Bob Shaw
Otros días, otros ojos
1
Al principio, el otro coche sólo era una mancha de color rojo sangre en las menguantes perspectivas de la autopista, pero incluso a esta distancia, y a pesar del resplandor causado por el iris en forma de ojo de cerradura de su ojo izquierdo, Garrod logró identificar el año y el modelo. Era un Stiletto de 1982. Impulsado por una ilógica aprensión, aflojó la presión de su pie sobre el acelerador y el automóvil empezó a disminuir su velocidad de 140 kilómetros por hora. La turbina emitió un gemido de mecánica desilusión a causa de la reducción de velocidad, pese a la suavidad de la acción del conductor.
—¿Qué ocurre?
La esposa de Garrod se alertó previsible e instantáneamente.
—Nada.
—Pero ¿por qué has disminuido la velocidad?
A Esther le gustaba vigilar de cerca todas sus propiedades, categoría en la que incluía a su marido, y su sombrero de ala ancha, rígidamente almidonado, hizo movimientos de rastreo similares a los de un disco de radar.
—Por ninguna razón especial.
Garrod acompañó con una sonrisa su protesta por ser interrogado, y contempló el rápido aumento de tamaño del Stiletto en el parabrisas.
De repente, y tal como esperaba Garrod, el intermitente izquierdo del Stiletto emitió un destello anaranjado brillante. Garrod miró a la izquierda y vio el desvío en que se bifurcaba la autopista, en un punto situado a medio camino entre los dos coches. Frenó, y su Turbo-Lincoln hincó el morro, mientras las llantas se aferraban al asfalto. El Stiletto rojo viró bruscamente y desapareció en la carretera lateral, en medio de una nube de polvo azafranado. Garrod tuvo la fugaz impresión de un rostro juvenil en la ventanilla del automóvil deportivo, el círculo oscuro de una boca escandalizada, acusadora.
—¡Dios mío! ¿Has visto eso? —Las nítidas facciones de Esther palidecieron momentáneamente—. ¿Has visto eso?
Garrod logró conservar la calma, debido a que su esposa estaba actuando como portavoz de su propio enojo.
—Claro que lo he visto.
—Si no hubieras disminuido la velocidad hace un momento, ese estúpido se nos habría echado encima… —Esther hizo una pausa y volvió la mirada hacia su marido, mientras el pensamiento surgía en su mente—. ¿Por qué ibas más despacio, Alban? Ha sido casi como si supieras que esto iba a ocurrir.
—He aprendido a no confiar en tipos con coches deportivos, eso es todo.
Garrod se echó a reír tranquilamente, pero la pregunta de su esposa le había inquietado más que si no se hubiera hecho un comentario verbal ¿Qué le había impulsado a reducir la velocidad precisamente entonces? El tenía derecho, hasta cierto punto, a estar interesado de forma especial en el Stiletto último modelo: se trataba del primer automóvil producido en serie equipado con un parabrisas Thermgard fabricado en su factoría. Pero eso no explicaba las oleadas de hielo en su subconsciente, la sensación de haber contemplado algo horrible y haber borrado el recuerdo.
—Sabía que debíamos haber ido en el avión oficial —dijo Esther.
—También querías hacer unas cortas vacaciones con el viaje.
—Lo sé, pero no esperaba que…
—Ahí está el aeropuerto —interrumpió Garrod, al tiempo que una alta alambrada aparecía a su izquierda—. Hemos llegado pronto.
Esther asintió de mala gana y se puso a contemplar las balizas y señales auxiliares de la pista, que se habían hecho visibles más allá de la oscilante mancha de los postes de la valla. Era su segundo aniversario de boda, y Garrod tenía la molesta sospecha de que su esposa lamentaba que le arrebataran una gran parte del día por un compromiso de negocios. Pero él no podía hacer nada al respecto… aunque el dinero de la familia de Esther hubiera salvado de la ruina a la organización Garrod. Los Estados Unidos habían entrado desastrosamente tarde en el campo del transporte supersónico (TSS) civil, pero el Aurora Mach 4 no tardaría en ser puesto en servicio —justo en un momento en que los TSS de otras naciones empezaban a mostrar su edad—, y él, Alban Garrod, había contribuido a ello. Era incapaz de explicar con exactitud por qué le era tan importante estar presente en el primer vuelo público del Aurora, pero sabía que nada le impediría ver al águila de titanio levantando el vuelo y abriéndose camino en lo alto con los ojos que él le había dado.
Al cabo de cinco minutos estuvieron en la puerta principal del aeropuerto de la Sociedad de Constructores de Aeronaves (SCA). Un vigilante, vestido con un uniforme de color blanco tostado, igual que la harina de avena, les saludó y les indicó por señas que entraran, después de ver la invitación de concesionario de Garrod. Avanzaron lentamente por el atestado recinto de la administración. Indicadores de dirección brillantemente pintados relucían con el sol de la mañana, creando un ambiente de feria. Garrod vio chicas rubias de esbeltas piernas por todas partes, todas con los uniformes de las líneas aéreas que habían pasado pedidos adelantados del Aurora.
Esther apoyó una posesiva mano en el muslo de Garrod.
—Encantadoras, ¿no? Empiezo a comprender por qué estabas tan resuelto a venir aquí.
—No habría venido sin ti —mintió Garrod.
Estrechó la rodilla de Esther para dar más fuerza a sus palabras, y notó la repentina rigidez de los músculos de su mujer.
—¡Mira, Alban, mira! —La voz de Esther era agudísima—. Ese debe de ser el Aurora. Por qué no me dijiste que era tan hermoso?
Garrod experimentó una punzada de placer indirecto al avistar aquella forma plateada, un organismo matemático, sensible, futurista y prehistórico al mismo tiempo. No esperaba que Esther apreciara el Aurora, y sus ojos le escocieron en señal de agradecimiento. De pronto, se sentía completamente feliz; el incidente del Stiletto rojo había sido indeciblemente trivial. Otro vigilante les hizo señales para que entraran en la reducida zona de aparcamiento que se había creado al borde de la pista mediante cuerdas multicolores atadas a soportes portátiles, en consideración a los concesionarios. Garrod salió del coche y respiró profundamente, intentando llenar los pulmones con los colores pastel de la mañana. El ambiente era cálido, evocativamente adornado con tufos de keroseno.
Esther, extasiado, seguía mirando al Aurora, que asomaba más allá de un entoldado rojo y blanco.
—Las ventanillas parecen muy pequeñas.
—Sólo a causa de la escala. ¿Es un avión enorme, sabes? Estamos a más de cuatrocientos metros de distancia.
—Sigo pensando que parece un poco… miope. Es igual que un pájaro que forzase los ojos intentando ver.
Garrod la cogió por el codo y la guió hacia el entoldado.
—La cuestión es que tiene ojos, igual que una aeronave ordinaria. Por eso nuestro Thermgard fue tan importante para el proyecto: permitió a los diseñadores eliminar el peso y complejidad de los blindajes calorífugos usados en el tipo de TSS que está volando actualmente.
—Sólo estaba incordiándole, señor.
Esther abrazó juguetonamente el brazo izquierdo de Alban con los suyos mientras entraban en la sombra relativa del entoldado, y sus menudas y perfectas facciones adquirieron nuevas facetas al sonreír. Con una parte de su mente, Garrod notó que, una vez más, su acaudalada mujer se las había ingeniado para aferrar firme y obviamente su propiedad en el momento en que ambos iban a reunirse con un grupo de extraños; pero él no estaba de humor para poner reparos. Una sensación de nerviosismo empezó a crecer en su interior cuando un hombre alto, de cabello oro y plata, y con un rostro moreno y juvenil, avanzó hacia ellos abriéndose paso e empujones entre el gentío. Era Vernon Maguire, presidente de la Sociedad de Constructores de Aeronaves.
—Me alegro de que pudieras venir, Al. —Maguire miró apreciativamente a Esther—. Y ésta es la niña de Boyd Livingstone, ¿no es así?