tengo más motivo para acordarme de él. Los hechos sucedieron cuando yo acompañaba a Cabeza de Vaca
a la Ciudad de México. El teniente que estaba a cargo de la escolta permitió que este hombre pasara la
noche en nuestro campamento porque...
Esta vez fue Coronado quien interrumpió.
-Todo esto resulta bastante incomprensible, pero guardaos vuestras explicaciones para más tarde, fray
Marcos. En este momento hay cierta información que necesito saber con urgencia. Y para cuando la haya
sonsacado a este prisionero y lo haya cortado en pedazos, creo que ya no ser tan alto.
Solicitó de nuevo al intérprete, porque ahora habló el otro hombre que había entrado con el Monje
Mentiroso: mi aborrecible primo Yeyac. Sabía pocas palabras de español, pero era evidente que había
comprendido el sentido del comentario de Coronado. Yeyac protestó en náhuatl y el intérprete tradujo sus
palabras.
-Vuestra excelencia sostiene una espada desenvainada y habla de hacer pedazos a esta persona. Puedo
deciros que una lasca de obsidiana es más afilada que el acero, y puede cortar aún con más maña. Quizá
no le haya dicho yo a vuestra excelencia que l evo dentro de mí una bola de palo de trueno que esta
persona me metió al í. Pero le recuerdo a vuestra excelencia que me prometió que sería yo quien tendría la
oportunidad de hacerlo astil as, de hacerlo picadil o.
-Si, si, muy bien -convino Coronado con mal humor; y volvió a meter bruscamente la espada en la vaina-.
Saca esa condenada obsidiana tuya. Yo haré las preguntas, y tú puedes ir cortándole en pedacitos cuando
las respuestas no me resulten lo suficientemente satisfactorias.
Pero ahora fue fray Marcos quien protestó.
-Excelencia, la primera vez que vi a este hombre aseguraba ser emisario del obispo Zumárraga. Además se
presentó como Juan Británico. Haya o no haya estado cerca del obispo, sin duda alguna lo han bautizado
en algún momento y ha recibido un nombre cristiano. Ergo, cuando menos es un apóstata, y seguramente
un hereje. Y en consecuencia, en primer lugar está sujeto a la jurisdicción eclesiástica. Me sentiría muy feliz
de poder juzgarlo, de declararlo culpable y de condenarle a la hoguera yo mismo.
Yo ya estaba empezando a sudar, y todavía tenía que oír algo de la tercera persona que había entrado con
Yeyac y el Monje Mentiroso. Se trataba de Gónda Ke, la mujer yaqui, y no me sorprendí demasiado de verla
al í en compañía de aquel as personas. Era inevitable que, después de haber sobrevivido a la emboscada
(quizá incluso tuviera conocimiento de la misma por adelantado), ahora les había dado su fidelidad a los
vencedores.
El soldado que hacía de intérprete parecía bastante mareado por tener que volverse de una persona a otra
mientras traducía las conversaciones anteriores a los diversos participantes. Lo que dijo ahora Gónda Ke, y
lo hizo del modo más zalamero, él lo tradujo al español.
-Buen fraile, puede que este Juan Británico sea un traidor a vuestra Santa Madre Iglesia. Pero, excelencia,
también ha sido traidor en otro sentido. Puedo aseguraros que es el responsable de los numerosos ataques
l evados a cabo por personas desconocidas, a las que hasta el momento no han aprehendido, en toda
Nueva Galicia. Si a este hombre se le torturase como es debido, podría capacitar a vuestra excelencia para
poner fin a esos ataques. Eso, me parece a mi, debería tener preferencia sobre la intención del fraile de
enviarlo directamente al infierno cristiano. Y en ese interrogatorio yo ayudaría gustosa a vuestro leal aliado,
Yéyactzin, porque tengo mucha práctica en esa arte.
-¡Perdición! -voceó Coronado, desmesuradamente irritado-. Hay tantos que reclaman la carne, la vida e
incluso el alma de este prisionero que casi siento lástima por el pobre desgraciado! -Volvió la mirada
iracunda de nuevo hacia mi y me exigió, esta vez en español-: Desgraciado, tú eres el único en esta
habitación que aún no has sugerido cómo he de ocuparme de ti. Seguro que tendrás alguna idea al
respecto. Habla!
-Señor gobernador -dije yo, sin querer concederle ningún tratamiento de excelencia-, soy prisionero de
guerra, y un noble de la nación azteca que está en guerra con la vuestra. Exactamente igual que los nobles
mexicas, a los que vuestro marqués Cortés destronó y derrocó hace tantos años. El marqués no era, ni es,
ningún hombre débil, pero encontró compatible con su conciencia tratar a aquel os nobles que hace tiempo
derrotase de un modo civilizado. Y yo no pediría más que eso.
-¡Ahí tenéis! -dijo Coronado dirigiéndose a los tres que habían l egado más tarde-. Estas son las primeras
palabras razonables que he oído durante toda esta turbulenta confábulación. -Volvió a dirigirse a mi y ahora
me preguntó-: ¿Vas a decirme cuál es el origen de ese arcabuz y el número de réplicas que tenéis? ¿Vas a
decirme quiénes son los insurgentes que están asediando nuestros asentamientos situados al sur de aquí?
-No, señor gobernador. En todos los conflictos que han existido entre las naciones de este Unico Mundo
nuestro, y creo que igualmente en todos en los que vuestra España ha luchado contra otros pueblos, jamás
los captores esperan que los prisioneros de guerra traicionen a sus camaradas. Y tened la seguridad de
que yo tampoco lo haré, ni siquiera en el caso de que me interrogue esa mezcla de gal ina y buitre que se
encuentra ahí y que tanto fanfarronea de sus habilidades carroñeras.
La mirada dura que Coronado le dirigió a Gónda Ke indicó, estoy seguro, que él compartía la opinión que yo
tenía de aquel a mujer. Quizá realmente él hubiera empezado a sentir cierta simpatía hacia mí, porque
cuando Gónda Ke, el fraile y Yeyac empezaron a la vez a protestar indignados, los hizo cal ar con un
perentorio movimiento de mano y luego añadió:
-Guardias, l evad de nuevo al prisionero a su celda, y sin atar. Dadle comida y agua para mantenerlo vivo.
Meditaré sobre este asunto antes de volver a interrogarlo. Los demás, marchaos!, y ahora mismo!
Mi celda tenía una puerta sólida, atrancada por fuera, ante la cual estaban apostados dos guardias. En la
pared de enfrente había una sola ventana que, aunque no tenía barrotes, era demasiado pequeña para que
nada más grande que un conejo pudiera pasar a través de el a. Sin embargo, no era tan pequeña como
para no poder comunicarse con cualquier persona que estuviera en el exterior. Y en algún momento
después del anochecer, alguien se acercó a aquel a ventana.
-¡Oye! -l amó una voz con un volumen apenas lo suficientemente alto como para que yo la oyera.
Me levanté de la paja que me servía de cama y miré hacia afuera. Al principio no pude ver más que
oscuridad; luego el visitante sonrió, vi unos dientes blancos y comprendí que quien me visitaba era un
hombre tan negro como la noche, el esclavo moro Estebanico. Lo saludé con afecto, aunque también lo
hice en un murmul o, procurando no alzar la voz.
-Te dije, Juan Británico -me aseguró al comenzar a hablar-, que siempre estaría en deuda contigo. Y a estas
alturas estoy seguro de que ya debes de saber que se me ha nombrado, como predijiste, para que guíe al
Monje Mentiroso hasta esas inexistentes ciudades l enas de riquezas. Así que te debo cualquier ayuda o
consuelo que pueda proporcionarte.
-Gracias, Esteban -respondí-. Me sentiría muy bien si estuviera en libertad. ¿Podrías distraer de algún
modo a los guardias y desatrancar la puerta?
-Mucho me temo que eso queda fuera de mi alcance. Los soldados españoles no le hacen mucho caso a