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latían de un modo abominable y tenía la visión nublada. Parpadeé para ver de aclararla, y cuando vi al

hombre que estaba de pie ante mí apoyado en su maquáhuitl, esperando pacientemente a que recobrase el

conocimiento, gemí de forma involuntaria:

-¡Por todos los dioses! He muerto y he ido a Mictían!

-Todavía no, primo -me aseguró Yeyac-. Pero puedes estar seguro de que vas a ir.

21

Cuando intenté moverme, descubrí que estaba firmemente atado al árbol, lo mismo que Ualiztli. Era

evidente que a él no lo habían descabalgado de una forma tan brusca, pues estaba bien despierto y

maldecía en voz baja. Todavía mareado, hablando con palabras confusas, le pregunté:

-Dime, ticitl, ¿es posible que este hombre, una vez muerto, pudiera haber vuelto a la vida?

-En este caso está claro que si -repuso el médico malhumorado-. Esa posibilidad ya se me había ocurrido a

mi antes, cuando me explicaste que lo habías mantenido tumbado boca abajo para que la sangre se le

saliera más copiosamente. Lo que en realidad conseguiste con eso fue permitir que la sangre se coagulase

en la entrada de la herida. Si no se había destrozado ningún órgano vital y si sus amigos retiraron el, en

apariencia, cadáver con la rapidez suficiente, cualquier ticitl competente podría haberlo curado. Créeme,

Tenamaxtzin, no fui yo quien lo hizo. Pero, yya ayya ouiya, debiste mantenerlo boca arriba.

Yeyac, que había estado escuchando aquel a conversación muy divertido, dijo entonces con ironía:

-Me tenía preocupado, primo, la posibilidad de que hubieras recibido una de esas bolas de plomo en la

emboscada que mis buenos aliados españoles tendieron tan hábilmente. Cuando uno de mis iyactin vino a

decirme que te había capturado vivo, me puse tan contento que lo hice cabal ero en el acto.

Mientras mis disminuidas luces empezaban a aclararse algo, gruñí:

-Tú no tienes autoridad suficiente para nombrar cabal ero a nadie.

-¿Ah, no? Pero, primo, si tú me has traído el tocado de plumas quetzal. Otra vez soy el Uey-Tecutli de

Aztlán.

-Entonces, ¿para qué habrías de quererme vivo, si puedo disputarte esa burda usurpación?

-Simplemente estoy complaciendo a mi aliado, el gobernador Coronado. Es él quien te quiere vivo. Por lo

menos durante cierto tiempo, para poder hacerte ciertas preguntas. Después... bueno, me ha prometido

que me dejar que yo disponga de ti. Dejo el resto a tu imaginación.

Puesto que yo no tenía muchas ganas de prolongar aquel o, le pregunté:

-¿Cuántos de mis hombres han muerto?

-No tengo ni idea. Ni me importa. Ciertamente, todos los sobrevivientes se dieron a la fuga y se dispersaron.

Ya no son una fuerza de combate. Ahora, separados y a oscuras, sin duda están vagando lejos de aquí,

perdidos, acobardados, desconsolados como la Mujer Llorona Chicocíuatl y los demás fantasmas errantes

de la noche. Cuando l egue el día los soldados españoles tendrán poca dificultad para someterlos a todos,

uno a uno. Coronado se pondrá contento de tener a unos hombres tan fuertes para esclavizarlos en sus

minas de plata. Y, ayyo, aquí l ega un pelotón para escoltarte hasta el palacio del gobernador.

Los soldados me desataron del árbol, pero me mantuvieron los brazos fuertemente atados mientras me

sacaban de los bosques y me l evaban por el sendero hasta Compostela. Yeyac iba detrás con Ualiztli, y

adónde se dirigieron no lo vi. Me encerraron toda la noche en una celda del palacio, sin darme agua ni

comida, me mantuvieron bien vigilado y no me l evaron ante el gobernador hasta la mañana siguiente.

Francisco Vásquez de Coronado era, como me habían dicho, un hombre no mucho mayor que yo. Y para

ser blanco, tenía buena presencia. Lucía una barba pulcra e incluso tenía un aspecto limpio. Los guardas

me desataron, pero se quedaron en la habitación. Y había también otro soldado presente, quien, según se

vio luego, hablaba náhuatl e iba a servir de intérprete.

Coronado le estuvo hablando largo y tendido (yo entendí cada una de sus palabras, naturalmente) y el

soldado me repitió en mi lengua nativa:

-Su excelencia dice que otro guerrero y tú l evabais palos de trueno cuando fuisteis capturados. El otro ha

resultado muerto. Resulta evidente que una de las armas había sido propiedad del Real Ejército español.

La otra era una imitación hecha a mano. Su excelencia quiere saber quién hizo esa copia, dónde, cuántas

se han hecho y cuántas se están haciendo. Di también de dónde ha salido la pólvora para hacerlas

funcionar.

-Nino ixnentla yanquic in tlaui pocuiahuime. Ayquic -le respondí.

-El indio dice, excelencia, que no sabe nada de arcabuces. Y nunca ha oído nada.

Coronado sacó la espada de la vaina que l evaba al cinto y dijo con calma:

-Dile que se lo vas a preguntar de nuevo. Y que cada vez que declare que no lo sabe, le cortaré un dedo.

Pregúntale de cuántos dedos puede prescindir antes de proporcionarme una respuesta satisfactoria.

El intérprete repitió aquel o en náhuatl y volvió a hacerme la misma pregunta.

Traté de aparentar sentirme intimidado, como debe ser en tales situaciones; hablé vacilante, aunque, claro

está, sólo estaba contemporizando:

-Ce nechca... Una vez.., yo estaba viajando por la Tierra Disputable... y me tropecé con un puesto

avanzado. El centinela estaba profundamente dormido. Le robé el palo de trueno. Lo he guardado desde

entonces.

El intérprete me preguntó en tono de mofa:

-¿Te enseñó él a utilizarlo?

Entonces traté de poner cara de tonto.

-No, él no. No podía. Porque estaba dormido, ya sabes. Yo sé que hay que apretar esa cosa l amada gatil o.

Pero nunca he tenido ocasión. Me capturaron antes de...

-¿Es que acaso ese soldado que estaba dormido te enseñó las partes internas y el funcionamiento del palo

de trueno para que incluso vosotros, unos salvajes primitivos, pudierais hacer una réplica?

-Te aseguro que de eso no sé nada -insistí-. No sé nada de la réplica de la que hablas... tendrás que

preguntárselo al guerrero que la l evaba.

El intérprete dijo con brusquedad:

-¡Ya te lo he dicho! Ese hombre resultó muerto. Le alcanzó una de las bolas de la trampa. Pero debió de

pensar que se enfrentaba a soldados de verdad, porque al caer descargó su palo de trueno. Y sabía

bastante bien cómo usarlo!

Todo lo que yo había dicho, y las preguntas que él me había hecho, se lo repitió el intérprete en español al

gobernador. Yo estaba pensando: "Comitl, buen hombre, has sido un auténtico "vieja águila" mexicatl hasta

el final. Ya estarás gozando de la dicha de Tonatiucan." Pero luego tuve que empezar a pensar en mi propia

situación, que era bastante apurada, pues Coronado me miraba con furia y decía:

-Si su camarada era tan diestro con un arcabuz, él también debe de serlo. Dile esto al condenado piel roja.

Si no me confías todo al instante él...

Pero el gobernador se interrumpió. Otras tres personas acababan de entrar en la habitación, y una de el as,

con cierto asombro, le preguntó:

-Excelencia, ¿por qué os molestáis en utilizar un intérprete? Ese indio habla un castel ano tan fluido como

yo.

-¿Qué? -exclamó Coronado, confundido-. ¿Cómo sabéis vos eso? ¿Cómo es posible que lo sepáis?

Fray Marcos de Niza sonrió con presunción.

-A los hombres blancos nos gusta decir que no podemos distinguir a estos condenados pieles rojas unos de

otros. Pero en éste me fijé la primera vez que lo vi, pues es excepcionalmente alto para su raza. Además,

en aquel a época iba vestido con atuendo español y cabalgaba en un cabal o del ejército, así que todavía