-Si -convino Coronado con los dientes apretados. Le hizo seña a un soldado que estaba cerca de la puerta-.
Id, sargento. Haced lo que dice.
Dando un rodeo para no acercarse a nosotros, el soldado salió corriendo hacia la puerta. Ualiztli, yo y el
fláccido Esteban, cuyos ojos seguían desorbitados, no íbamos muy lejos detrás de él. Nadie nos persiguió
mientras seguíamos a aquel soldado por un corto vestíbulo donde yo no había estado antes, bajábamos por
un tramo de escaleras y salíamos por la puerta de la cal e del palacio. El soldado ya estaba voceando
cuando salimos. Y al í, atado a un poste, como había dispuesto Esteban, nos estaba esperando un cabal o
ensil ado.
-Ticitl Ualiztli -dije-, tendrás que ir corriendo al lado. Lo siento, pero no había contado con tu compañía.
Mantendré el cabal o al paso.
-¡No, por Huitztli, ve al galope! -exclamó el médico-. Por viejo y gordo que yo esté, me siento lo bastante
ansioso por salir de aquí como para moverme igual que el viento!
-En el nombre de Dios -gruñó Esteban en voz muy baja-. Deja de parlotear y muévete! Echame atravesado
en la sil a, salta tú detrás y vámonos!
Cuando lo alcé encima del cabal o (en realidad él saltó y yo sólo hice ver que lo impulsaba), nuestro
soldado heraldo estaba gritando órdenes a todo el que pudiera oírle.
-¡Dejad paso! ¡Paso libre!
Las demás personas que había en la cal e, soldados y civiles por igual, miraban atontados con la boca
abierta aquel extraordinario espectáculo. No fue hasta que estuve sentado detrás del promontorio trasero
de la sil a, mientras sujetaba ostentosamente el cuchil o de Esteban y le apuntaba con él a los riñones, que
me di cuenta de que se me había olvidado desatar al cabal o de la barandil a. Así que tuvo que hacerlo
Ualiztli, quien me tendió luego las riendas. A continuación, y haciendo honor a su palabra, el tícitl salió
corriendo a una velocidad encomiable para alguien de su edad y volumen, haciendo posible que yo pusiera
al trote el cabal o a su lado.
Cuando hubimos perdido de vista el palacio y ya no alcanzábamos a oír los gritos de aquel soldado,
Esteban, que iba botando mientras colgaba incómodamente cabeza abajo, empezó a darme instrucciones.
Que torciera a la derecha en la próxima cal e, a la izquierda en la siguiente, y así sucesivamente hasta que
estuvimos fuera del centro de la ciudad y salimos a uno de los barrios pobres donde vivían los esclavos. No
había muchos por al í, pues a aquel a hora la mayoría estaba realizando trabajos de esclavo donde fuera, y
los pocos que vimos tuvieron buen cuidado de apartar los ojos. Probablemente supusieron que nosotros,
dos indios y un moro, también éramos esclavos que estábamos empleando un modo verdaderamente único
de escapar, y querían poder decir, si l egaba el caso de que los interrogaban sobre el o, que no nos habían
visto.
Cuando l egamos a las afueras de Compostela, donde incluso las barracas de los esclavos eran pocas y
diseminadas y no había absolutamente nadie a la vista, Esteban dijo:
-Para aquí.
El y yo desmontamos como pudimos del cabal o y el ticitl se desplomó en el suelo cuan largo era, jadeando
y sudando. Mientras Esteban y yo nos frotábamos las partes doloridas del cuerpo -él el estómago y yo el
trasero-, Esteban me explicó:
-Hasta aquí es todo lo lejos que puedo l egar haciendo el papel de rehén para vuestra seguridad, Juan
Británico. más al á habrá puestos de guardia de los españoles, y no habrán recibido el mensaje de dejarnos
pasar. Así que tu compañero y tú tendréis que ir solos como podáis, a pie y con mucha cautela. Yo sólo
puedo desearos buena fortuna.
-Y hasta ahora la hemos tenido gracias a ti, amigo. Confió en que la fortuna no nos abandone ahora,
cuando estamos tan cerca de la libertad.
-Coronado no ordenará una persecución hasta que haya vuelto a recuperarme sano y salvo. Como te dije, y
como han demostrado los acontecimientos, ese ambicioso gobernador y el fraile avaricioso no quieren
arriesgarse a poner en peligro mi negro pel ejo. Así que... -Volvió a subirse a la sil a con rigidez, esta vez en
la posición correcta-. Dame el cuchil o.
Se lo di, y Esteban lo usó para desgarrarse la ropa por varios sitios e incluso para hacerse algunos cortes
en la piel aquí y al á, sólo lo suficiente para que le saliera un poco de sangre; luego me devolvió el cuchil o.
-Y ahora -me pidió- emplea las riendas para atarme las manos con fuerza al pomo de la sil a. A fin de
proporcionaros todo el tiempo que pueda para que echéis a correr, iré muy despacio hasta el palacio.
Puedo decir que estoy débil a causa de los crueles cortes y vapuleos que vosotros, que sois unos salvajes,
me habéis producido. Alegraos de que yo sea negro; nadie notará que no tengo casi magul aduras. más no
puedo hacer por ti, Juan Británico. En cuanto l egue al palacio, Coronado desplegará todo su ejército para
buscarte y remover hasta el último guijarro. Para entonces debes estar lejos, muy lejos de aquí.
-Lo estaremos -le aseguré-. O bien en lo profundo de nuestros bosques nativos o a buen recaudo en las
profundidades de ese lugar oscuro que vosotros los cristianos l amáis infierno. Te damos las gracias por tu
bondadosa ayuda, por tu atrevida imaginación y por ponerte tú mismo en peligro por nosotros. Ve, amigo
Esteban, y te deseo gozo en esa libertad tuya que pronto ha de ser realidad.
22
-¿Qué hacemos, Tenamaxtzin? -me preguntó Ualiztli, que había recobrado el aliento pero que todavía se
encontraba sentado en el suelo.
-Como ha dicho el moro, no ha habido suficiente tiempo para que el gobernador haya enviado aviso a los
puestos de vigilancia diciendo que nos dejen pasar sin problemas, como hubiese sucedido de haber
seguido teniendo el rehén en nuestro poder. Por lo tanto tampoco les habrán alertado para esperarnos. Y
como de costumbre, estarán mirando hacia afuera, para ver si hay enemigos que intenten entrar en la
ciudad, no salir de el a. Tú sígueme y haz lo mismo que haga yo.
Caminamos erguidos hasta que hubimos pasado las últimas chabolas del barrio de esclavos; luego nos
agachamos, continuamos avanzando con muchísima cautela y nos fuimos alejando de la ciudad hasta que
divisé, a lo lejos, una barraca con soldados alrededor; ninguno de el os miraba hacia nosotros. No
continuamos adelante en aquel a misma dirección, sino que torcimos a la izquierda y seguimos hasta que
vimos otra barraca de aquél as y varios soldados, éstos rodeando uno de esos tubos de trueno que l aman
culebrina. Así que volvimos atrás sobre nuestros pasos hasta que nos encontramos aproximadamente a
medio camino entre los dos puestos de vigilancia. Felizmente para nosotros, en aquel lugar crecía una
densa maleza que se extendía hacia la hilera de árboles que se veía en el horizonte. Todavía inclinados
hacia adelante y caminando como los patos, me abrí paso entre esos arbustos, manteniéndome todo el
tiempo por debajo de las ramas más altas y esforzándome por no sacudir ninguno de el os, y el tícitl,
aunque jadeando otra vez con fuerza, hizo lo mismo. Me dio la impresión de que tendríamos que soportar
aquel avance difícil, incómodo, atroz y lento durante incontables largas carreras, y sé que para Ualiztli era
mucho más fatigoso y doloroso, pero en realidad al cabo de un tiempo alcanzamos la hilera de árboles. Una
vez entre el os, me erguí con alivio (todas las articulaciones me crujieron al hacerlo) y el ticitl volvió a
derrumbarse cuan largo era en el suelo, gimiendo.
Me tendí cerca de él y los dos nos permitimos el lujo de descansar un buen rato. Cuando Ualiztli hubo