-Ya te maté una vez antes, Yeyac -le dijo de De Puntil as-, cuando amenazaste a mi Tenamaxtli. Como
acabas de decir, ésta ser la última vez.
Los guerreros a ambos lados de el a se echaron hacia atrás cuando retumbó el palo de trueno. La bola de
plomo alcanzó a Yeyac en la sien izquierda y, durante un instante, la cabeza se le desdibujó en medio de
una rociada de sangre roja y sustancia cerebral de un color gris rosáceo. Luego cayó hacia adelante, y
resultaba evidente que ningún tícitl sería capaz de volver a resucitarlo nunca más.
Ahora todos los presentes nos quedamos helados, atónitos, por espacio de varios segundos. Obviamente
Pakápeti, metida en aquel a abultada armadura acolchada que l evaba, a pesar del considerable vientre que
ya tenía, había sido capaz durante todo aquel tiempo de hacerse pasar por un hombre en medio de la
compañía, y también de mantener el arcabuz oculto en algún lugar hasta que hiciera falta de verdad.
Tuvo el tiempo justo de dirigirme una breve sonrisa, triste y cariñosa. Luego se oyó un bramido de
indignación procedente de los hombres de Yeyac, y aquel os que estaban más cerca de De Puntil as se
precipitaron hacia el a; el primero que lo hizo le lanzó un poderoso tajo desde arriba con la espada de
obsidiana. Hendió la armadura de De Puntil as, la piel y el cuerpo desde el esternón hasta la ingle. Antes de
caer al suelo, a de De Puntil as le salió de sus entrañas un gran chorro de sangre, todos los órganos que al í
se albergan, las tripas... y algo más. Los hombres que la rodeaban se apartaron de el a y se echaron hacia
atrás mientras miraban despavoridos y lanzaban, lo bastante fuerte como para que se oyeran por encima
del ruido de los demás gritos de enojo, las exclamaciones "Tequani!" y " Tzipitl", que significan
"monstruosidad", "deformidad" y "putridez".
En medio de todo aquel tumulto, ninguno de nosotros le había prestado demasiada atención al crujir de la
maleza que nos rodeaba, pero ahora oímos un grito de guerra salvaje y coordinado que combinaba chil idos
de águila, gruñidos de jaguar, gritos de lechuza y ululatos de loro. Apartando los matorrales salieron de
pronto a la luz innumerables hombres de mi propio ejército que se arrojaron sobre los guerreros de Yeyac
sin dejar de cortar y empujar con las maquáhuime, las lanzas y las jabalinas. Antes de unirme yo mismo a la
refriega, hice un gesto hacia lo que quedaba de Pakápeti y le ordené a Ualiztli:
-¡Ocúpate de el a, ticitl!
Fue una batal a librada por formas de perfil, no por figuras redondas, sólo la negra silueta de los guerreros
contra la sábana de fuego que seguía consumiendo los árboles. Así que pronto todos los hombres dejaron
caer las armas más pesadas, no fuera a ser que apuñalasen o produjeran heridas a sus propios
camaradas. Entonces recurrieron a los cuchil os -la mayoría de el os de obsidiana, aunque unos cuantos,
como el mío, de acero- y se pusieron a pelear cuerpo a cuerpo, a veces revolcándose en el suelo con los
oponentes. Yo personalmente le di muerte al cabal ero Tapachini. Y la batal a no duró demasiado, porque
mis hombres superaban en mucho a los de Yeyac. Cuando cayó el último de éstos también la gran hoguera
empezó a apagarse como si aquel acompañamiento ya no fuese necesario. Y todos nos encontramos
sumidos en la semioscuridad de la primera hora de la noche.
Sin duda por lo que era algo más que una coincidencia, me encontré de pie junto a la pérfida Gónda Ke,
que seguía viva y de una pieza; era evidente que se había salvado de la carnicería sólo porque vestía ropas
de mujer.
-Tendría que haberlo sabido -comenté jadeante-. Incluso en las más feroces batal as tú te las arreglas
siempre para permanecer ilesa. Y me alegro por el o. Como acaba de decir tu amigo Yeyac, así tendré la
intimidad y el tiempo suficientes para matarte lentamente.
-¡Qué cosas dices! -exclamó con una compostura que hacía perder la cordura-. Gónda Ke atrajo a Yeyac y
a sus hombres a esta trampa, ¿y es así como se lo agradeces?
-¡Perra mentirosa! -gruñí; y luego, dirigiéndome a dos guerreros que se encontraban cerca, les ordené-:
Llevaos a esta hembra, sujetadla fuerte entre los dos y traedla con nosotros cuando nos marchemos de
aquí. Si desaparece, vosotros dos también desapareceréis, y en pedacitos.
Al momento siguiente, me estaba abrazando con fuerza el cuachic Nocheztli mientras exclamaba:
-¡Ya sabía yo que los hombres blancos no podrían mantener cautivo por mucho tiempo a un guerrero tan
valiente como mi señor Tenamaxtzin!
-Y tú has demostrado ser un sustituto más que capaz mientras tanto -le dije-. Desde esta noche eres mi
segundo en el mando, y me encargaré de que nuestra Orden de los Cabal eros del Águila te otorgue su
galardón. Tienes mi felicitación, mi gratitud y mi estima, cabal ero Nocheztli.
-Eres muy generoso, mi señor, y me siento muy honrado. Pero ahora... apresurémonos a alejarnos de este
lugar. Aunque los españoles no están ya en camino, sus tubos de trueno podrían lanzar proyectiles hasta
aquí.
-Si. Cuando nuestros hombres hayan recuperado sus armas, reúnelos e inicia la retirada hacia el norte. Os
daré alcance en cuanto haya atendido un asunto que tengo pendiente.
Busqué entre el hormiguero de hombres hasta que encontré a Ualiztli y le pregunté:
-¿Que ha sido de Pakápeti, esa querida y valiente muchacha? Nos ha salvado la vida a los dos, ticitl. ¿Has
podido hacer algo por el a al final?
-Nada. Ya estaba muerta y en paz antes de l egar a tocar el suelo.
-Pero lo otro... lo que quiera que fuera que causó tanto horror a sus atacantes... ¿qué era.?
-Cal a, mi señor. Y mejor no hagas preguntas. Seguro que no desearías saberlo. Ojalá tampoco lo supiera
yo. -Hizo un gesto indicando el lugar donde habían estado los árboles, ahora convertidos en postes
chamuscados en medio de un lecho de rescoldos-. Lo he dejado todo en manos de Chántico, la bondadosa
diosa de las cenizas. El fuego purifica la tierra incluso de las cosas que no son terrenales.
En el lugar donde los españoles nos tendieran la emboscada, Nocheztli había recuperado, además de los
numerosos arcabuces, el cabal o de Comitl, el guerrero muerto. Así que él y yo íbamos ambos montados
mientras guiábamos a nuestros hombres en medio de la noche... aunque pronto deseé fervientemente que
hubiese una sil a entre el cabal o y yo.
Otra vez alabé al nuevo cabal ero por haber mostrado tanta iniciativa durante mi ausencia, pero ahora
añadí:
-Para hacer algún uso de esas armas que has adquirido para nosotros, debemos preparar la pólvora
necesaria y encontrar como sea alguna fuente de donde obtener plomo.
-Bien, mi señor -me respondió en un tono casi de disculpa-. En cuanto a la primera necesidad, yo no sé
nada sobre cómo fabricar la pólvora. Sin embargo, y a falta de órdenes en sentido contrario, decidí,
mientras esperaba noticias tuyas, utilizar el tiempo de un modo provechoso. De modo que el plomo sí que
lo tenemos, y una buena provisión.
-Me asombras, cabal ero Nocheztli. ¿Cómo es posible que ideases eso?
-Uno de nuestros más ancianos guerreros mexicas me dijo que era hijo de un platero, por lo que sabía que
el plomo a veces se encuentra en las mismas minas de donde se obtiene la más preciosa plata; además, el
plomo también se utiliza en el proceso por el cual se refina esa plata.
-¡Por Huitzli! ¿De verdad que habéis ido a las minas y donde se trabaja la plata?
-Recuerda, mi señor, que ya estuve en una ocasión como quimichi tuyo entre los hombres blancos. Así que