recuperado el aliento lo suficiente para hablar, aunque no las fuerzas necesarias para ponerse de pie, dijo:
-¿Querrías decirme, Tenamaxtzin, por qué los hombres blancos nos han dejado marchar? Seguro que no
ha sido sólo porque nos l evamos con nosotros a uno de sus esclavos negros. Un esclavo de cualquier color
es tan sustituible como la saliva.
-Creen que ese esclavo en particular guarda el secreto de un fabuloso tesoro. Son tan tontos que se creen
que eso es verdad... pero ya te lo explicaré todo en otra ocasión. En este momento estoy tratando de
pensar alguna manera de encontrar al cuáchic Nocheztli y al resto de nuestro ejército.
Ualiztli se incorporó por fin y me dirigió una mirada de preocupación.
-Todavía debes de tener la cabeza resentida a causa del golpe que recibiste. Si a nuestros hombres no los
mataron los palos de trueno, seguro que han huido, se han diseminado y estarán ya muy lejos de aquí.
-No murieron y tampoco escaparon. Y yo no estoy chiflado. Por favor, deja por un instante de hablar como
un médico y permíteme pensar. -Miré de soslayo hacia arriba; Tonatiuh ya estaba deslizándose hacia abajo
en el cielo-. Nos encontramos de nuevo al norte de Compostela, así que no podemos estar demasiado lejos
del lugar donde nos tendieron la emboscada. ¿Habrá mantenido Nocheztli reunidos a los guerreros por
estos parajes, o por el contrario los habrá conducido al sur de la ciudad, como pensamos en un principio?
¿O quizá se haya puesto en camino hacia Aztlán? ¿Qué habrá hecho, sin saber a ciencia cierta qué ha sido
de mi? -El ticitl, muy considerado ahora, se abstuvo de hacer comentarios-. Simplemente no podemos
ponernos a vagar por ahí en su busca -continué diciendo-. Así que tendrá que ser Nocheztli quien nos
encuentre a nosotros. No se me ocurre nada más que hacerle alguna clase de señal y confiar en que el o le
atraiga hasta aquí.
Pero el ticitl Ualiztli era incapaz de mantenerse cal ado mucho tiempo.
-Y también habrá que confiar en que no atraiga a las patrul as españolas, que estoy seguro de que
empezarán a buscarnos de un momento a otro.
-Sería la última cosa que el os se esperarían -le aseguré-. Que deliberadamente atrajésemos la atención
hacia nuestro escondite. Pero si nuestros propios hombres están por aquí cerca, deben de estar ansiosos
por tener alguna noticia de su líder. Cualquier cosa fuera de lo corriente debería de atraer al menos a un
explorador. Una gran hoguera lo haría. Gracias a Coatlicue, la diosa de la tierra, hay muchos pinos entre
estos árboles y el suelo está cubierto de una gruesa capa de agujas secas.
-Ahora invoca al dios Tláloc para que encienda las agujas con uno de sus relámpagos -dijo con tristeza
Ualiztli-. Porque no veo que por aquí resplandezca ninguna ascua que podamos utilizar. Yo tenía líquidos
combustibles en mi bolsa de médico que podían encenderse con facilidad, pero los españoles me la
quitaron. Tardaremos toda la noche en encontrar, dar forma y poder utilizar un taladro y la madera donde
frotarlo.
-No hay necesidad de eso ni de Tláloc -le aseguré-. Tonatiuh nos ayudar antes de ponerse. -Me palpé el
interior de la armadura acolchada que todavía l evaba puesta-. A mí también me quitaron las armas, pero a
los españoles evidentemente esto no les pareció nada digno de confiscar.
Saqué la lente, el cristal que hacía ya tanto tiempo me diera Alonso de Molina.
-A mi tampoco me parece que merezca la pena -dijo Ualiztli-. ¿Para qué sirve un pedacito de cuarzo?
-Observa -me limité a decir.
Me levanté y avancé hasta un rayo de sol errante que bajaba entre los árboles hasta la hojarasca de agujas
marrones que había en el suelo. Los ojos de Ualiztli se abrieron mucho cuando, al cabo de sólo un
momento, un hilo de humo surgió de al í, y poco después el parpadeo de una l ama. Al cabo de un momento
tuve que saltar hacia atrás para alejarme de lo que se estaba convirtiendo en una respetable l amarada.
-¿Cómo has hecho eso? -me preguntó el ticitl, maravil ado-. ¿De dónde has sacado ese objeto de brujería?
-Un regalo de un padre a un hijo -le contesté sonriendo ante el recuerdo-. Bendecido con la ayuda de
Tonatiuh y de un padre que está en Tonatiucan. Creo que puedo hacer cualquier cosa. Menos cantar,
supongo.
-¿Qué?
-El guardia de mi celda en el palacio menospreció la voz que tengo para cantar.
Ualiztli volvió a dirigirme aquel a mirada de sondeo propia de un médico.
-¿Estás seguro, mi señor, de que no sigues afectado por aquel golpe que recibiste en la cabeza?
Me eché a reír y me di la vuelta para admirar el fuego. No se hacía excesivamente visible a medida que se
extendía por las agujas del suelo, pero ya empezaba a prender las agujas verdes l enas de resina de los
pinos de encima, lo que producía un penacho de humo que se iba elevando rápidamente al tiempo que se
hacía cada vez más denso y más oscuro.
-Estoy seguro de que eso atraer a alguien -afirmé con satisfacción.
-Sugiero que retrocedamos entre los arbustos por donde hemos venido -dijo el tícitl-. Quizá así podamos
distinguir quién viene y estar prevenidos. Y además quienquiera que sea así no encontrará a un par de
cadáveres asados.
Así lo hicimos; nos agazapamos por al í y nos quedamos contemplando el fuego que devoraba la arboleda
y lanzaba hacia arriba un humo que rivalizaba con el que siempre se ve por encima del gran volcán
Popocatépetí, a las afueras de Tenochtitlan. Pasó el tiempo, y el sol poniente tiñó la elevada nube de humo
de un color dorado rojizo, una señal aún más l amativa en contraste con el cielo, cada vez de un azul más
profundo. Pasó bastante más tiempo antes de que finalmente oyéramos un crujido en los arbustos en algún
lugar a nuestro alrededor. No estábamos hablando, pero cuando Ualiztli me dirigió una mirada inquisitiva,
me l evé el dedo a los labios en señal de precaución y luego me levanté lentamente para mirar por encima
de los arbustos.
Bueno, no eran españoles, pero casi hubiera deseado que lo fueran. Los hombres que rodeaban nuestro
escondite iban ataviados con armaduras aztecas, y entre el os sobresalía Tapachini, el cabal ero de la
Flecha; eran los guerreros de Yeyac. Uno de el os, que tenía la vista condenadamente aguda, me vio antes
de que pudiera volver a agacharme y lanzó el grito de la lechuza. El círculo de hombres se cerró en torno a
nosotros y Ualiztli y yo nos pusimos en pie con resignación. Los guerreros se detuvieron a cierta distancia,
pero nos rodearon por completo, de manera que éramos el centro y el blanco de todas sus flechas y
jabalinas.
Ahora fue el mismo Yeyac en persona quien se abrió paso entre los guerreros que formaban el círculo y se
acercó hasta nosotros. No estaba solo; Gónda Ke lo acompañaba; ambos sonreían con aire triunfante.
-Vaya, primo, volvemos a encontrarnos cara a cara -me dijo Yeyac-. Pero ésta será la última vez. Puede que
Coronado se haya mostrado reacio a dar la alarma ante tu huida, pero no le ha sucedido lo mismo a la
buena de Gónda Ke. Vino corriendo a avisarme. Luego mis hombres y yo no tuvimos más que ponernos a
vigilar y esperar. Y ahora, primo, permite que te escoltemos bien lejos de aquí antes de que vengan los
españoles. Quiero intimidad y tranquilidad para matarte lentamente.
Hizo señas a los guerreros para que cerrasen más el círculo en torno a nosotros. Pero antes de que
pudieran hacerlo, uno de el os, el único guerrero que l evaba un arcabuz, salió del círculo y se adelantó.