mi madre con júbilo-. Un recuerdo del ser querido que se ha marchado.
-¿Por qué has l amado ojo a esto? -le pregunté al tío Mixtzin-. Y si ese hombre no era quien decían, Juan
Damasceno... entonces, ¿quién era?
-Te he hablado de ese hombre muchas veces, sobrino, pero supongo que no me acordé de decirte lo del
ojo amaril o. El era ese forastero mexicatl que vino a Aztlán y resultó que tenía el mismo nombre que yo,
Tliléctic-Mixtli. Él fue quien me inspiró el deseo de empezar a aprender el arte de conocer las palabras. Y
fue la causa de que yo más tarde trajera a esta ciudad la Piedra de la Luna, y de que me diera la
bienvenida el difunto Moctezuma, y de que el mismo Moctezuma me regalase todos esos guerreros,
artistas, maestros y artesanos que regresaron conmigo a Aztlán.
-Desde luego, recuerdo que me has contado lo que has dicho, tío. No obstante, ¿qué tiene que ver el ojo
amaril o con todo eso?
-Ayya, ese pobre cuatl Mixtli tenía un defecto físico, cierta debilidad de la visión. Ese objeto que tienes en la
mano es un disco de topacio amaril o, muy especial y quizá molido y pulido de forma mágica. Ese otro Mixtli
solía ponérselo delante de los ojos siempre que deseaba ver algo con claridad. Pero esa discapacidad
nunca le impidió l evar a cabo sus aventuras y exploraciones. Y si se me permite decirlo, en el caso de
nuestro Aztlán por lo menos, no le impidió realizar buenas y grandes acciones.
-Bien puedes decirlo -murmuré, impresionado-. Y desde luego deberíamos l orarlo. Ese otro Mixtli nos ha
dado mucho.
-Y a ti, Tenamaxtli, mucho más aún -dijo en voz baja mi madre-. Ese otro Mixtli era tu padre.
Me quedé atónito y sin habla, incapaz durante largo rato de hacer otra cosa que mirar hacia abajo, al
topacio que tenía en la mano, el único recuerdo del hombre que me había engendrado. Por fin, aunque
sintiendo que me ahogaba, logré barbotear:
-Entonces, ¿por qué nos quedamos aquí parados? ¿No vamos a hacer nada? ¿Es que yo, su hijo, no voy a
hacer nada para vengarme de esos asesinos por la espantosa muerte de mi padre?
3
En aquel a época todavía había mucha gente viva en Aztlán que recordaba la visita de aquel mexicatl
l amado Tliléctic Mixtli, Nube Oscura. El tío Mixtzin la recordaba, desde luego, y también su hijo Yeyac y su
hija Améyatl, aunque por entonces no eran más que niños pequeños. (Su madre, esposa de mi tío, que fue
la primera de todos los aztecas que había hablado con aquel visitante, murió de fiebre de los pantanos poco
después.) Otro que la recordaba era el anciano Canaútli, porque había mantenido muchas y largas
conversaciones con aquel Mixtli en las que le había contado la historia de nuestra Aztlán. Y la nieta de
Canaútli también lo recordaba, naturalmente, porque el a, Cuicani, había sido la más hospitalaria y
acogedora de todos los aztecas, pues había compartido su jergón con el visitante, había quedado encinta
de él y con el tiempo había dado a luz al hijo de aquel hombre, es decir, a mí.
Estos y otros muchos aztecas recordaban también cuando, más tarde, mi tío había emprendido viaje a
Tenochtitlan acompañado de un grupo numeroso de hombres que le ayudaron a l evar rodando la Piedra de
la Luna. Y el triunfal regreso de mi tío de aquel viaje lo recuerdan vívidamente todos los habitantes de
Aztlán que vivían en aquel a época, incluido yo mismo, que por entonces tenía tres o cuatro años. Cuando
se marchó sólo era Tliléctic-Mixtli, tlatocapili de Aztlán. El título de tlatocapili no era gran cosa, sólo
significaba "jefe de tribu", y su dominio se limitaba a una aldea insignificante rodeada de pantanos. Mi tío
mismo había descrito Aztlán en varias ocasiones como "este agujero en el culo del mundo". Pero regresó
al í con muchas joyas en los dedos, engalanado con un tocado de plumas y acompañado de muchos
sirvientes. Y ahora se le conocería por el nuevo y noble nombre de Tliléctic-Mixtzin, señor Nube Oscura, y
l evaría el titulo de Uey-Tecutli, Gobernador Reverenciado.
Nada más l egar, puesto que la población adulta se había reunido para ver y admirar su nuevo esplendor, le
habló a su pueblo. Puedo repetir sus palabras con bastante exactitud, porque Canaútli se las aprendió de
memoria y me las repitió cuando fui lo bastante mayor para comprender.
-Amigos aztecas -comenzó a hablar el Uey-Tecutli Mixtzin en voz alta y con determinación-. En este día
reanudamos nuestra conexión familiar, largamente olvidada, con nuestros primos los mexicas, el pueblo
más poderoso del Unico Mundo. De ahora en adelante somos una colonia, y una colonia importante, de
esos mexicas, porque el os no han tenido con anterioridad un puesto avanzado ni un baluarte cercano al
mar Occidental al norte de Tenochtitlan que esté tan lejos como éste. Y nosotros seremos un baluarte! -Hizo
un gesto hacia el considerable séquito de personas que lo habían acompañado-. Los hombres que han
venido hasta aquí conmigo no lo han hecho sólo para hacer de mi regreso un espectáculo impresionante.
El os y sus familias se van a asentar entre nosotros, van a crear aquí sus hogares como en otro tiempo lo
hicieron sus antepasados. A cada uno de estos valientes, desde guerreros hasta conocedores de las
palabras, se le eligió por su destreza y experiencia en diversos oficios y artes. El os os mostrarán lo que
puede ser este remoto bastión de Tenochtitlan, otra Tenochtitlan en miniatura, fuerte, civilizada, culta,
próspera y orgul osa. -La voz se le hizo aún más fuerte, exigente-. Y vosotros escucharéis, haréis caso y
obedeceréis a estos maestros. Y ya nunca más nosotros, los de Aztlán, seremos torpes, incultos ni
ignorantes, ni estaremos descontentos de serlo. Desde hoy en adelante todo hombre, mujer y niño
aprenderá, trabajará y luchará hasta que seamos, en todos los aspectos, equiparables a nuestros
admirables primos mexicas.
Recuerdo sólo vagamente cómo era Aztlán en aquel os días. Tened en cuenta que yo entonces no era más
que un niño. Y un niño ni estima ni desprecia el pueblo donde vive, no lo percibe ni como grandioso ni como
miserable; es lo que siempre ha conocido y a lo que se ha acostumbrado. Pero bien sea por retazos de
recuerdos, bien por lo que me contaron en años posteriores, estoy en condiciones de describir bastante
bien el Lugar de las Garcetas Nevadas tal como era cuando aquel otro Tliléctic-Mixtli, el explorador, l egó a
él.
En primer lugar el "palacio" en el cual vivían mi tío el tíatocapili y sus dos hijos -igual que mi madre y yo,
porque el a se convirtió en el ama de l aves de su hermano después de que muriera la esposa de éste-
tenía numerosas habitaciones, pero era de una sola planta. Estaba hecho de madera, juncos y hojas de
palmera y, hasta cierto punto, lo habían fortificado y "ornamentado", pues lo habían cubierto con una
especie de cemento hecho de conchas machacadas. El resto de los edificios de Aztlán dedicados a
viviendas y al comercio eran, si es que puede creerse, aún más endebles y de construcción menos