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un hombre negro. Además, y perdona si mis palabras me hacen parecer egoísta, valoro mucho mi propia

libertad. Trataré de pensar en algún medio para que tú puedas huir sin que el o me ponga a mi en tu lugar.

Pero mientras tanto te diré que acaba de l egar una noticia a través de una patrul a española que quizá te

anime. Desde luego, a los españoles no les ha gustado en absoluto.

-Bien. Dime.

-Pues bien, después de la emboscada de anoche se encontró a algunos de tus guerreros muertos o

heridos. Pero el gobernador ha esperado hasta esta mañana para enviar a una patrul a a peinar toda la

zona. Y no han encontrado muchos más guerreros muertos o heridos. Resulta evidente que la mayoría de

tus hombres consiguieron sobrevivir y escaparon. Y uno de esos fugitivos, un hombre que iba a cabal o, se

dejó ver audazmente por la patrul a esta mañana. Cuando los hombres de la patrul a regresaron aquí,

describieron cómo era el fugitivo. Los dos indios que ahora están compinchados con Coronado, Yeyac y

esa horrible mujer l amada Gónda Ke, al parecer reconocieron al hombre descrito. Pronunciaron un nombre:

Nocheztli. ¿Te dice algo eso?

-Si -dije-. Es uno de mis mejores guerreros.

-Yeyac pareció extrañamente molesto al saber que ese Nocheztli es uno de los tuyos, pero no hizo

demasiados comentarios, pues estábamos todos en presencia del gobernador y de su intérprete. Sin

embargo, la mujer se echó a reír con desprecio y l amó a Nocheztli cuilontli, y dijo que no era nada varonil.

¿Qué significa esa palabra, amigo?

-No importa. Sigue, Esteban.

-Gónda Ke le dijo a Coronado que un hombre tan poco viril, aunque estuviera armado y anduviese suelto,

no representaría peligro alguno. Pero noticias posteriores demostraron que la mujer estaba equivocada.

-¿Cómo ha sido?

-Ese Nocheztli tuyo no sólo escapó a la emboscada, sino que al parecer se encontraba entre los pocos que

no se aterrorizaron y huyeron despavoridos al dejarse l evar por el pánico. Uno de vuestros hombres, que

estaba herido y que trajeron aquí, relató con orgul o lo que pasó a continuación. Ese hombre, Nocheztli,

sentado en solitario en su cabal o en medio de la oscuridad y el humo, comenzó a gritar imprecaciones a

los que huían, los insultó l amándolos débiles y cobardes y estuvo bramando hasta conseguir que se

reagrupasen a su lado.

-Desde luego, tiene una voz convincente -le aseguré.

-Reunió a todos los guerreros que quedaban y se los ha l evado a algún sitio donde esconderse. Yeyac le

dijo al gobernador que seguro que eran varios centenares.

-Unos novecientos, en principio -le dije-. Deben de ser más o menos los hombres que quedan con

Nocheztli.

-Coronado se muestra reacio a perseguirlos. Las fuerzas que tiene aquí ascienden a poco más de mil

hombres, contando incluso a aquel os que aportó Yeyac. El gobernador tendría que enviarlos a todos, y de

ese modo dejaría Compostela indefensa. De momento, sólo ha tomado la precaución de volver toda la

artil ería de la ciudad, lo que vosotros l amáis tubos de trueno, apuntando hacia el exterior otra vez.

-No creo que Nocheztli montase otro ataque sin tener instrucciones mías -le comenté.

-Pues te aseguro que es un hombre de recursos -me confió Esteban-. Se l evó algo más que a tu ejército

fuera del alcance de los españoles.

-¿A qué te refieres?

-La patrul a que salió esta mañana.., una de sus tareas era recuperar todos los arcabuces que se habían

colocado atados con cordeles para que tus guerreros se tropezasen con el os. La patrul a regresó sin el os.

Antes de desaparecer, por lo visto ese Nocheztli tuyo ordenó que se recogieran todos y se los l evó consigo.

Por lo que he oído, consiguió un número que oscila entre treinta y cuarenta de esas armas.

No pude evitar exclamar con júbilo:

-¡Yyo ayyo! Estamos armados! Alabado sea Huitzilopochtli, el dios de la guerra!

No debí hacerlo. Un instante después se oyó el sonido que la puerta de mi celda producía cuando la

desatrancaban. Esta se abrió de golpe y uno de los guardias se asomó a las tinieblas de la celda l eno de

suspicacia; para entonces yo ya me había despatarrado de nuevo en la paja y Esteban había desaparecido.

-¿Qué ha sido ese ruido? -exigió el guardia-. Loco, ¿acaso estás gritando para pedir ayuda? No

conseguirás nada.

-Estaba cantando, señor -le expliqué con altivez-. Entonando la gloria de mis dioses.

-Que Dios ayude a tus dioses -gruñó el guardián-. Tienes una voz condenadamente desagradable para

cantar.

Y volvió a cerrar la puerta con violencia.

Me quedé al í sentado, en la oscuridad, y me puse a meditar. Ahora me daba cuenta de que había hecho

otro juicio erróneo, y no ahora, sino hacía mucho tiempo. Influido por el odio que albergaba hacia el odioso

Yeyac y sus varones íntimos, había estimado que todos los cuilontin eran malévolamente rencorosos y

vengativos hasta que, cuando un hombre de verdad los desafiaba, se volvían tan serviles y cobardes como

la más sumisa de las mujeres. Nocheztli me había sacado de ese error. Obviamente, los cuilontin eran tan

variados de carácter como los demás hombres, porque el cuilontli Nocheztli había actuado con virilidad,

valor y capacidad dignos de un verdadero héroe. Y si alguna vez volvía a verlo, dejaría bien claro el respeto

y la admiración que sentía por él.

-Tengo que verlo de nuevo -musité para mis adentros.

Nocheztli había conseguido armar con un golpe rápido y osado a una buena porción de mis fuerzas con

armas iguales a las de los hombres blancos. Pero esos arcabuces eran inútiles si no disponían de

provisiones de pólvora y plomo. A menos que mi ejército pudiera asaltar y saquear el propio arsenal de

Compostela, perspectiva ésta no muy probable, habrían de buscar el plomo y fabricar la pólvora. Y yo era el

único hombre entre los nuestros que sabía de qué estaba compuesta la pólvora, y ahora me maldije por no

haber compartido nunca dicho conocimiento con Nocheztli o con algún otro de mis suboficiales.

-Tengo que salir de aquí -musité.

Sólo tenía un amigo al í, en la ciudad, y me había dicho que intentaría concebir algún plan para lograr mi

huida. Pero además de los enemigos españoles, que era comprensible que lo fueran, también tenía otros

muchos enemigos en la ciudad: el vengativo Yeyac, aquel mojigato Monje Mentiroso y la siempre malvada

Gónda Ke. Seguro que no pasaría mucho tiempo antes de que el gobernador ordenara que me l evasen a

su presencia, o a presencia de todos el os, y no podía confiar en que Esteban lograse rescatarme en tan

breve espacio de tiempo.

Sin embargo, me recordé a mi mismo, cuando Coronado me mandase l amar, por lo menos saldría de

aquel a celda. ¿Acaso tendría yo oportunidad, cuando estuviera en camino hacia él, de deshacerme de mis

guardianes y echar a correr hacia la libertad? Mi propio palacio de Aztlán tenía tantas habitaciones, alcobas

y dependencias que esquivar a los perseguidores y ocultarse no sería imposible para cualquier fugitivo que

estuviese tan desesperado como yo. Pero el palacio de Coronado no era tan grande ni tan majestuoso

como el mío, ni mucho menos. Repasé mentalmente la ruta por la que los guardias me habían conducido

ya dos veces, el trayecto entre la celda y el salón del trono, si es que se l amaba así, donde el gobernador

me había interrogado. Mi celda era una de las cuatro que había en el extremo más remoto del edificio; no