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algunos de nuestros soldados y yo nos quitamos la ropa hasta quedar en taparrabos y sandalias, nos

ensuciamos la cara y el cuerpo y, de uno en uno nos escabul imos por entre los guardias de las minas y nos

mezclamos con los esclavos que trabajan al í. No resultó demasiado difícil. Los guardias jamás se hubieran

esperado que alguien quisiera colarse voluntariamente entre los esclavos. Salir de al í fue bastante más

difícil, sobre todo debido a lo pesado que es el plomo. Pero gracias a mi experiencia como quimichi,

también lo logramos. Por lo menos dos veintenas de los hombres que caminan detrás de nosotros l evan un

lingote de plomo cada uno en la bolsa de provisiones. Y ese mexícatl que es hijo de un platero dice que

puede fundir fácilmente el metal y ponerlo en moldes sencil os de madera y arena húmeda para hacer las

bolas.

-¡Yyo ouiyo ayyo! -exclamé encantado-. Estamos mucho más cerca de ser iguales en armamento a los

hombres blancos de lo que yo hubiera podido esperar. El hacer la pólvora será un problema mucho menor

que el que tú ya has resuelto. Escucha, ahora memoriza esto y compártelo con los oficiales en quienes

tengas confianza por si algo nos ocurriera a ti y a mi. Eso que los españoles l aman pólvora, nuestros

mayores pensaron que eran truenos y relámpagos capturados y encerrados, de manera que el que los l eva

puede soltarlos cuando le conviene. Y los españoles siguen sin desear que ninguno de nuestra raza

conozca el secreto de su fabricación. Me costó mucho tiempo y cansancio descubrirlo, pero ese proceso es

verdaderamente simple.

Continué explicándole lo de las tres sustancias, la forma en que habían de molerse muy finas y las

proporciones en que habían de mezclarse.

Luego, cuando juzgué que estábamos lo bastante alejados de Compostela como para detenernos a

descansar durante la noche, me metí entre los hombres y escogí dos veintenas de aquel os que eran

musculosos y tenían las piernas largas.

-Mañana, cuando hayáis dormido y descansado, preparaos para dejarnos y viajar con gran rapidez -les

dije-. Entregad vuestras armas y armaduras a vuestros camaradas y coged sólo los mantos.

A los veinte primeros les ordené que viajasen hacia el volcán Tzebóruko, que pocos de nosotros habíamos

visto alguna vez pero que conocíamos por su reputación, ya que entraba en erupción con mucha frecuencia

y causaba gran devastación en las aldeas que lo rodeaban. Yo estaba seguro de que las laderas del

Tzebóruko se encontraban cubiertas de una espesa costra de ese mineral l amado azufre. El volcán está en

la región de Nauyar Ixú, en lo que ahora era Nueva Galicia, lo cual significaba que aquel os veinte hombres

tendrían que atravesar territorios que se encontraban en poder de los españoles.

-De manera que os sugiero que vayáis directamente hacia el oeste, hacia la costa del mar Occidental, y al í

les ordenéis a los barqueros que os l even hacia el sur, en dirección al volcán, y que luego, una vez que

tengáis los mantos cargados de esa sustancia amaril a, vuelvan a transportaros hacia el norte. No creo

probable que encontréis ninguna patrul a enemiga por mar.

Y a los otros veinte les dije:

-Vosotros os dirigiréis directamente a Aztlán. Puesto que nuestros pescadores están acostumbrados a

fabricar sal para conservar parte de la captura, seguro que conocen esa clase de sal amarga que se l ama

"de primera cosecha". Tenéis que l enar vuestros mantos con eso.

Y dirigiéndome a todos aquel os hombres, añadí:

-Os reuniréis otra vez con el ejército en Chicomóztotl, ya lo conocéis, "el lugar de las siete cavernas",

situado en las montañas que hay al oeste de Aztlán, en la tierra donde vive la tribu chichimeca de los

huicholes. El ejército estará al í esperándoos. Os insto encarecidamente a que l eguéis al í con vuestra

carga lo más pronto que podáis.

-Ya lo has oído -me dirigí a Nocheztli-. Ahora da a todos nuestros guerreros permiso para dormir, pero que

para el o se dispersen ampliamente entre los árboles, y coloca centinelas que permanezcan de guardia por

turnos. Mañana tú guiarás al ejército en su marcha hacia Chicomóztotl, porque yo tengo que ir a otros

lugares. Mientras esperas al í mi regreso, pon a los hombres a trabajar en la forja de bolas de plomo y en la

quema de carbón vegetal. Esas montañas están muy pobladas de bosques. Cuando los portadores os

l even el azufre y el salitre, empezad a fabricar las provisiones de pólvora que podáis. Luego permite que

los guerreros que ya están familiarizados con el arcabuz empiecen a entrenar a todos aquel os que

demuestren alguna aptitud en su uso. Mientras tanto envía emisarios a los huicholes y a todos los demás

pueblos chichimecas, incluso a los más alejados, para que recluten, con la promesa de que habrá muchas

matanzas y un gran botín, hombres que se unan a nuestro ejército en la insurrección. Llevar a cabo esos

preparativos os tendrá muy ocupados hasta que yo vuelva, y espero traer muchos más guerreros conmigo.

Ahora mismo, Nocheztli, ordena que los dos hombres que guardan a esa bruja, Gónda Ke, la traigan aquí.

Y no hace falta que lo hagan con ternura.

Y no lo hicieron. Tiraron de el a con brusquedad hasta ponerla ante mí y continuaron sujetándola con fuerza

por la parte superior de los brazos, incluso cuando el a se dirigió a mí con una petición inmodesta que

evidentemente iba dirigida a escandalizar a los hombres más curtidos y mundanos.

-Si estás a punto de ofrecer a Gónda Ke que elija el modo de morir, Tenamaxtli, a el a le gustaría que la

violasen hasta que muriera. Esos dos hombres robustos y tú emplead los tres orificios para tal propósito.

Pero nada de lo que el a pudiera decir o hacer me habría sorprendido lo más mínimo. Sólo dije con dureza:

-Tengo otro uso para ti antes de rel enarte los tres orificios de hormigas de fuego y escorpiones. Es decir,

seguirás viva exactamente el tiempo que obedezcas mis órdenes. Mañana tú y yo saldremos hacia tu país,

el país yaqui.

-Ah, hace mucho tiempo que Gónda Ke visitó por última vez su tierra natal.

-Es bien sabido que los yaquis detestan a los forasteros aún más de lo que se detestan unos a otros, y que

lo demuestran arrancándole la cabel era a cualquier forastero imprudente antes de hacerle otras cosas

peores. Confío en que tu presencia impedirá semejante desgracia, pero l evaremos con nosotros al tícitl

Ualiztli por si fueran necesarios sus cuidados. Estos dos hombres robustos también te acompañarán, para

vigilarte; y, aparte de eso, lo que hagan contigo por el camino me tiene sin cuidado.

23

La distancia desde nuestro punto de partida hasta las tierras de los yaquis es tres veces la distancia entre

Aztlán y la Ciudad de México, así que mi ida al í y mi regreso constituyeron el viaje más largo que realicé en

toda mi vida.

Dejé que Gónda Ke nos guiase, porque el a había recorrido ese camino por lo menos una vez antes. Por lo

que yo sabía, generaciones de Gónda Kes habían hecho aquel viaje tanto de ida como de vuelta

innumerables veces durante los haces y haces de años transcurridos desde que aquel a infame primera

Gónda Ke se estableciera entre mis ancestros en Aztlán. La memoria colectiva de aquel as Gónda Kes de

toda la parte occidental del Unico Mundo bien hubiera podido ser inscrita en el cerebro de la actual Gónda

Ke al nacer tan l anamente como un mapa de palabras e imágenes. Parecía que estuviera ansiosa por ver