sabía si las demás estaban ocupadas o no. Y más al á había un largo pasil o... luego un tramo de
escaleras.., luego otro pasil o...
No recordaba lugar alguno donde tuviera posibilidades de fugarme, ninguna ventana accesible por la que
pudiera arrojarme. Y una vez en presencia del gobernador, me hal aría rodeado. Después, si no me
ejecutaban sumariamente al í mismo, delante de él, había muchísimas probabilidades de que no volvieran a
conducirme a la misma celda, sino a alguna clase de cámara de tortura o incluso a la hoguera. Bien, pensé
con tristeza, por lo menos tendrían que quemarme en el exterior. Y no era del todo imposible que de camino
hacia al í...
Pero aquel pensamiento sólo me proporcionó vanas esperanzas, desde luego. Estaba intentando luchar
contra la negra desesperación y hacerme a la idea de lo que me esperaba, lo peor, cuando de pronto oí una
voz.
-Oye.
Era de nuevo el susurro de Esteban, que estaba junto a mi diminuta ventana. Me puse en pie de un salto y
me asomé otra vez escudriñando la oscuridad, que de nuevo fue hendida por una sonrisa de dientes
blancos cuando el negro me dijo en voz baja pero con confianza:
-Tengo una idea, Juan Británico.
Cuando me la explicó, comprendí que aquel hombre había estado pensando tanto como yo, sólo que -eso
tengo que decirlo- con mucho más optimismo. Lo que me propuso a continuación era tan temerario que
rayaba en la locura, pero por lo menos él si que había tenido una idea, y yo no.
A la mañana siguiente los guardias me ataron las manos antes de darme escolta y de l evarme a presencia
del gobernador para mi siguiente confrontación con éste; pero obedeciendo a un gesto displicente del
mismo gobernador, me desataron y se quedaron a un lado. Además de otros cuantos soldados, también se
encontraban en la estancia Gónda Ke, fray Marcos y su guía Esteban; todos el os se paseaban por al í con
tanta libertad como si fueran los iguales de Coronado.
A mí, el gobernador me dijo:
-He excusado a Yeyac de asistir a esta conferencia porque, francamente, detesto a ese tramposo hijo puta.
No obstante, y como consecuencia de nuestra entrevista anterior, te tengo, Juan Británico, por hombre
honorable y cabal. Por el o aquí y ahora te ofrezco el mismo pacto que mi predecesor, el gobernador
Guzmán, hizo con ese Yeyac. Serás puesto en libertad, igual que el otro jinete que capturamos vivo contigo.
Hizo otra seña y un soldado trajo de otra habitación a Ualiztli, el ticitl, con aspecto malhumorado y
desgreñado, pero en modo alguno malherido. Aquel o ponía una pequeña complicación en el plan de huida,
aunque pensé que tampoco ninguna cosa que fuera insuperable, y me alegró la posibilidad de l evarme
conmigo a Ualiztli. Le hice señas para que se me acercase y se pusiera a mi lado, y esperé a oír el resto de
la presunta oferta del gobernador.
-Se te permitirá regresar a ese lugar l amado Aztlán y reanudar al í tu gobierno -me explicó éste-. Te
garantizo que ni Yeyac ni nadie de su cohorte te disputará la supremacía, aunque tenga que matar a ese
condenado maricón para asegurarme de el o. Tu pueblo y tú conservaréis vuestros dominios tradicionales y
viviréis al í en paz, sin que mi gente os moleste ni intente invadiros o conquistaros. Con el tiempo, a
vosotros los aztecas y a nosotros los españoles quizá nos resulte beneficioso entablar comercio y otros
intercambios, pero nada de eso se te impondrá por la fuerza. -Hizo una pausa y se quedó esperando, pero
al ver que yo guardaba silencio, continuó-: En contrapartida, tú me garantizas que no guiarás ni incitarás
ninguna otra rebelión contra Nueva Galicia, Nueva España ni ninguno de los demás territorios de su
majestad, ni contra sus súbditos en este Nuevo Mundo. Enviarás recado a esos grupos insurgentes del sur
para que cesen en sus actividades. Y también me jurarás que estás dispuesto a impedir, como hizo Yeyac,
cualquier incursión de esos importunos indios del norte en la Tierra de Guerra. Así que, ¿qué dices, Juan
Británico? ¿De acuerdo?
-Os agradezco, señor, vuestra halagadora estima de mi carácter y la confianza de que yo mantendría mi
palabra dada -le dije-. Yo también os tengo por hombre honorable. Y por ese motivo no os faltaría al respeto
y me pondría yo mismo en desgracia al daros mi palabra y después faltar a el a. Debéis ser completamente
consciente de que lo que me ofrecéis no es nada más que lo que mi pueblo y yo siempre hemos tenido y
lucharemos por conservar. Nosotros los aztecas hemos declarado la guerra contra vos y todos los demás
hombres blancos. Dadme muerte en este momento, señor, y algún otro azteca se levantar para guiar a
nuestros guerreros en esa guerra. Rechazo respetuosamente el pacto que me ofrecéis.
El rostro de Coronado había ido ensombreciéndose durante mi discurso, y estoy seguro de que estaba a
punto de responder con ira y maldiciones. Pero justo entonces Esteban, que durante aquel rato había
estado deambulando tranquilamente por la sala, se puso a mi alcance.
Le rodeé de pronto el cuel o con mi brazo, lo apreté con fuerza contra mi y, con la mano que me quedaba
libre, le saqué del cinto el cuchil o de acero que l evaba al í envainado. Esteban hizo un aparentemente
tremendo esfuerzo por liberarse, pero desistió cuando le puse la hoja del cuchil o en la garganta desnuda.
Ualiztli, a mi lado, me miró con asombro.
-¡Soldados! -chil ó con estridencia Gónda Ke desde el otro extremo de la sala-. Apuntad! Matad a ese
hombre! -Vociferaba en náhuatl, pero nadie hubiera podido equivocar lo que decía-. ¡Matadlos a los dos!
-¡No! -exclamó fray Marcos.
-¡Deteneos! -bramó Coronado, exactamente tal como Esteban había pronosticado que pasaría.
Los soldados, que ya habían levantado los arcabuces o habían desenvainado las espadas, quedaron
perplejos y no hicieron movimiento alguno.
-¿Que no? -voceó Gónda Ke l ena de incredulidad-. ¿Que no los maten? Pero ¿qué clase de mujeres
tímidas sois vosotros, locos blancos?
Hubiera continuado con aquel a incomprensible diatriba suya, pero el fraile la hizo cal ar gritando más que
el a con desesperación:
-¡Por favor, excelencia! Los guardias no deben correr el riesgo de...
-¡Ya lo sé, imbécil! Cierra la boca! Y estrangula a esa perra ululante!
Yo iba retrocediendo lentamente, caminando hacia atrás, en dirección a la puerta, haciendo ver que
arrastraba al indefenso negro; Ualiztli iba justo a nuestro lado. Esteban volvía la cabeza a un lado y a otro
como si buscase ayuda; los ojos se le salían de las órbitas a causa del miedo. El movimiento de su cabeza
era deliberado para hacer que la hoja del cuchil o le cortase ligeramente la piel de la garganta, de modo que
todos vieran un hilo de sangre que le corría por el cuel o.
-¡Deponed las armas, soldados! -ordenó Coronado a sus soldados, que miraban alternativamente con la
boca abierta a él y a nosotros, que avanzábamos lenta y cautelosamente-. Quedaos donde estáis. Nada de
disparos, nada de espadas. Prefiero perder a ambos prisioneros que a ese moro miserable.
-Ordenadle a uno de vuestros hombres, señor, que salga corriendo delante de nosotros e informe a voces a
los soldados de los alrededores -le grité-. No se nos ha de molestar ni poner trabas. Cuando hayamos
salido de los límites de la ciudad sanos y salvos, soltaré ileso a este valioso moro vuestro. Tenéis mi palabra
de honor al respecto.